SINOPSIS
Óscar, Tom y Sandra, son tres chiquillos que viven en un pueblo de España en el año 1.979.
Una mañana de Octubre deciden hacer novillos e irse de excursión a un bosque cercano. Su inseparable perrito Topo va tras ellos, pero cuando se adentran en el bosque, desaparece.
Buscando a Topo, descubren una gigantesca burbuja que tendrán que atravesar para rescatarlo y así realizarán el más fantástico viaje al pasado que jamás habrían podido sospechar:
Retrocederán al año 510 y viajarán hasta Lutecia, un pueblo dentro de una isla donde conviven gnomos y humanos.
Con la ayuda de Lukuá, un gnomo amigo, se enteran de que a Topo lo tiene apresado Colungo, el cruel y avaricioso jefe del pueblo, que les pedirá un tesoro a cambio de liberar al animal. En la búsqueda del tesoro, que según la leyenda yace en las riberas del río, vivirán muchas aventuras y todo en un tiempo limitado pues su estancia en Lutecia… ¡Sólo puede durar tres días!
INDICE
I. PLANEANDO UNA EXCURSIÓN 1
II. PERDEMOS A TOPO 19
III. EN LUTECIA CON EL GNOMO LUKUÁ 42
IV. PREPARÁNDONOS PARA VISITAR A COLUNGO 63
V. LA PRUEBA DE COLUNGO 78
VI. EL MAPA DEL TESORO 95
VII. EN BUSCA DE LA ESTATUA 112
VIII. EL QUIX, EL QUAID Y LAS SUPERVENTOSAS 127
IX. ¡PILLADOS! 139
X. LA ESTATUA Y EL TESORO 160
XI. Y OTRA VEZ, VISITAMOS A COLUNGO 180
XII. TOPO 199
XIII. UN ÚLTIMO ENSAYO 216
XIV. EL COMBATE EN LAS ARENAS DE LUTECIA 228
XV. DE VUELTA A CASA 246
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1- PLANEANDO UNA EXCURSIÓN
Ya estaba amaneciendo. Empezaba a colarse un poco de luz por debajo de la puerta de mi habitación, lo que significaba que de un momento a otro mamá la abriría y se colocaría al lado de mi cama diciendo con voz tajante:
—¡Arriba! Llegaremos tarde al cole si no te levantas a la de… ¡Una…! ¡Dos…! Y… ¡¡¡¡Tres!!!!
En el momento de pronunciar la S yo ya tendría la colcha de lana que cubre mi cama enroscada encima de mis pies, y dependiendo de qué tal hubiera pasado mamá la noche, o bien un ataque de cosquillas por todo el cuerpo, o las zapatillas tiradas encima de mi barriga esperando a ser colocadas en mis pies.
Pero hoy no era necesario que ella me despertase; ya llevaba un buen rato con los ojos abiertos. Me había despertado el ruido del viento golpeando la ventana de mi habitación, y ya no había vuelto a coger el sueño. Estaba emocionado pensando en la excursión que iba a hacer ese día antes de ir al cole.
La señorita Teresa, que era la profe de matemáticas, lengua e historia, nos había dicho que hoy pasaríamos la primera hora de clase con Manu, un chico que anda por el cole haciendo lo que se le ocurra al director en ese momento: Sacar la basura a la puerta del cole, vigilar a los niños de 4 años mientras su profe se va a tomar café, hacer fotocopias de libros…
En lo único que es realmente bueno Manu es en taekwondo. Él es el que imparte esta actividad extraescolar los miércoles.
Nos cuenta que le enseñó taekwondo un vecino coreano que tenía cuando era pequeño, y ahora él es el encargado de enseñarnos a nosotros todas esas “técnicas de patada y puño”, que nos ayudarán a defendernos si alguna vez lo necesitamos. También nos pide continuamente concentración para conseguir equilibrio entre mente y cuerpo. Incluso lo ha escrito en un gran cartel y lo ha pegado en las cuatro paredes del aula donde nos da las clases. Dice que en esto está la clave para practicar taekwondo. No lo entiendo mucho, pero si él lo dice será verdad. Sí. Realmente me gusta mucho el taekwondo. Cuando sepa un poco más me examinaré para cambiar de cinturón e intentaré llegar hasta el cinturón negro como el de Manu. De momento tengo cinturón blanco amarillo.
La seño se retrasaría un poco ya que tenía que ir al médico. No nos dijo porqué, pero yo suponía que iría a por recetas de esas pastillas que toma cada día para estar más tranquila, como nos explica muchas veces. Es realmente increíble ver lo nerviosa que se pone, cuando algún compañero de clase no sabe cuantas son cinco más siete por dos: Abre la boca y los ojos de par en par y empieza a pasear por la clase santiguándose; y no se queda quieta hasta que ha dado unas cinco o seis vueltas, y le ha arreado un buen pescozón al que no supo su pregunta.
Así que hoy tendría tiempo para investigar ese caminito que hay detrás del estanco del señor Ruiz sin tener que perder nada realmente interesante en el cole, porque aunque lo intente, Manu sin kimono no es capaz de conseguir que la clase le preste un mínimo de atención, mientras nos habla de
los distintos tipos de setas que podemos encontrarnos en los bosques de pinos, o de la variedad de frutos secos que caen de los árboles en otoño. Luego me inventaría algo para justificar mi retraso y listo.
Sí. Sería muy emocionante investigar aquel camino de tierra, que zigzaguea al lado del riachuelo del pueblo por detrás del estanco y termina en el Bosque de los Gnomos. Y realmente ya era hora de que empezase a conocer a fondo el pueblo. No llevábamos viviendo allí mucho tiempo. Nos habíamos mudado hace unos dos años, cuando papá perdió su trabajo en la villa de Teis. Trabajaba en una carpintería bastante grande con fama de construir muebles muy bonitos, pero cuando la gente dejó de comprar casas porque todo el mundo ya tenía una, la carpintería dejó de vender muebles y papá perdió su trabajo; fue entonces cuando nos fuimos al pueblo de los abuelos, Cómit, a la casa en la que vivían ellos hasta que se mudaron al cielo y que ahora era nuestra, porqué mamá no tenía ningún hermano con quien compartirla.
Papá había decidido montar una pequeña carpintería en lo que antes había sido una cuadra, donde el abuelo tenía vacas y conejos, y como siempre había algún arreglo que hacer para algún vecino sobrevivíamos gracias a ese dinerillo que le pagaban a papá. Eso le había oído contar a mamá a alguna vecina.
Además mamá tiene un pequeño huerto en la parte de atrás de la casita, en el que cultiva tomates, lechugas, judías… Y así ahorramos mucho dinero porque no tenemos que ir a comprar a la tienda del pueblo que es bastante cara, le oí contar también a mamá. Incluso ha comprado unas jaulas
muy grandes donde tenemos gallinas que nos dan huevos.
Recuerdo que un día abrí la puerta de una jaula para jugar con la gallinita Pita y se me escapó y saltó a la finca del vecino, el señor Estévez; menuda riña me cayó ese día porque fue muy difícil convencerla de que volviera al jaulón del que había salido… Se puso mi madre a correr detrás de Pita con una caja de cartón muy grande y por el otro lado iba el señor Estévez gritando y levantando los brazos, en un intento desesperado de asustarla y que al darse la vuelta, entrase en la caja de mamá. Al final y después de unos diez o doce intentos la estrategia funcionó y Pita entró en la caja. Yo creo que se divirtió tanto, que ese día puso un montón de huevos grandes y colorados.
No me divertí yo tanto cuando mamá como castigo me mandó limpiar mi habitación, la de Sandra y sacar brillo a la cubertería dorada de la abuela, que no sé si tenía más años o polvo encima porque estaba tan oscura, que en lugar de dorada parecía negra; ¡Pero bueno! Son las cosas que pasan cuando todos tus planes para pasar la tarde del sábado son jugar con una gallina…
Pero para hoy sí que tenía plan: Investigar el Bosque de los Gnomos; así que ya había salido de la cama cuando mamá abrió la puerta de mi habitación.
—¡Vaya! ¡Ya estás despierto! Me alegro mucho, porque hoy no he pasado muy buena noche y necesito que colabores conmigo; así que levanta a Sandra mientras yo me lavo la cara con agua fría y me pongo rulos, para que vuelva a aparecer debajo de estas ojeras y de estos cuatro pelos la señora Sara. ¡Venga Óscar! ¡En marcha! —exclamó mamá mientras abría las contraventanas de mi habitación y salía después de ella en dirección al baño.
Sí. Realmente mamá no tenía muy buena cara ese día, aunque para haber dormido mal como ella decía no estaba tan fea. Bueno; yo nunca vi fea a mamá. Es una señora alta, delgada, de piel morena, y con una larga y brillante melena negra que suele llevar recogida en la nuca con una gran pinza. Siempre se queja de no tener tiempo para ella, para salir a pasear o salir de compras. Pero claro! También se queja continuamente de que no tenemos dinero, así que no sé qué sé que se puede comprar sin dinero.
Sandra es mi hermanita pequeña. Es una niña morenita, delgadita y con muchos rizos en su cabeza. Mamá dice de ella que es muy responsable porque obedece todas sus órdenes y le pide permiso incluso para beber un vaso de agua. Además es una niña muy buena, y juntos nos reímos mucho y nos lo pasamos muy bien. Creo que Sandra se parece físicamente a papá y yo a mamá, o por lo menos eso dicen los vecinos del pueblo. Yo también soy bastante moreno, alto, delgado, pero no tengo rizos en mi cabeza y muchas veces me olvido de pedir permiso para hacer algo, aunque cuando mamá se entera no se enfada mucho conmigo porque también dice de mí que soy un niño muy bueno.
Sandra tiene cinco años, seis menos que yo, y es bastante dormilona, pero se despierta muy feliz cuando soy yo el que voy a despertarla. Así que como estaba deseando salir de casa, me levanté de cama, me puse mis zapatillas de cuadros y fui a por ella. Abrí la puerta de su habitación, entreabrí las contras de madera y me acerqué a su cama con mucho sigilo
para darle un buen susto.
—¡Sandra! ¡Arriba!!! —grité retirando la colcha de su cama.
No me lo podía creer, cuando al retirar la colcha y las mantas ella no estaba allí. Y el que se llevó el susto fui yo, cuando alguien me agarró los pies consiguiendo que me desestabilizara y fuera a parar al suelo.
—Que susto te he dado, ¿eh? Ja, ja, ja….
Era Sandra riéndose estrepitosamente mientras yo me incorporaba del suelo.
—Se me cayó Lisa debajo de la cama, así que estaba buscándola cuando tú entraste y te preparé una bromita. Ja ja ja… —comentó mi hermanita mientras se colocaba uno de sus muchos rizos detrás de la oreja.
Lisa es la muñeca con la que Sandra duerme desde que era muy pequeñita. Se la compró papá cuando aún vivíamos en Teis y a mí me había regalado un balón de fútbol, con el que algún domingo, vamos juntos a echar unos tirillos a una destartalada portería que hay en el campo de la iglesia. Aunque bueno; ya hace mucho que papá no tiene tiempo para jugar conmigo porque siempre está visitando a algún vecino para hacerle una reparación de un mueble, o encerrado en su pequeña carpintería fabricando algún aparato que venderle después a un lugareño al que le guste.
—Ponte tus zapatillas Sandra y vamos a desayunar rápido para no llegar tarde a la escuela —le dije a mi hermanita mientras ya me dirigía hacia la cocina.
La cocina de esta casa es más grande que la de la casa de Teis, en la que nos dejaba vivir un señor al que papá le daba un sobre con dinero cada mes. Bueno; realmente esta casa también es más grande que la de Teis porque tiene dos pisos.
Al bajar las escaleras y cruzar la puerta de la cocina, vino a mi nariz un rico olor a pan tostado.
—¡Qué bien! —pensé— ¡Ha vuelto a sobrar pan ayer!
Mamá siempre nos hace tostadas cuando sobra pan, porque dice que con lo cara que está la vida no se puede tirar nada a la basura. Y nosotros nos ponemos muy contentos, porque nos gustan mucho más las tostadas con mantequilla que las galletas reblandecidas que tenemos que desayunar cuando no sobra pan. Y allí estaban las tostadas colocadas en un plato encima de la mesa. Me apresuré a sacar mantequilla de la nevera y a extenderla sobre una de ellas. Iba a darle un mordisco cuando oí a Sandra decir:
—¡¡¡Mía mía mía!!!
Así que se la dejé encima de un platito que había en la mesa y preparé otra para mí.
Estábamos ya con el tercer mordisco cuando entró mamá por la cocina. Se había recogido la melena con una pinza y pintado los ojos de verde, a juego con el color del chándal que llevaba puesto. Francamente, estaba bastante más favorecida que cuando se coló en mi habitación para despertarme.
—Venga, comed pronto que enseguida llegará la señora Hortensia a recogeros
—¡¡¡Mamá!!! —protesté—. ¡Acuérdate de que yo ya voy sólo al cole! No hace falta que me lleve la señora Hortensia.
Al cumplir los once años había conseguido por fin ir sólo al colegio y tampoco era pedir demasiado, porque el cole estaba muy cerca. Para llegar a él, basta con caminar unos pocos pasos por el camino que hay delante de casa hasta llegar a la tienda de ultramarinos del señor Paco; en este punto girar a la derecha y continuar caminando todo recto. Cruzar a la acera de enfrente en el cruce Traber y dirigirnos hacia el estanco del señor Ruiz, desde donde empezamos a ascender el camino de grava que conduce hasta la iglesia y a mitad de camino y detrás de una enorme verja de color verde, ya está la escuela. Era muy fácil llegar.
No me perdería nunca porque además, antes de llegar a la tienda del señor Paco y en una casa de ladrillo un poco fea, me espera siempre mi amigo Tom. Tom es la persona que mejor me ha tratado desde que nos mudamos a Cómit. Recuerdo mi primer día de cole: Al cruzar la puerta de mi clase, un señor de mediana edad, regordete, con bigote y gafas me dio un gran abrazo, que hizo que todos los niños que estaban allí sentados se rieran y después se puso a gritar:
—¡Bienvenido Óscar! Soy el señor Sr. Míguez, el director del cole y tu nuevo profesor de plástica, dibujo y sociales. Que sepas que aquí te trataremos muy bien y aprenderás tantas cosas nuevas, que te preguntarás cada día como has sobrevivido tanto tiempo sin saberlas. ¡Ja ja ja!
Y dicho esto, me dio una palmada en la espalda y me indicó que me sentara en un viejo pupitre de madera carcomido por las termitas, al lado de Tom.
Tom o Tomas, como le llama el director poniendo un extraño acento sobre la O y enseñando sus cejas por encima de las gafas, es un chico pelirrojo, de mejillas coloradas y un poco regordete. Es más alto que yo y le gusta mucho dibujar monstruos raros y comer pasteles. “¡Es un chavalote!” dice siempre papá por lo grande que es, pero es tan bueno, que otros compañeros del cole como Nicolás, Eduardo y Jaime, se burlan cada día de él, sabiendo que se van a echar unas risas a su costa y Tom no va a hacer nada para defenderse:
—¿Qué has desayunado hoy, Tomy, que tienes bigotes de chocolate? Ja ja ja…. Y ese jersey violeta tan bonito, ¿Te lo ha hecho mamá? Yo quiero uno igual, Tomy! Dile a mamá que calcete uno para mí. Ja ja ja……….
A Tom le había contado el día anterior mis planes para ese día e invitado a venir conmigo. Tom, que es un aventurero, se apuntó a la excursión con una gran sonrisa, porque aunque él era del pueblo y ya conocía el bosque de los Gnomos, me dijo que hacía mucho tiempo que no iba por allí y empezó a soñar que nos encontrábamos una cueva secreta con un gnomo dentro o un unicornio sentado al lado de un árbol.
—¡Sólo espero qué no se entere mamá! —había añadido.
Tom vive sólo con su mamá. No tiene papá porque se ahogó pescando truchas en el río del pueblo; Según me contó Tom, fue un día de tormenta que el río bajaba un poco crecido pero como a su papá le gustaba mucho pescar, cogió su caña y su gorra naranja y se marchó a pescar al puente que cruza el río. Tom no sabía lo que había pasado exactamente, pero su papá nunca volvió a aparecer por casa. Su mamá lloró un montón de días seguidos pero de repente, una mañana de verano despertó a Tom y le dijo:
—Ponte el bañador que nos vamos a dar un baño al río. Se acabó estar todo el día llorando.
Y desde entonces nunca más la vio llorar. Tom incluso me cuenta que se pone una cerilla en la boca cuando pica cebolla para no llorar. Es lo más raro que he oído en mi vida, pero por lo menos Tom en un chico muy feliz y sonríe mucho.
—¡Óscar! ¡Despierta que aún tienes que beber el chocolate y subir a vestirte! —exclamó mamá de repente.
¡Anda! Me había quedado ensimismado mirando el plato de las tostadas y pensando en mi amigo Tom, así que debía apurar porque si no saldría tarde de casa y mamá me obligaría a ir con la señora Hortensia. Rápidamente terminé la segunda tostada, me bebí de un solo trago mi taza de chocolate con leche, y corrí escaleras arriba a vestirme.
Hoy llevaría puesto el chándal del cole, ya que había gimnasia y era obligatorio ir con camiseta blanca y chándal azul. Mamá me lo había colocado en la butaca roja que hay al lado de la cama. El chándal era mucho más cómodo que un pantalón de esos de paño que a veces me hace poner mamá porque hace un poco de frío y al parecer, son los que más abrigan. Son muy ajustados y tienen una cremallera dificilísima de bajar. De hecho, un par de veces tuve que romperla por no conseguir bajarla y estar a punto de mearme encima, porque de verdad que prefería volver a clase con la cremallera rota que con el pantalón mojado; ¡Total! Debajo del mandilón no se veía… Lo único malo era cuando mamá se enteraba de que la cremallera estaba rota…
—¡Tu padre no gana para cremalleras, Óscar! No puedes esperar siempre al límite para ir al baño. Vete cuando te entren un poco de ganas de orinar o… ¡¡¡Volveré a ponerte pañales!!!!
Y es verdad que esperaba siempre al límite porque no me gustaba nada tener que hablar en público para pedirle permiso al profe para ir al baño. Nicolás, Eduardo y Jaime se reían siempre y decían alguna tontería, aún a riesgo de que el profe les castigase o llamase la atención, porque cuanto más me humillaban más poder ganaban ante mis compañeros y más jefes se hacían de la clase.
Cogí el chándal, me lo puse y me fui al baño a hacer pis y lavarme bien la cara. Después me miré en el espejo, y revisé que no me quedaran marcados unos bigotes marrones delatando el vaso de chocolate que me acababa de zampar. Me fijé en mi pelo negro y estaba bastante despeinado, así que cogí un peine amarillo que me había comprado mamá en la tienda del señor Paco, me hice la raya a un lado de la cabeza, aplasté con agua un mechón que me quedaba un poco levantado, y me fui en busca de mamá para decirle que ya estaba listo.
Mamá estaba en la habitación de Sandra terminando de vestirla. Le había puesto un chándal de color rosa con un jersey de cuello vuelto de color morado, y le estaba peinando una cola de caballo cuando sonó el timbre.
—¡Óscar! Baja a abrir a la señora Hortensia y dile que salimos en un minuto.
Hortensia es la mamá de Lúa, una compañera de Sandra, y la esposa del carnicero del pueblo, el señor López. Es una mujer bastante rolliza, de unos 50 años y siempre va vestida con falda y chaleco, ya sea verano o invierno. Creo que piensa que así disimula mejor los michelines que adornan su espalda, pero realmente, aún se le siguen notando unos cuantos bultos por su torso. Hace muy buenas migas con mamá y es quien se encarga de llevar siempre a Sandra al cole, y hasta hace poco tiempo también a mí. Incluso recuerdo una vez que mamá cogió un catarro que la tuvo en cama tres días con mucha fiebre: La señora Hortensia se instaló cinco días en nuestra casa con Lúa, para cuidar de todos nosotros y de mamá. Sí; era una buena persona y era la que estaba tras la puerta cuando la abrí.
—¡Buenos días Óscar! —exclamó con voz chillona—. ¿Puedo hablar con tu mamá?
—¡Claro! —contesté—. Pase a la sala que ahora mismo la llamo.
Y dicho esto me adentré en casa en busca de mamá. No tuve que ir muy lejos porque ella y Sandra ya se estaban bajando por la escalera.
—¡Mamá! La señora Hortensia está en la sala y quiere hablar contigo.
Mamá asintió con la cabeza y rápidamente se acercó a la sala.
—¡Buenos días! —exclamó mamá—. ¿Qué ocurre?
—Buenos días Sara. Resulta que tengo a Lúa enfermita. Tiene mucha fiebre; no deja de toser, y no puedo ausentarme de su lado ni un minuto más. De hecho, ahora voy a avisar al doctor que venga a casa a verla y vuelvo corriendo a su lado, no sea que se despierte y se ponga a llorar o a toser, y claro, no puedo llevar a los niños al cole. ¿Te arreglarás sin mí?
—¡Por Dios! Claro que puedo arreglarme sin ti —respondió mamá—. ¿Pero la has dejado sola?
—No no! Se ha quedado con el señor Ramiro.
El señor Ramiro es un viejecito de pelo y bigote blanco, que suele tocar la armónica en el porche de su casa cuando hace sol para celebrar que vive un día más, según dice él. Es muy buen vecino y como ya lleva unos años jubilado, hace de niñero cuando se lo pide cualquiera que lo necesite en el pueblo. Aunque claro, como es un poco mayor tampoco se puede abusar de su solidaridad. También es de los pocos que tienen televisor en el pueblo y algunas tardes de lluvia, nos deja acercarnos a su casa a ver una película de dibujos animados.
—¡Pues venga! ¡Corre a buscar al doctor! —ordenó mamá, agarrando a la señora Hortensia por los hombros y empujándola hacia la puerta—. Después me paso por tu casa a ver qué tal sigue Lúa.
Cuando nos quedamos solos, mamá colocó una mano en su barbilla y dirigió su mirada al suelo.
—¿Qué ocurre mamá? —pregunté yo.
—Que justo hoy, ha quedado el señor Paco en pasar por casa a primera hora de la mañana para comprarme unas cuantas cajas de tomates y si no estoy, pensará que me he olvidado de él y se los irá a comprar a otro vecino. No me dará una segunda oportunidad y me da pena ahora que por fin íbamos a empezar a hacer negocios.
—No te preocupes, mamá. ¡Yo llevaré a Sandra al cole! —respondí emocionado, ante la posibilidad de poder demostrarle que ya soy un niño mayor y se puede fiar de mí y dejarme hacer cosas que sólo hacen los niños mayores.
Además, al ver la cara de preocupación de mamá olvidé mis planes para ese día y cuando los recordé un minuto después, decidí que los reorganizaría sobre la marcha. Porque claro, ahora no sería tan sencillo ir de excursión con mi hermanita…
Dicho esto me puse mi cazadora tejana de color azul, mientras mamá le colocaba a Sandra una cazadora igual que la mía pero de color verde. Cogí las mochilas con bollos y galletas que cada día llevamos al cole para merendar en el recreo, y caminé en dirección a la puerta de casa.
Mamá se quedó pensativa, mirando al suelo con cara de interrogante.
—Ayyyy… No sé qué hacer… —dijo mientras me cogía por los brazos, y mirándome fijamente a los ojos me preguntó—¿Puedo fiarme de ti Óscar?
—¡Claro mamá! —exclamé— Si soy bastante mayorcito como para ir sólo al cole, también soy bastante mayorcito como para llevar conmigo a mi hermanita pequeña. ¡No te preocupes!
Mamá asintió con la cabeza y le colgó a Sandra su mochila en la espalda; después me recordó lo que me dice cada día añadiendo alguna orden nueva:
—Vete siempre por la acera; mira a los dos lados de la carretera antes de cruzar; no hables con desconocidos y aprende mucho en el cole que te estás labrando tu futuro. ¡Ah! —gritó de repente—. Dale la mano a Sandra y no la sueltes hasta que esté en su clase, ¿entendido?
—Claro que sí, mamá… —repetí de nuevo.
Agarré la mano de Sandra y nos dirigimos a la puerta.
—¡Óscar! —otra vez…—. Casi me olvido de decirte, que te he metido una cartera en la mochila con el dinero que cuestan tus libros. Dáselo a la profesora Teresa en cuanto llegues al cole, ¿vale?
—No te preocupes, mamá. Se lo daré en cuanto entre en clase.
Dicho esto salimos a la calle. Un viento bastante frío, típico del mes de Octubre, acarició mi cara. Me subí la cremallera de la cazadora, mamá hizo lo mismo con la de Sandra y comenzamos a subir el camino que nos espera cada día al salir de casa. Tras caminar unos veinte pasos giré la cabeza y vi como mamá ya se metía en el interior de casa. Aproveché el silencio de Sandra porque aún estaba medio dormida, para pensar como llevaría a cabo mi excursión por el caminito que se encontraba tras el estanco del pueblo. ¿Cómo le explicaría a Sandra que en lugar de coger el camino de grava que lleva a la escuela, cogeríamos el que va por detrás del estanco?
—¡Ya sé! —exclamé de repente olvidando que no estaba sólo.
—¿Ya sabes qué? —preguntó Sandra.
—Sandra; hoy nos ha dicho la señorita Teresa que se va a retrasar un poco —empecé a explicar— Así que podemos dar una rápida vueltecilla por el caminito que conduce al bosque y buscar flores para mamá, que seguro se pondrá muy contenta cuando las vea.
—¿Y dónde las guardamos hasta que volvamos a casa, eh, eh, eh? —preguntó la siempre preguntona de Sandra.
—Yo me encargo de esconderlas en mi clase: No te preocupes —exclamé rápidamente.
—¿Y si está la puerta de mi clase cerrada cuando lleguemos? ¿Cómo entro?
—Llamando a la puerta —respondí—, y diciéndole a tu profe que hoy te has quedado dormida y por eso te has retrasado un poco.
—Ahhhhh… ¡Vale! —contestó.
Lo bueno de que Sandra fuera tan pequeña es que era muy fácil de convencer… ¡Bueno! ¡Casi siempre! Pero está vez parece que estaba convencida de cogerle flores a mamá. Caminamos un poco más y vi a Tom esperando en la puerta de su casa. Me miró con cara de interrogante cuando vio a mi lado a Sandra, así que le aclaré:
—Se viene de excursión por el bosque de los Gnomos porque ni mamá ni la señora Hortensia pueden llevarla al cole, así que vendrá con nosotros a coger flores para mamá —dije guiñándole un ojo.
—¡Hola Tom! —exclamó Sandra con su vocecita angelical.
—Buenos días Sandra —respondió él con cara de no estar muy convencido de que llevar a mi hermanita de expedición fuese una buena idea—. Y Topo, ¿También va a venir con nosotros?
—¿Topo? ¿Dónde está Topo?
Al girarme un poco sobre mis talones lo vi quieto en la calle, con las orejas tiesas mirando para todos lados por si había algún peligro del que debía defendernos, y esperando a que reiniciáramos la excursión. Topo es nuestro perro. Es un cachorro de bóxer que nos regalaron el señor y la señora Ponte hace unos dos meses, cuando al enfermar ella decidieron mudarse con su hija a la ciudad, y creían que una ciudad no es buen sitio para los perros. Así que nos lo ofrecieron y papá lo aceptó encantado, diciéndoles que nos haría compañía. ¡Y vaya si nos la hace! Me acompaña cada mañana al cole, corriendo y saltando a mi lado. ¡Bueno! Viene al cole y a cualquier sitio que yo vaya, porque en cuanto abro la puerta de casa para salir de ella, Topo de repente aparece a mi lado y empieza a caminar o correr junto a mí. No sé como lo hace pero me oye desde su caseta, colocada en el patio que tenemos en la parte de atrás de casa.
Y claro, allí estaba como cada día Topo. La verdad es que con los cambios de última hora en mi planificada excursión, me había olvidado de nuestro perrito. Pero al fin y al cabo Topo no sabe hablar, por lo que no contará nada en casa y además también estará pendiente de que Sandra no se pierda por el bosque en nuestra pequeña excursión; así que incluso era mejor que estuviera con nosotros.
—¡También viene al bosque!— le dije a Tom y continuamos la marcha.
Enseguida apareció la tienda del señor Paco. Era la única tienda que había en el pueblo y vendía de todo: Comida, bebida, peines, libretas… Aún estaba cerrada, y es que no abría muy pronto ahora que había llegado el otoño y no quedaba ningún veraneante por el pueblo. Total, como decía él, si algún vecino tenía una urgencia le bastaba con aporrear el portal que está al lado del escaparate de la tienda y en un minuto estaba abajo el señor Paco preguntando: ¿qué puedo hacer por usted?
El señor Paco abriría en unos diez o veinte minutos, cuando las mamás empiezan a volver a sus casas tras dejar a sus hijos en el cole, y se detienen en la tienda a comprar pan, leche, o lo que necesite ese día su despensa. Hoy a lo mejor abriría un poco más tarde, después de visitar a mamá y empezar a hace negocios con ella… ¡A ver si mamá tiene suerte!
Delante de la tienda giramos como siempre a la derecha y pudimos comprobar cómo unos metros delante de nosotros apuraban el paso Nicolás y Eduardo. En el cruce Traber se detuvieron en seco y miraron hacia la derecha calle arriba esperando a que llegase Jaime, al que se unían siempre en ese punto.
Esta parada fue suficiente, para que Nicolás girase la cabeza hacia atrás y se diese cuenta que nos estábamos acercando a ellos.
—¡Vaya, vaya! —exclamó en cuanto nos vio— ¡Mira a quien tenemos aquí!
—¡Hombre! —gritó Eduardo— ¡Si son las niñeras Oscarina y Tomasina!
Y en cuanto dijo esto estalló en una sonora carcajada.
—Era lo que me faltaba —pensé yo—. ¿Cómo íbamos a dirigirnos al bosque sin que esos pesados nos vieran?
Pero no tuve que pensar mucho más, porque la respuesta me la dieron ellos.
—¡Corre Jaime! —gritó Nicolás al verlo bajar por la calle— ¡Date prisa y llegaremos antes que estas niñeras chaponas y ganaremos puntos con Teresa!
Nicolás había olvidado que hoy Teresa se retrasaría y en todo caso ganarían puntos con Manu, lo que no les serviría de mucho. Por supuesto yo no se lo recordé y en cuanto se unió Jaime al grupo, cruzaron la calle y empezaron a correr a tal velocidad que ni Topo los pillaría.
—Bueno… —susurré—: ¡Un problema menos!
Y retomamos todos juntos la caminata. Cruzamos la calle tras comprobar que no se acercaba ningún coche y empezábamos a ascender el camino de grava que lleva hasta la escuela, cuando nos cruzamos con el señor Ruiz ya delante del estanco.
—¡Buenos días chicos! —dijo esbozando una gran sonrisa y se le llenó la cara de grietas y cavidades, reflejo de que los 65 años que ya llevaba vividos, no habían sido demasiado condescendientes con él.
Mamá me había dicho infinidad de veces que no conocía persona a la que la vida hubiera tratado tan mal. Creo que se quedó huérfano a los 17 años y como no tenía más familia que sus padres, tuvo que trabajar duro en la granja familiar para tener algo que comer cada día. Pero cuando una sequía machacó al país diez años después y no tuvo con que alimentar el ganado, fue enterrando a los animales que morían de hambre y vendiendo a los que sobrevivían. Con el poco dinero que consiguió juntar emigró a un país vecino, Francia creo recordar, a trabajar como obrero de la construcción. Cuenta mamá que trabajó día y noche todos los días de la semana, hasta que se rompió un pie al caer de una escalera cambiando la bombilla de su habitación y entonces decidió volver a Cómit. Aquí montó un estanco y es el único sitio donde yo he visto al señor Ruiz, porque ni lo veo por la calle, ni en la Iglesia, ni en el bar del pueblo… ¡Ni lo he visto nunca en la tienda!
—¿Qué comerá? —pensé mientras me colocaba a su lado.
—¡Buenos días, señor Ruiz! —respondió Tom— ¿Cómo le va la vida?
—Ya ves, muchacho. Como siempre. Tengo un nuevo amigo: El señor Lapin.
Y diciendo esto, levantó con una mano un trapo que caía delicadamente encima de un bulto que agarraba con la otra mano, y pudimos observar una pequeña jaula de barrotes blancos que en su interior, daba cobijo a un diminuto conejo blanco.
—¡Vaya! —exclamé— ¡Qué bonito es! ¿De dónde lo ha sacado?
Pero no tuvo tiempo de responder, porque Topo había estirado su cuerpo y orejas y empezaba a gruñir dejando caer un hilillo de saliva por la boca, así que decidí que era el momento de continuar nuestra marcha.
—Opssss… ¡Debemos irnos! —sonreí mientras giraba con gran esfuerzo el cuerpo de Topo en dirección contraria al conejo—. Ya me lo contará otro día. ¡Vamos chicos!
Y empezamos a subir la cuesta que conducía a la escuela.
El señor Ruiz asintió y cubriendo de nuevo la jaula de Lapin, introdujo una llave en la puerta del estanco y accedió a su interior, mientras movía su cabeza de un lado a otro y profería una sonora carcajada.
Al comenzar a subir el camino de grava que lleva hacia el cole comprobamos que en ese momento no había muchos niños por allí. Tan sólo había un grupito de niñas mayores que nosotros y que no se fijarían mucho en lo que hacíamos, ya que estaban cambiándose cromos de la colección “Betty va a la moda”. Betty, la protagonista del álbum, es una muñeca delgaducha, de pelo negro y fea como ella sola, de la que cada estación del año salen cromos con una nueva colección de ropa y claro, todas las niñas de Cómit quieren tener todos los modelos. El señor Ruiz adora a Betty porque su estanco es el único sitio del pueblo donde se pueden comprar sus cromos, y mira que compran cromos esas niñas!
Y no estaban las niñas mirándonos cuando dimos rápidamente la vuelta y comenzamos a andar, más bien correr, sobre nuestros pasos hasta llegar de nuevo al estanco. Comprobamos que tampoco estaba mirando el señor Ruiz porque ya estaba atendiendo a dos clientes, y bordeamos el estanco, giramos a la derecha, y comenzamos a avanzar por el caminito de tierra que conduce al bosque.
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