SINOPSIS

Óscar, Tom y Sandra, son tres chiquillos que viven en un pueblo de España en el año 1.979.
Una mañana de Octubre deciden hacer novillos e irse de excursión a un bosque cercano. Su inseparable perrito Topo va tras ellos, pero cuando se adentran en el bosque desaparece.
Buscando a Topo, descubren una gigantesca burbuja que tendrán que atravesar para rescatarlo y así realizarán el más fantástico viaje al pasado que jamás habrían podido sospechar:
Retrocederán al año 510 y viajarán hasta Lutecia, un pueblo dentro de una isla donde conviven gnomos y humanos.
Con la ayuda de Lukuá, un gnomo amigo, se enteran de que a Topo lo tiene apresado Colungo, el cruel y avaricioso jefe del pueblo, que les pedirá un tesoro a cambio de liberar al animal. En la búsqueda del tesoro, que según la leyenda yace en las riberas del río, vivirán muchas aventuras y todo en un tiempo limitado pues su estancia en Lutecia… ¡Sólo puede durar tres días!

INDICE POR CAPÍTULOS 

(para leerlos pincha en el sigo + 😉)

Ya estaba amaneciendo. Empezaba a colarse un poco de luz por debajo de la puerta de mi habitación, lo que significaba que de un momento a otro mamá la abriría y se colocaría al lado de mi cama diciendo con voz tajante:

—¡Arriba! Llegaremos tarde al cole si no te levantas a la de… ¡Una…! ¡Dos…! Y… ¡¡¡¡Tres!!!!

En el momento de pronunciar la S yo ya tendría la colcha de lana que cubre mi cama enroscada encima de mis pies, y dependiendo de qué tal hubiera pasado mamá la noche, o bien un ataque de cosquillas por todo el cuerpo, o las zapatillas tiradas encima de mi barriga esperando a ser colocadas en mis pies.

Pero hoy no era necesario que ella me despertase; ya llevaba un buen rato con los ojos abiertos. Me había despertado el ruido del viento golpeando la ventana de mi habitación, y ya no había vuelto a coger el sueño. Estaba emocionado pensando en la excursión que iba a hacer ese día antes de ir al cole.

La señorita Teresa, que era la profe de matemáticas, lengua e historia, nos había dicho que hoy pasaríamos la primera hora de clase con Manu, un chico que anda por el cole haciendo lo que se le ocurra al director en ese momento: Sacar la basura a la puerta del cole, vigilar a los niños de 4 años mientras su profe se va a tomar café, hacer fotocopias de libros…

En lo único que es realmente bueno Manu es en taekwondo. Él es el que imparte esta actividad extraescolar los miércoles. Nos cuenta que le enseñó taekwondo un vecino coreano que tenía cuando era pequeño, y ahora él es el encargado de enseñarnos a nosotros todas esas “técnicas de patada y puño”, que nos ayudarán a defendernos si alguna vez lo necesitamos. También nos pide continuamente concentración para conseguir equilibrio entre mente y cuerpo. Incluso lo ha escrito en un gran cartel y lo ha pegado en las cuatro paredes del aula donde nos da las clases. Dice que en esto está la clave para practicar taekwondo. No lo entiendo mucho, pero si él lo dice será verdad. Sí. Realmente me gusta mucho el taekwondo. Cuando sepa un poco más me examinaré para cambiar de cinturón e intentaré llegar hasta el cinturón negro como el de Manu. De momento tengo cinturón blanco amarillo.
La seño se retrasaría un poco ya que tenía que ir al médico. No nos dijo porqué, pero yo suponía que iría a por recetas de esas pastillas que toma cada día para estar más tranquila, como nos explica muchas veces. Es realmente increíble ver lo nerviosa que se pone, cuando algún compañero de clase no sabe cuantas son cinco más siete por dos: Abre la boca y los ojos de par en par y empieza a pasear por la clase santiguándose; y no se queda quieta hasta que ha dado unas cinco o seis vueltas, y le ha arreado un buen pescozón al que no supo su pregunta.
Así que hoy tendría tiempo para investigar ese caminito que hay detrás del estanco del señor Ruiz sin tener que perder nada realmente interesante en el cole, porque aunque lo intente, Manu sin kimono no es capaz de conseguir que la clase le preste un mínimo de atención, mientras nos habla de los distintos tipos de setas que podemos encontrarnos en los bosques de pinos, o de la variedad de frutos secos que caen de los árboles en otoño. Luego me inventaría algo para justificar mi retraso y listo.
Sí. Sería muy emocionante investigar aquel camino de tierra, que zigzaguea al lado del riachuelo del pueblo por detrás del estanco y termina en el Bosque de los Gnomos. Y realmente ya era hora de que empezase a conocer a fondo el pueblo. No llevábamos viviendo allí mucho tiempo. Nos habíamos mudado hace unos dos años, cuando papá perdió su trabajo en la villa de Teis. Trabajaba en una carpintería bastante grande con fama de construir muebles muy bonitos, pero cuando la gente dejó de comprar casas porque todo el mundo ya tenía una, la carpintería dejó de vender muebles y papá perdió su trabajo; fue entonces cuando nos fuimos al pueblo de los abuelos, Cómit, a la casa en la que vivían ellos hasta que se mudaron al cielo y que ahora era nuestra, porqué mamá no tenía ningún hermano con quien compartirla.
Papá había decidido montar una pequeña carpintería en lo que antes había sido una cuadra, donde el abuelo tenía vacas y conejos, y como siempre había algún arreglo que hacer para algún vecino sobrevivíamos gracias a ese dinerillo que le pagaban a papá. Eso le había oído contar a mamá a alguna vecina.
Además mamá tiene un pequeño huerto en la parte de atrás de la casita, en el que cultiva tomates, lechugas, judías… Y así ahorramos mucho dinero porque no tenemos que ir a comprar a la tienda del pueblo que es bastante cara, le oí contar también a mamá. Incluso ha comprado unas jaulas

muy grandes donde tenemos gallinas que nos dan huevos.
Recuerdo que un día abrí la puerta de una jaula para jugar con la gallinita Pita y se me escapó y saltó a la finca del vecino, el señor Estévez; menuda riña me cayó ese día porque fue muy difícil convencerla de que volviera al jaulón del que había salido… Se puso mi madre a correr detrás de Pita con una caja de cartón muy grande y por el otro lado iba el señor Estévez gritando y levantando los brazos, en un intento desesperado de asustarla y que al darse la vuelta, entrase en la caja de mamá. Al final y después de unos diez o doce intentos la estrategia funcionó y Pita entró en la caja. Yo creo que se divirtió tanto, que ese día puso un montón de huevos grandes y colorados.
No me divertí yo tanto cuando mamá como castigo me mandó limpiar mi habitación, la de Sandra y sacar brillo a la cubertería dorada de la abuela, que no sé si tenía más años o polvo encima porque estaba tan oscura, que en lugar de dorada parecía negra; ¡Pero bueno! Son las cosas que pasan cuando todos tus planes para pasar la tarde del sábado son jugar con una gallina…
Pero para hoy sí que tenía plan: Investigar el Bosque de los Gnomos; así que ya había salido de la cama cuando mamá abrió la puerta de mi habitación.
—¡Vaya! ¡Ya estás despierto! Me alegro mucho, porque hoy no he pasado muy buena noche y necesito que colabores conmigo; así que levanta a Sandra mientras yo me lavo la cara con agua fría y me pongo rulos, para que vuelva a aparecer debajo de estas ojeras y de estos cuatro pelos la señora Sara. ¡Venga Óscar! ¡En marcha! —exclamó mamá mientras abría las contraventanas de mi habitación y salía después de ella en dirección al baño.
Sí. Realmente mamá no tenía muy buena cara ese día, aunque para haber dormido mal como ella decía no estaba tan fea. Bueno; yo nunca vi fea a mamá. Es una señora alta, delgada, de piel morena, y con una larga y brillante melena negra que suele llevar recogida en la nuca con una gran pinza. Siempre se queja de no tener tiempo para ella, para salir a pasear o salir de compras. Pero claro! También se queja continuamente de que no tenemos dinero, así que no sé qué sé que se puede comprar sin dinero.
Sandra es mi hermanita pequeña. Es una niña morenita, delgadita y con muchos rizos en su cabeza. Mamá dice de ella que es muy responsable porque obedece todas sus órdenes y le pide permiso incluso para beber un vaso de agua. Además es una niña muy buena, y juntos nos reímos mucho y nos lo pasamos muy bien. Creo que Sandra se parece físicamente a papá y yo a mamá, o por lo menos eso dicen los vecinos del pueblo. Yo también soy bastante moreno, alto, delgado, pero no tengo rizos en mi cabeza y muchas veces me olvido de pedir permiso para hacer algo, aunque cuando mamá se entera no se enfada mucho conmigo porque también dice de mí que soy un niño muy bueno.
Sandra tiene cinco años, seis menos que yo, y es bastante dormilona, pero se despierta muy feliz cuando soy yo el que voy a despertarla. Así que como estaba deseando salir de casa, me levanté de cama, me puse mis zapatillas de cuadros y fui a por ella. Abrí la puerta de su habitación, entreabrí las contras de madera y me acerqué a su cama con mucho sigilo

para darle un buen susto.

—¡Sandra! ¡Arriba!!! —grité retirando la colcha de su cama.

No me lo podía creer, cuando al retirar la colcha y las mantas ella no estaba allí. Y el que se llevó el susto fui yo, cuando alguien me agarró los pies consiguiendo que me desestabilizara y fuera a parar al suelo.

—Que susto te he dado, ¿eh? Ja, ja, ja….

Era Sandra riéndose estrepitosamente mientras yo me incorporaba del suelo.

—Se me cayó Lisa debajo de la cama, así que estaba buscándola cuando tú entraste y te preparé una bromita. Ja ja ja… —comentó mi hermanita mientras se colocaba uno de sus muchos rizos detrás de la oreja.

Lisa es la muñeca con la que Sandra duerme desde que era muy pequeñita. Se la compró papá cuando aún vivíamos en Teis y a mí me había regalado un balón de fútbol, con el que algún domingo, vamos juntos a echar unos tirillos a una destartalada portería que hay en el campo de la iglesia. Aunque bueno; ya hace mucho que papá no tiene tiempo para jugar conmigo porque siempre está visitando a algún vecino para hacerle una reparación de un mueble, o encerrado en su pequeña carpintería fabricando algún aparato que venderle después a un lugareño al que le guste.

—Ponte tus zapatillas Sandra y vamos a desayunar rápido para no llegar tarde a la escuela —le dije a mi hermanita mientras ya me dirigía hacia la cocina.

La cocina de esta casa es más grande que la de la casa de Teis, en la que nos dejaba vivir un señor al que papá le daba un sobre con dinero cada mes. Bueno; realmente esta casa también es más grande que la de Teis porque tiene dos pisos.

Al bajar las escaleras y cruzar la puerta de la cocina, vino a mi nariz un rico olor a pan tostado.

—¡Qué bien! —pensé— ¡Ha vuelto a sobrar pan ayer!

Mamá siempre nos hace tostadas cuando sobra pan, porque dice que con lo cara que está la vida no se puede tirar nada a la basura. Y nosotros nos ponemos muy contentos, porque nos gustan mucho más las tostadas con mantequilla que las galletas reblandecidas que tenemos que desayunar cuando no sobra pan. Y allí estaban las tostadas colocadas en un plato encima de la mesa. Me apresuré a sacar mantequilla de la nevera y a extenderla sobre una de ellas. Iba a darle un mordisco cuando oí a Sandra decir:

—¡¡¡Mía mía mía!!!

Así que se la dejé encima de un platito que había en la mesa y preparé otra para mí.

Estábamos ya con el tercer mordisco cuando entró mamá por la cocina. Se había recogido la melena con una pinza y pintado los ojos de verde, a juego con el color del chándal que llevaba puesto. Francamente, estaba bastante más favorecida que cuando se coló en mi habitación para despertarme. 

—Venga, comed pronto que enseguida llegará la señora Hortensia a recogeros

—¡¡¡Mamá!!! —protesté—. ¡Acuérdate de que yo ya voy sólo al cole! No hace falta que me lleve la señora Hortensia.

Al cumplir los once años había conseguido por fin ir sólo al colegio y tampoco era pedir demasiado, porque el cole estaba muy cerca. Para llegar a él, basta con caminar unos pocos pasos por el camino que hay delante de casa hasta llegar a la tienda de ultramarinos del señor Paco; en este punto girar a la derecha y continuar caminando todo recto. Cruzar a la acera de enfrente en el cruce Traber y dirigirnos hacia el estanco del señor Ruiz, desde donde empezamos a ascender el camino de grava que conduce hasta la iglesia y a mitad de camino y detrás de una enorme verja de color verde, ya está la escuela. Era muy fácil llegar.

No me perdería nunca porque además, antes de llegar a la tienda del señor Paco y en una casa de ladrillo un poco fea, me espera siempre mi amigo Tom. Tom es la persona que mejor me ha tratado desde que nos mudamos a Cómit. Recuerdo mi primer día de cole: Al cruzar la puerta de mi clase, un señor de mediana edad, regordete, con bigote y gafas me dio un gran abrazo, que hizo que todos los niños que estaban allí sentados se rieran y después se puso a gritar:

—¡Bienvenido Óscar! Soy el señor Sr. Míguez, el director del cole y tu nuevo profesor de plástica, dibujo y sociales. Que sepas que aquí te trataremos muy bien y aprenderás tantas cosas nuevas, que te preguntarás cada día como has sobrevivido tanto tiempo sin saberlas. ¡Ja ja ja!

Y dicho esto, me dio una palmada en la espalda y me indicó que me sentara en un viejo pupitre de madera carcomido por las termitas, al lado de Tom.

Tom o Tomas, como le llama el director poniendo un extraño acento sobre la O y enseñando sus cejas por encima de las gafas, es un chico pelirrojo, de mejillas coloradas y un poco regordete. Es más alto que yo y le gusta mucho dibujar monstruos raros y comer pasteles. “¡Es un chavalote!” dice siempre papá por lo grande que es, pero es tan bueno, que otros compañeros del cole como Nicolás, Eduardo y Jaime, se burlan cada día de él, sabiendo que se van a echar unas risas a su costa y Tom no va a hacer nada para defenderse:

—¿Qué has desayunado hoy, Tomy, que tienes bigotes de chocolate? Ja ja ja…. Y ese jersey violeta tan bonito, ¿Te lo ha hecho mamá? Yo quiero uno igual, Tomy! Dile a mamá que calcete uno para mí. Ja ja ja……….

A Tom le había contado el día anterior mis planes para ese día e invitado a venir conmigo. Tom, que es un aventurero, se apuntó a la excursión con una gran sonrisa, porque aunque él era del pueblo y ya conocía el bosque de los Gnomos, me dijo que hacía mucho tiempo que no iba por allí y empezó a soñar que nos encontrábamos una cueva secreta con un gnomo dentro o un unicornio sentado al lado de un árbol.

—¡Sólo espero qué no se entere mamá! —había añadido.

Tom vive sólo con su mamá. No tiene papá porque se ahogó pescando truchas en el río del pueblo; Según me contó Tom, fue un día de tormenta que el río bajaba un poco crecido pero como a su papá le gustaba mucho pescar, cogió su caña y su gorra naranja y se marchó a pescar al puente que cruza el río. Tom no sabía lo que había pasado exactamente, pero su papá nunca volvió a aparecer por casa. Su mamá lloró un montón de días seguidos pero de repente, una mañana de verano despertó a Tom y le dijo:

—Ponte el bañador que nos vamos a dar un baño al río. Se acabó estar todo el día llorando.

Y desde entonces nunca más la vio llorar. Tom incluso me cuenta que se pone una cerilla en la boca cuando pica cebolla para no llorar. Es lo más raro que he oído en mi vida, pero por lo menos Tom en un chico muy feliz y sonríe mucho.

—¡Óscar! ¡Despierta que aún tienes que beber el chocolate y subir a vestirte! —exclamó mamá de repente.

¡Anda! Me había quedado ensimismado mirando el plato de las tostadas y pensando en mi amigo Tom, así que debía apurar porque si no saldría tarde de casa y mamá me obligaría a ir con la señora Hortensia. Rápidamente terminé la segunda tostada, me bebí de un solo trago mi taza de chocolate con leche, y corrí escaleras arriba a vestirme.

Hoy llevaría puesto el chándal del cole, ya que había gimnasia y era obligatorio ir con camiseta blanca y chándal azul. Mamá me lo había colocado en la butaca roja que hay al lado de la cama. El chándal era mucho más cómodo que un pantalón de esos de paño que a veces me hace poner mamá porque hace un poco de frío y al parecer, son los que más abrigan. Son muy ajustados y tienen una cremallera dificilísima de bajar. De hecho, un par de veces tuve que romperla por no conseguir bajarla y estar a punto de mearme encima, porque de verdad que prefería volver a clase con la cremallera rota que con el pantalón mojado; ¡Total! Debajo del mandilón no se veía… Lo único malo era cuando mamá se enteraba de que la cremallera estaba rota…

—¡Tu padre no gana para cremalleras, Óscar! No puedes esperar siempre al límite para ir al baño. Vete cuando te entren un poco de ganas de orinar o… ¡¡¡Volveré a ponerte pañales!!!!

Y es verdad que esperaba siempre al límite porque no me gustaba nada tener que hablar en público para pedirle permiso al profe para ir al baño. Nicolás, Eduardo y Jaime se reían siempre y decían alguna tontería, aún a riesgo de que el profe les castigase o llamase la atención, porque cuanto más me humillaban más poder ganaban ante mis compañeros y más jefes se hacían de la clase.

Cogí el chándal, me lo puse y me fui al baño a hacer pis y lavarme bien la cara. Después me miré en el espejo, y revisé que no me quedaran marcados unos bigotes marrones delatando el vaso de chocolate que me acababa de zampar. Me fijé en mi pelo negro y estaba bastante despeinado, así que cogí un peine amarillo que me había comprado mamá en la tienda del señor Paco, me hice la raya a un lado de la cabeza, aplasté con agua un mechón que me quedaba un poco levantado, y me fui en busca de mamá para decirle que ya estaba listo.

Mamá estaba en la habitación de Sandra terminando de vestirla. Le había puesto un chándal de color rosa con un jersey de cuello vuelto de color morado, y le estaba peinando una cola de caballo cuando sonó el timbre.

—¡Óscar! Baja a abrir a la señora Hortensia y dile que salimos en un minuto.

Hortensia es la mamá de Lúa, una compañera de Sandra, y la esposa del carnicero del pueblo, el señor López. Es una mujer bastante rolliza, de unos 50 años y siempre va vestida con falda y chaleco, ya sea verano o invierno. Creo que piensa que así disimula mejor los michelines que adornan su espalda, pero realmente, aún se le siguen notando unos cuantos bultos por su torso. Hace muy buenas migas con mamá y es quien se encarga de llevar siempre a Sandra al cole, y hasta hace poco tiempo también a mí. Incluso recuerdo una vez que mamá cogió un catarro que la tuvo en cama tres días con mucha fiebre: La señora Hortensia se instaló cinco días en nuestra casa con Lúa, para cuidar de todos nosotros y de mamá. Sí; era una buena persona y era la que estaba tras la puerta cuando la abrí.
—¡Buenos días Óscar! —exclamó con voz chillona—. ¿Puedo hablar con tu mamá?
—¡Claro! —contesté—. Pase a la sala que ahora mismo la llamo.
Y dicho esto me adentré en casa en busca de mamá. No tuve que ir muy lejos porque ella y Sandra ya se estaban bajando por la escalera.
—¡Mamá! La señora Hortensia está en la sala y quiere hablar contigo.
Mamá asintió con la cabeza y rápidamente se acercó a la sala.
—¡Buenos días! —exclamó mamá—. ¿Qué ocurre?
—Buenos días Sara. Resulta que tengo a Lúa enfermita. Tiene mucha fiebre; no deja de toser, y no puedo ausentarme de su lado ni un minuto más. De hecho, ahora voy a avisar al doctor que venga a casa a verla y vuelvo corriendo a su lado, no sea que se despierte y se ponga a llorar o a toser, y claro, no puedo llevar a los niños al cole. ¿Te arreglarás sin mí?
—¡Por Dios! Claro que puedo arreglarme sin ti —respondió mamá—. ¿Pero la has dejado sola?
—No no! Se ha quedado con el señor Ramiro.
El señor Ramiro es un viejecito de pelo y bigote blanco, que suele tocar la armónica en el porche de su casa cuando hace sol para celebrar que vive un día más, según dice él. Es muy buen vecino y como ya lleva unos años jubilado, hace de niñero cuando se lo pide cualquiera que lo necesite en el pueblo. Aunque claro, como es un poco mayor tampoco se puede abusar de su solidaridad. También es de los pocos que tienen televisor en el pueblo y algunas tardes de lluvia, nos deja acercarnos a su casa a ver una película de dibujos animados.
—¡Pues venga! ¡Corre a buscar al doctor! —ordenó mamá, agarrando a la señora Hortensia por los hombros y empujándola hacia la puerta—. Después me paso por tu casa a ver qué tal sigue Lúa.
Cuando nos quedamos solos, mamá colocó una mano en su barbilla y dirigió su mirada al suelo.
—¿Qué ocurre mamá? —pregunté yo.
—Que justo hoy, ha quedado el señor Paco en pasar por casa a primera hora de la mañana para comprarme unas cuantas cajas de tomates y si no estoy, pensará que me he olvidado de él y se los irá a comprar a otro vecino. No me dará una segunda oportunidad y me da pena ahora que por fin íbamos a empezar a hacer negocios.
—No te preocupes, mamá. ¡Yo llevaré a Sandra al cole! —respondí emocionado, ante la posibilidad de poder demostrarle que ya soy un niño mayor y se puede fiar de mí y dejarme hacer cosas que sólo hacen los niños mayores.
Además, al ver la cara de preocupación de mamá olvidé mis planes para ese día y cuando los recordé un minuto después, decidí que los reorganizaría sobre la marcha. Porque claro, ahora no sería tan sencillo ir de excursión con mi hermanita…
Dicho esto me puse mi cazadora tejana de color azul, mientras mamá le colocaba a Sandra una cazadora igual que la mía pero de color verde. Cogí las mochilas con bollos y galletas que cada día llevamos al cole para merendar en el recreo, y caminé en dirección a la puerta de casa.
Mamá se quedó pensativa, mirando al suelo con cara de interrogante.
—Ayyyy… No sé qué hacer… —dijo mientras me cogía por los brazos, y mirándome fijamente a los ojos me preguntó—¿Puedo fiarme de ti Óscar?
—¡Claro mamá! —exclamé— Si soy bastante mayorcito como para ir sólo al cole, también soy bastante mayorcito como para llevar conmigo a mi hermanita pequeña. ¡No te preocupes!
Mamá asintió con la cabeza y le colgó a Sandra su mochila en la espalda; después me recordó lo que me dice cada día añadiendo alguna orden nueva:
—Vete siempre por la acera; mira a los dos lados de la carretera antes de cruzar; no hables con desconocidos y aprende mucho en el cole que te estás labrando tu futuro. ¡Ah! —gritó de repente—. Dale la mano a Sandra y no la sueltes hasta que esté en su clase, ¿entendido?
—Claro que sí, mamá… —repetí de nuevo.
Agarré la mano de Sandra y nos dirigimos a la puerta.
—¡Óscar! —otra vez…—. Casi me olvido de decirte, que te he metido una cartera en la mochila con el dinero que cuestan tus libros. Dáselo a la profesora Teresa en cuanto llegues al cole, ¿vale?
—No te preocupes, mamá. Se lo daré en cuanto entre en clase.
Dicho esto salimos a la calle. Un viento bastante frío, típico del mes de Octubre, acarició mi cara. Me subí la cremallera de la cazadora, mamá hizo lo mismo con la de Sandra y comenzamos a subir el camino que nos espera cada día al salir de casa. Tras caminar unos veinte pasos giré la cabeza y vi como mamá ya se metía en el interior de casa. Aproveché el silencio de Sandra porque aún estaba medio dormida, para pensar como llevaría a cabo mi excursión por el caminito que se encontraba tras el estanco del pueblo. ¿Cómo le explicaría a Sandra que en lugar de coger el camino de grava que lleva a la escuela, cogeríamos el que va por detrás del estanco?
—¡Ya sé! —exclamé de repente olvidando que no estaba sólo.
—¿Ya sabes qué? —preguntó Sandra.
—Sandra; hoy nos ha dicho la señorita Teresa que se va a retrasar un poco —empecé a explicar— Así que podemos dar una rápida vueltecilla por el caminito que conduce al bosque y buscar flores para mamá, que seguro se pondrá muy contenta cuando las vea.
—¿Y dónde las guardamos hasta que volvamos a casa, eh, eh, eh? —preguntó la siempre preguntona de Sandra.
—Yo me encargo de esconderlas en mi clase: No te preocupes —exclamé rápidamente.
—¿Y si está la puerta de mi clase cerrada cuando lleguemos? ¿Cómo entro?
—Llamando a la puerta —respondí—, y diciéndole a tu profe que hoy te has quedado dormida y por eso te has retrasado un poco.
—Ahhhhh… ¡Vale! —contestó.
Lo bueno de que Sandra fuera tan pequeña es que era muy fácil de convencer… ¡Bueno! ¡Casi siempre! Pero está vez parece que estaba convencida de cogerle flores a mamá. Caminamos un poco más y vi a Tom esperando en la puerta de su casa. Me miró con cara de interrogante cuando vio a mi lado a Sandra, así que le aclaré:
—Se viene de excursión por el bosque de los Gnomos porque ni mamá ni la señora Hortensia pueden llevarla al cole, así que vendrá con nosotros a coger flores para mamá —dije guiñándole un ojo.
—¡Hola Tom! —exclamó Sandra con su vocecita angelical.
—Buenos días Sandra —respondió él con cara de no estar muy convencido de que llevar a mi hermanita de expedición fuese una buena idea—. Y Topo, ¿También va a venir con nosotros?
—¿Topo? ¿Dónde está Topo?
Al girarme un poco sobre mis talones lo vi quieto en la calle, con las orejas tiesas mirando para todos lados por si había algún peligro del que debía defendernos, y esperando a que reiniciáramos la excursión. Topo es nuestro perro. Es un cachorro de bóxer que nos regalaron el señor y la señora Ponte hace unos dos meses, cuando al enfermar ella decidieron mudarse con su hija a la ciudad, y creían que una ciudad no es buen sitio para los perros. Así que nos lo ofrecieron y papá lo aceptó encantado, diciéndoles que nos haría compañía. ¡Y vaya si nos la hace! Me acompaña cada mañana al cole, corriendo y saltando a mi lado. ¡Bueno! Viene al cole y a cualquier sitio que yo vaya, porque en cuanto abro la puerta de casa para salir de ella, Topo de repente aparece a mi lado y empieza a caminar o correr junto a mí. No sé como lo hace pero me oye desde su caseta, colocada en el patio que tenemos en la parte de atrás de casa.
Y claro, allí estaba como cada día Topo. La verdad es que con los cambios de última hora en mi planificada excursión, me había olvidado de nuestro perrito. Pero al fin y al cabo Topo no sabe hablar, por lo que no contará nada en casa y además también estará pendiente de que Sandra no se pierda por el bosque en nuestra pequeña excursión; así que incluso era mejor que estuviera con nosotros.
—¡También viene al bosque!— le dije a Tom y continuamos la marcha.
Enseguida apareció la tienda del señor Paco. Era la única tienda que había en el pueblo y vendía de todo: Comida, bebida, peines, libretas… Aún estaba cerrada, y es que no abría muy pronto ahora que había llegado el otoño y no quedaba ningún veraneante por el pueblo. Total, como decía él, si algún vecino tenía una urgencia le bastaba con aporrear el portal que está al lado del escaparate de la tienda y en un minuto estaba abajo el señor Paco preguntando: ¿qué puedo hacer por usted?
El señor Paco abriría en unos diez o veinte minutos, cuando las mamás empiezan a volver a sus casas tras dejar a sus hijos en el cole, y se detienen en la tienda a comprar pan, leche, o lo que necesite ese día su despensa. Hoy a lo mejor abriría un poco más tarde, después de visitar a mamá y empezar a hace negocios con ella… ¡A ver si mamá tiene suerte!
Delante de la tienda giramos como siempre a la derecha y pudimos comprobar cómo unos metros delante de nosotros apuraban el paso Nicolás y Eduardo. En el cruce Traber se detuvieron en seco y miraron hacia la derecha calle arriba esperando a que llegase Jaime, al que se unían siempre en ese punto.
Esta parada fue suficiente, para que Nicolás girase la cabeza hacia atrás y se diese cuenta que nos estábamos acercando a ellos.
—¡Vaya, vaya! —exclamó en cuanto nos vio— ¡Mira a quien tenemos aquí!
—¡Hombre! —gritó Eduardo— ¡Si son las niñeras Oscarina y Tomasina!
Y en cuanto dijo esto estalló en una sonora carcajada.
—Era lo que me faltaba —pensé yo—. ¿Cómo íbamos a dirigirnos al bosque sin que esos pesados nos vieran?
Pero no tuve que pensar mucho más, porque la respuesta me la dieron ellos.
—¡Corre Jaime! —gritó Nicolás al verlo bajar por la calle— ¡Date prisa y llegaremos antes que estas niñeras chaponas y ganaremos puntos con Teresa!
Nicolás había olvidado que hoy Teresa se retrasaría y en todo caso ganarían puntos con Manu, lo que no les serviría de mucho. Por supuesto yo no se lo recordé y en cuanto se unió Jaime al grupo, cruzaron la calle y empezaron a correr a tal velocidad que ni Topo los pillaría.
—Bueno… —susurré—: ¡Un problema menos!
Y retomamos todos juntos la caminata. Cruzamos la calle tras comprobar que no se acercaba ningún coche y empezábamos a ascender el camino de grava que lleva hasta la escuela, cuando nos cruzamos con el señor Ruiz ya delante del estanco.
—¡Buenos días chicos! —dijo esbozando una gran sonrisa y se le llenó la cara de grietas y cavidades, reflejo de que los 65 años que ya llevaba vividos, no habían sido demasiado condescendientes con él.
Mamá me había dicho infinidad de veces que no conocía persona a la que la vida hubiera tratado tan mal. Creo que se quedó huérfano a los 17 años y como no tenía más familia que sus padres, tuvo que trabajar duro en la granja familiar para tener algo que comer cada día. Pero cuando una sequía machacó al país diez años después y no tuvo con que alimentar el ganado, fue enterrando a los animales que morían de hambre y vendiendo a los que sobrevivían. Con el poco dinero que consiguió juntar emigró a un país vecino, Francia creo recordar, a trabajar como obrero de la construcción. Cuenta mamá que trabajó día y noche todos los días de la semana, hasta que se rompió un pie al caer de una escalera cambiando la bombilla de su habitación y entonces decidió volver a Cómit. Aquí montó un estanco y es el único sitio donde yo he visto al señor Ruiz, porque ni lo veo por la calle, ni en la Iglesia, ni en el bar del pueblo… ¡Ni lo he visto nunca en la tienda!
—¿Qué comerá? —pensé mientras me colocaba a su lado.
—¡Buenos días, señor Ruiz! —respondió Tom— ¿Cómo le va la vida?
—Ya ves, muchacho. Como siempre. Tengo un nuevo amigo: El señor Lapin.
Y diciendo esto, levantó con una mano un trapo que caía delicadamente encima de un bulto que agarraba con la otra mano, y pudimos observar una pequeña jaula de barrotes blancos que en su interior, daba cobijo a un diminuto conejo blanco.
—¡Vaya! —exclamé— ¡Qué bonito es! ¿De dónde lo ha sacado?
Pero no tuvo tiempo de responder, porque Topo había estirado su cuerpo y orejas y empezaba a gruñir dejando caer un hilillo de saliva por la boca, así que decidí que era el momento de continuar nuestra marcha.
—Opssss… ¡Debemos irnos! —sonreí mientras giraba con gran esfuerzo el cuerpo de Topo en dirección contraria al conejo—. Ya me lo contará otro día. ¡Vamos chicos!
Y empezamos a subir la cuesta que conducía a la escuela.
El señor Ruiz asintió y cubriendo de nuevo la jaula de Lapin, introdujo una llave en la puerta del estanco y accedió a su interior, mientras movía su cabeza de un lado a otro y profería una sonora carcajada.
Al comenzar a subir el camino de grava que lleva hacia el cole comprobamos que en ese momento no había muchos niños por allí. Tan sólo había un grupito de niñas mayores que nosotros y que no se fijarían mucho en lo que hacíamos, ya que estaban cambiándose cromos de la colección “Betty va a la moda”. Betty, la protagonista del álbum, es una muñeca delgaducha, de pelo negro y fea como ella sola, de la que cada estación del año salen cromos con una nueva colección de ropa y claro, todas las niñas de Cómit quieren tener todos los modelos. El señor Ruiz adora a Betty porque su estanco es el único sitio del pueblo donde se pueden comprar sus cromos, y mira que compran cromos esas niñas!
Y no estaban las niñas mirándonos cuando dimos rápidamente la vuelta y comenzamos a andar, más bien correr, sobre nuestros pasos hasta llegar de nuevo al estanco. Comprobamos que tampoco estaba mirando el señor Ruiz porque ya estaba atendiendo a dos clientes, y bordeamos el estanco, giramos a la derecha, y comenzamos a avanzar por el caminito de tierra que conduce al bosque.

Tras caminar a ritmo acelerado durante un buen rato, Topo se detuvo a beber agua en el riachuelo que zigzagueaba al lado del camino. Sandra también pidió agua, así que abrí su mochila y le pasé la cantimplora de agua que mamá siempre le coloca en ella. Yo también aproveché para sacar la mía y refrescarme labios y boca, que me habían quedado secos tras nuestra carrera matutina.
Tom hizo lo propio, y al tiempo que extraía agua de su mochila, sacó de ella un extraño muñeco de unos 30 cm. de longitud, de color gris azulado y con una larga melena naranja, cuyos pelos semejaban alambres; además, estos mismos pelos aparecían desperdigados por su cara, dotando al feo muñeco de una desaliñada barba y un puntiagudo bigote. El muñeco iba vestido con una extraña ropa estilo militar, y empuñaba en su mano derecha una espada plateada, y en la izquierda un escudo también plateado. Era bastante feo. Bueno, realmente tenía un aspecto diabólico.
—Me he traído al guerrero Congo a la excursión. Si nos encontramos algún monstruo, ¡Él nos defenderá! —explicó Tom, orgulloso de su pequeño guerrero.
—¿De dónde has sacado eso? —le pregunté.
—Me lo regaló el señor Ruiz un día que le ayudé a limpiar el estanco. Me dijo que era tan malo como feo, así que me protegería siempre, porque la gente y los monstruos escaparían de él si se lo enseño.
—Ahhh… Pues nos cuidará en nuestra excursión —fue todo lo que se me ocurrió decir.
Después de haber refrescado todos nuestras gargantas, continuamos la travesía y nos adentramos en el bosque. Parecía bastante extenso y estaba poblado por altos y esbeltos pinos y abetos, que se acariciaban en sus copas impidiendo el paso de la luz solar. Bueno, realmente ese día no hacía mucho sol y el bosque se presentaba bastante oscuro. Sandra se detuvo varias veces a coger pequeñas florecillas, que encontraba en la base del tronco de los altos árboles que nos acompañaban por el camino. Unos metros después de habernos adentrado en el bosque, nos encontramos un pequeño campo lleno de musgos y helechos; también había por allí unas extrañas y grandes flores amarillas, que hicieron las delicias de mi hermana, que arrojó las que había ido recogiendo hasta entonces y se dirigió rápidamente hacia ellas gritando:
—¡Qué bonitas para mamá! ¡Qué alegría le voy a dar!
Y empezó a coger todas las flores que de un tirón, le permitían coger sus pequeñas manitas.
—¡Óscar! —gritó al cabo de un rato— ¿Dónde voy a guardarlas?
—En tu mochila. Envuélvelas en una hoja de la libreta y ya verás que bien se conservan.
—¡Ah! ¡Vale! —contestó, y acto seguido se descolgó la mochila de la espalda, extrajo su pequeña libreta del cole, y arrancó tantos folios como flores tenía en ese momento. Bueno, aproximadamente, porque Sandra aún era pequeña y no sabía contar muy bien.
En ese clarito del bosque, había también un grupo de rocas clavadas en el suelo a modo de butacas, sobre las que nos sentamos a descansar un poco Tom y yo, mientras Sandra sentada en el suelo, envolvía flores para mamá. Allí descansando en silencio, escuchamos el piar de los pájaros y supusimos que había muchos entre los árboles, porque a veces era tan elevado el ruido que salía de sus picos, que casi no nos oíamos al hablar.
—Oye Óscar, ¿tú crees de verdad que vamos a encontrar algo emocionante por este bosque? No sé porque le llaman el Bosque de los Gnomos, porque yo no he visto ni tan siquiera una seta donde pudieran cobijarse esos pequeños hombrecitos.
—Los Gnomos de este bosque no viven en setas, Tom —le aclaré yo—. Viven dentro de los árboles.
—¿De verdad? —preguntó Tom mirando hacia la copa de un árbol a ver si veía alguno.
—De verdad —respondí, y empecé a narrar una historia mitad cierta, mitad inventada, pero lo suficientemente creíble, como para que Tom siguiera interesado en investigar el bosque conmigo —. Me contó en alguna ocasión el señor Paco, que hace muchos años este bosque estaba habitado por familias de gnomos. En total habría unos 25 personajillos diminutos, e iban siempre vestidos de color rojo, verde y blanco. Todas las noches, se reunían en la base del tronco de algún árbol, para comer moras y bellotas. Después de cenar bailaban todos juntos, mientras alguno de ellos hacía algo parecido a música con dos palos y una piedra. Al terminar la fiesta, se recogían todos a sus casas: Unas setas que los protegían de la lluvia, el frío, y alguna alimaña. Creo que se llamaban Boletus.
—¡Anda! —exclamó Tom—. ¿Y qué pasó? ¿Por qué no hemos visto ningún enanito aún? ¿Dónde se han metido?
—Pasó que un día hace ya muchos años, llegó al bosque una excursión de turistas, y entre esos turistas iba el señor Edulis, un hombre muy aficionado a las setas. Al parecer las de este bosque eran riquísimas, así que se llevó un montón de ellas e invitó a mucha gente a probarlas. Y claro, enseguida se extendió la noticia de que aquí nacían unas setas muy ricas, así que todos los otoños se acercaba mucha gente a recogerlas y arrancarlas, hasta que las setas dejaron de nacer y más tarde desaparecieron.
Descansé un momento a fin de coger aire, y continué la narración que tan bien me estaba saliendo:
—Entonces, los gnomos enanitos al perder sus viviendas, tuvieron que buscar otro sitio donde esconderse de los animales que se los zamparían, y empezaron a vivir en los troncos huecos de los árboles. Allí duermen y descansan, y por la noche, hacen fiestas en las ramas y en algún nido abandonado de pájaros, que haya quedado por allí colocado.
Tom volvió a mirar hacia arriba, con la intención de divisar a alguno.
—No te esfuerces —le dije—. Ahora están durmiendo. Sus fiestas son nocturnas.
A pesar de mi comentario, Tom se incorporó rápidamente de la piedra en la que estaba sentado, y se acercó a un árbol para pegar la oreja al tronco, e intentar oír a un gnomo decir algo.
—No los oirás nunca. Hablan muy, muy bajito, y con un idioma tan extraño, que nadie ha sido capaz nunca de descifrarlo —continué inventando.
—¡Anda vamos! —exclamó Tom emocionado—. Sigamos rápido que a lo mejor nos encontramos con algún gnomo trabajador que haya salido a buscar comida, o alguno que no pueda dormir y fuera a buscar agua.
Y comenzó a caminar con los ojos abiertos como platos, asiendo a Congo fuertemente con una de sus manos, y agarrando con la otra el asa de la mochila que llevaba colgada en la espalda. Caminó unos pasos, y se volteó en busca de ayuda:
—Pero… ¿hacia dónde vamos ahora? —preguntó al tiempo que señalaba hacia delante, donde el bosque era atravesado por un camino bastante ancho de tierra, que hacía que quedase dividido en dos nuevos bosques.
Yo levanté mis hombros dándole a entender que no tenía preferencia por ninguno, y ordené a Sandra que viniese ya, porque continuábamos la excursión. Sandra terminó de guardar las flores de mamá y se acercó a nosotros, cuando de repente, Topo se irguió, estiró su cola y sus orejas, escarbó un poco de tierra con una pezuña, y comenzó a correr hacia el camino de la derecha.
—¡Vamos! —les dije a mis compañeros—. ¡Topo ya ha decidido por dónde debemos continuar!
Y echamos a correr los tres detrás de él.
—¡Topo! —grité—. ¡Espéranos!
El perro frenó en seco y esperó a que llegásemos a su lado.
—¿Qué ocurre Topo? —le pregunté mientras acariciaba su lomo, esperando que algún movimiento de su cabeza me indicara porqué había escogido ese camino—. ¿Has visto algo extraño por aquí?
—¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Guau guau!!!!! —fue todo lo que obtuve por respuesta. Con la cabeza, parecía indicarme que mirase hacia delante, y eso fue lo que hice.
Pero no vi nada que llamase mi atención. Tan sólo llamó mi atención el suelo. Estaba salpicado de bellotas, algunas aún verdes y otras ya roídas por algún pequeño habitante del bosque; y de hojas secas, que empezaban a teñirlo todo de un color marrón similar al de una tarta de chocolate con leche.
—¡Vaya! ¡Parece que hemos cambiado de tipo de bosque! —comenté, al dejar atrás pinos y abetos, y caminar ahora acompañados por grandes e imponentes robles y castaños.
De repente nos detuvimos todos, al oír una especie de ronquido de algún animal. Sandra agarró mi mano con fuerza, mientras yo suplicaba en voz baja, que por favor, no apareciese un oso detrás de algún roble de los muchos que teníamos delante. Sabía que por allí no había osos ni animales salvajes, ya que una noticia así sería contada por todo el pueblo y yo me enteraría, pero el ruido que habíamos oído no se correspondía con ningún animal que, al menos yo, conociese.
También se había incomodado Topo, que apretaba con fuerza sus dientes enseñando unos puntiagudos colmillos semejantes a unos cuchillos recién afilados, preparados para cortar lo que se cruce en su camino; encogió sus patas delanteras para coger carrerilla y salió disparado, a tal velocidad, que sólo conseguí ver sus patas traseras cuando le grité:
—¡Vuelve Topo!
Y le perdimos de vista tras unas rocas cubiertas de musgo, colocadas unos metros más adelante.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tom.
—Seguirlo, ¿Qué vamos a hacer si no? —dije yo.
—¿Y si hay un oso por ahí? ¿Qué hacemos? —volvió a preguntar Tom.
—No seas tonto, Tom. ¿Has oído a alguien en el pueblo hablar de que viva un oso en el bosque?
—No…
—Pues sigamos entonces.
Nos acercábamos hacia el mismo lugar en el que Topo había desaparecido, cuando de repente, se abalanzó sobre nosotros un pequeño y extraño animal. Tenía el cuerpo de un cerdo, o un jabalí, pero bastante más pequeño que cualquiera de ellos, y era de un extraño color gris mezclado con violeta; su cara, mitad humana mitad animal, era bastante singular y rara:
De forma alargada, en la parte de abajo se estrechaba formando una especie de hocico, donde convivían el mentón y la boca. Llevaba sus gruesos labios entreabiertos, y pudimos ver que tras ellos asomaban dos hileras de dientes amarillos muy afilados. Y un poco por encima, tenía dos considerables agujeros que supuse serían la nariz. Los ojos parecían similares a los nuestros, tal vez un poco más pequeños, y en su cuello llevaba colocado un collar dorado.
Sandra y yo lo esquivamos, pero Tom reaccionó tarde y no pudo evitar caer al suelo bajo el cuerpo de aquel extraño animal. Asustado empezó a incorporase, mientras el cerdo, o lo que quiera que fuese aquel bicho, ya había saltado, casi volado unos metros por encima de él, y desaparecía por el interior del bosque de pinos que habíamos dejado atrás.
—¡¡¡Ay Señor!!! ¿Qué era eso, Óscar? —murmuró Tom con voz temblorosa, mientras se ponía en pie y se sacudía de sus pantalones las manchas de tierra que le había ocasionado la caída al suelo.
—No tengo ni idea. Será un cerdo que vive en el bosque. O una clase nueva de jabalí que se está criando por aquí. Guarda a Congo en tu mochila, anda —le dije mientras lo recogía del suelo y se lo entregaba.
—¿Y dónde está Topo? —preguntó Sandra.
Giré la cabeza en todas las direcciones pero no había ni rastro de Topo.
—Pues sí que la hemos hecho buena… —pensé yo mientras volvía a sacar agua de mi mochila para beber. ¿Cómo iba a explicar en casa que habíamos perdido a Topo en bosque de los Gnomos? “¿Qué hacías tú en el bosque de los Gnomos, con Topo y con Sandra, en lugar de estar en el cole?”, me preguntarían mamá y papá.
—No sé donde está Topo pero tenemos que movernos de aquí, no sea que vuelva el bicho ese y le dé por mordernos —dijo Tom con voz temblorosa, tal vez de miedo, tal vez del susto que le metió el animal al tirarlo al suelo—. Volvamos a la escuela.
—¿Y Topo? —preguntó de nuevo Sandra, con un hilito de voz del que se adivinaba que no tardaría ni un minuto en empezar a llorar.
—Sigamos su rastro —ordené yo, confiando en que Tom se apuntara conmigo a la búsqueda de Topo.
—¿Y volver a encontrarnos con el bicho? ¡¡¡Ni de broma!!! —fue lo que respondió Tom a mi orden.
—¡Pero si el bicho se ha ido en dirección contraria a la que siguió Topo! —expliqué yo—. Además, no creo que fuera tan peligroso porque te tuvo a su alcance y no te hizo ni un rasguño. Y llevaba un collar puesto, así que no era una animal salvaje; seguro que tiene un dueño. Y yo creo que él nos tenía más miedo a nosotros, que nosotros a él. Era una especie de cerdo jabalí, y esos animales según tengo entendido, no son peligrosos.
—A mí no me parecía tan malo el cerdolín —exclamó Sandra.
Al oír el nombre con el que Sandra acababa de bautizar al animal, nos miramos Tom y yo y se nos escapó una buena carcajada. En ese momento, pasó corriendo entre nosotros una pequeña ardilla, que un poco después se detuvo a recoger un par de bellotas, y acto seguido, trepó a un árbol a degustar su nuevo desayuno, supuse. Con esta agradable visión, nos relajamos todos un poco y Tom comentó algo más tranquilo:
—Vale. Continuaremos un rato; pero rápidamente debemos regresar al cole o cuando nos echen en falta se montará tal jaleo que saldrán todos a buscarnos, y era lo que me faltaba, que mamá se enterara de que me he saltado una clase.
—¡No te preocupes! —respondí—. En cuanto Topo nos oiga llamarlo parará en seco, se acercará hasta donde estemos, y entonces regresaremos.
Dicho esto, agarré la mano de Sandra y reiniciamos la marcha en dirección a las rocas tras las que había desaparecido Topo. Al llegar a ellas las bordeamos, y continuamos descendiendo por un pequeño sendero mientras gritábamos “Topo” “Topo”, pero todo lo que nos llegó por respuesta para nuestro asombro, fue un tenue gemido. Nos paramos los tres en seco y oímos con más claridad una especie de llanto. Sí. Estaba muy claro que allí cerca había alguien llorando.
—Es Topo llorando… —balbuceó Sandra.
—¡No seas tonta! —contesté—. ¿Cuándo has oído tú llorar a Topo?
Y era cierto lo que le decía; yo nunca había visto llorar a Topo. A lo sumo, todo lo que hace Topo cuando le riñe mamá por ladrarle a una gallina y arrinconarla en su jaula, o por morder una sábana que ha puesto a secar sobre una silla en el huerto, es bajar la cabeza, soltar algo parecido a ¡Io, Io!….y acostarse en el suelo con la cabeza colocada entre las patas.
—¿Entonces quién es? —preguntó Sandra con voz más clara.
—Pues no sé. ¡Vamos a verlo! —respondí yo con valentía, y continuamos bajando por el sendero en dirección a los lamentos que oíamos, y que sentíamos cada vez más cercanos.
Dimos unos pasos más y los tres nos detuvimos en seco ante lo que estábamos viendo:
El sendero desembocaba en una gran superficie circular, con varios árboles y rocas por allí dispersos. Entre dos de esas rocas, había una especie de burbuja transparente de plástico, y tras ella, otra burbuja más grande. En el interior de la burbuja más pequeña, y sentado sobre una roca, había un pequeño hombrecillo. Su pelo era largo y rizado, y tenía además una espesa barba blanca, a juego con su melena. Era más bien regordete y llevaba un gorro verde, combinando con el cinturón que rodeaba su chaqueta roja. Sus pantalones eran largos y de un blanco brillante como la nieve, bajo los que se adivinaban unos zapatos puntiagudos y de un color marrón, semejantes a un corcho. Supuse que tendría los mismos años que el señor Ruiz o alguno más, y si no fuera porque aún no es Navidad, aseguraría estar viendo a Papa Noel.
Al vernos, se levantó rápidamente y pudimos ver que estaba sentado sobre gran seta de color rojo con puntitos blancos.
—¡Qué extraño! —exclamé yo—. ¡Si por aquí ya no hay setas y menos de ese tamaño!
Cuando el hombrecillo estuvo de pie, comprobamos que era bastante pequeño. Calculé que mediría menos de un metro. El enanito nos miraba con ojos de interrogante, pero me pareció verle esbozar una pequeña sonrisa, mientras se secaba las lágrimas que resbalaban por sus gordos mofletes. Levantó la mano para saludarnos. Acto seguido se rascó la cabeza y se agachó mirando para todos lados como si buscase algo. Su forma de caminar, más bien de saltar, era tan armonizada que en ocasiones parecía volar a ras del suelo. Finalmente exclamó un tímido “voilà”, tras lo cual se agachó, y sacó de detrás de un pequeño tronco de madera una especie de libreta, cuya portada semejaba a una hoja de castaño pero de mayor tamaño, e iba firmemente cosida con hierba verde a otra hoja, que formaba la contraportada de la libreta. Después, comenzó a caminar hacia nosotros.
—¡Pero cómo habéis tardado tanto en venir, jovencitos! —dijo el gracioso hombrecillo mientras se no acercaba.
Al llegar al límite de la burbuja que lo rodeaba, se detuvo.
Los tres lo mirábamos con la boca y los ojos abiertos de par en par; Tom y yo incluso retrocedimos un poco, ante la posibilidad de que nos atacase con la libreta que llevaba en la mano, y que ahora se adivinaba bastante voluminosa.
—Ohhhh… ¡No os asustéis! ¡No voy a haceros nada…! ¡Anda! Si es que soy un maleducado y no me he presentado: ¡Me llamo Pékuat! —dijo con voz sonora y grave, y al oírlo hablar, calculé que si bien no aparentaba muy viejo, si parecía la voz de alguien bastante mayor que nosotros.
—¡Hola! —chilló Sandra emocionada.
En ese momento me di cuenta de que probablemente Sandra lo estuviese confundiendo con Papá Noel, y por temor a que saltase a su lado para tocarlo, di un paso adelante, la agarré por una mano, y con el objetivo de desviar esa idea de su cabeza, me involucré en la conversación presentándome:
—Yo soy Óscar, el hermano de Sandra —dije señalándola con la cabeza.
—Y yo me llamo Tom —dijo mi amigo, levantando y juntando los brazos delante de su pecho, en posición de defensa.
—¡Encantado de conoceros a todos! —exclamó el hombrecito con una sonrisa tan grande, que pareció como si las comisuras de los labios tocasen sus orejas—. Oye —continuó hablando y ahora frunciendo un poco el ceño—, ¿Habéis visto pasar por aquí a Trips?
—¿Quién es Trips? —le pregunté.
—Mi mascota —contestó Pékuat.
—Pero, ¿qué clase de mascota? —pregunté yo de nuevo, temiendo que su respuesta fuera un dragón o algo parecido.
—¡Trips! ¡Mi mascota! Un animal pequeñín de color malva, bueno y gris, que lleva un collar dorado en el cuello con su nombre. ¡Un gaspi!
—¡Cerdolín! —gritó Sandra, y al momento recordé el extraño animal con el que nos habíamos cruzado, y que había hecho que Tom se cayese al suelo.
Pékuat miró con cara de interrogante y continuó hablando.
—Se me ha escapado de casa cuando fui a buscar mi gorro y creo que salió por aquí, ya que se dejó abierta la puerta que llega hasta aquí. Estamos en la Hispania, ¿verdad?
En ese momento recordé ver en algún libro de historia que así denominaban antiguamente los romanos a España, y cada vez más interesado en saber quién era el personajillo con el que estábamos hablando, comenté:
—Sí, hemos visto pasar por aquí a tu mascota. Pero… ¿tú quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces aquí?
—Soy Pékuat, y he llegado hasta aquí buscando a Trips… —contestó suavemente.
—Pero… ¿Qué es eso en dónde estás metido? —preguntó Tom, que por fin se había atrevido a hablar.
—Es mi Buryuá —respondió, y ante nuestra cara de interrogante continuó explicando—. Es una gota de cola mágica, que podemos inflar cuando queramos, y desplazarnos en el espacio y tiempo durante tres horas.
—¿Cola mágica? —preguntamos los tres al unísono.
—¡Sí! —respondió—. La tenemos unos cuantos en mi pueblo. Nos la hemos ganado al vencer a algún soldado del séquito de Colungo. Cuando ganas esa cola, puedes moverte por donde quieras y descubrir nuevos mundos. Bueno, hasta dónde las puertas del Buryuá te lleven, claro, porque según tu edad y tú experiencia en la vida, llegarás más o menos lejos.
—¿Buryuá? —repetí aquel extraño nombre.
—¡Eso he dicho! ¡Buryuá! Para montarlo, basta con que dejes caer una gota de cola en un plato, y la infles un poco soplando con una caña de madera. Le dejas enganchada la caña y termina sóla de inflarse, hasta que se hace una burbuja bastante grande, y ya tienes abiertas las puertas de todo durante un rato. Decidí ir a dar una vuelta por algún lugar del mundo y de la historia, así que inflé una gota y me fui a buscar mi gorro antes de mi viaje, momento que debió de aprovechar Trips para escapar por una puerta.
—¿Abiertas las puertas de todo? —preguntó Tom.
—Del espacio y del tiempo. Ahora estoy en la Hispania, pero, ¿en qué año estamos?
—Ayer oí decir a mamá, que sólo quedan tres meses para entrar en el año 1.980 y cambiar de década, así que supongo que estamos en el 1.979. —respondí, mientras analizaba la frase de mamá e intentaba entender que significa cambiar de década.
—¿El 1.979? —preguntó un poco exaltado Pékuat.
—Sí. El 1.979 —asentí yo.
—¡Cáspita! —exclamó— Nunca había llegado tan lejos. Se ve que me estoy haciendo mayor y tengo más libertad para moverme… —afirmó mientras se rascaba la cabeza mirando hacia el suelo— ¿Seré ya tan mayor cómo para llegar hasta el año 1.979?
—¿Nunca habías llegado tan lejos…? ¿De dónde? —pregunté yo intentando descubrir por fin quien era Pékuat y de donde venía.
—¡De la Galia! —respondió— ¡De donde va a ser!
—¿La Galia? —repetimos todos al unísono.
—Ayyyyy…. ¿Por aquí sois un poco preguntones, no? —y antes de que pudiésemos contestarle, continuó hablando— Si. La Galia. Bueno a lo mejor vosotros la conocéis por otro nombre. Esperad un momento.
Y dicho esto abrió la libreta que había cogido antes. Vimos que su interior estaba formado por muchas hojas blancas y brillantes, y que casi todas las hojas estaban escritas.
—¡Aquí está! —exclamó un poco acalorado— En el año 1.979, la parte de La Galia donde yo vivo se conoce como Francia. ¿Os suena Francia?
—¡Claro! —contesté emocionado al reconocer el nombre— El señor Ruiz le contó a mamá que estuvo viviendo en Francia una temporada. ¿Está cerca de aquí, verdad?
—Si… Eh…. Bueno, supongo que sí…. —dijo con cara pensativa— Pues allí es donde tengo yo mi casa. Yo vivo en un pueblo que se llama Lutecia.
—¡Cómo mi gato! —exclamó Tom.
—¿Gato? ¿Qué es un gato? —preguntó Pékuat, mientras colocaba los puños delante de su pecho en posición defensiva.
—¿No sabes que es un gato? —preguntó con cara de asombro Tom.
—¿Tienes un gato? —le pregunté yo esta vez a Tom.
—Tenía un gato que se llamaba Lutecio, pero se perdió un día que mamá decidió llevarlo al basurero del pueblo a pasear.
—Ahhhh… —contesté un poco pasmado, porque nunca había oído a Tom hablar de su gato.
—¿Alguien me va a decir que es un gato? —grito Pékuat.
—Un gato es un animal de ojos grandes, largas uñas y que tiene aproximadamente este tamaño —expliqué yo mientras juntaba mis manos y dejaba abierta entre ambas un espacio de unos 20 centímetros.
—Ah, sí, un chat.
—¿Qué es un chat? —pregunté, continuando una conversación que más bien parecía un interrogatorio.
—Vuestro gato en mi pueblo se llama chat.
—Ahhhh… —fue todo lo que se me ocurrió decir de nuevo.
—¿Y Topo dónde está? —preguntó Sandra interrumpiendo nuestra conversación, y recordándonos que si habíamos llegado hasta ahí era por perseguir a nuestro perro.
—¡Topo! Lo había olvidado —exclamé yo en ese momento—. ¿Has visto pasar por aquí a nuestro perro? —pregunté a Pékuat, con la esperanza de que no nos contestase que se lo acababa de zampar.
—¿Y que es un perro? —fue todo lo que obtuve por respuesta.
—Un perro es un animal parecido al gato pero un poco más grande… ¿Tampoco conoces a los perros?
—¡Ah! Si; ya sé. A esos sí que los he conocido en otro viaje en el Buryuá. En mi pueblo no hay perros… ¡Claro! —gritó de repente— ¡Ahora me explico por qué Trips pudo salir del Buryuá!
—Pues explícanos porque nosotros no entendemos nada —le supliqué.
—¿Recordáis que os dije antes que el Buryuá os abre las puertas del espacio y tiempo durante tres horas? Pues no dije la verdad completa.
—¡Ya lo sabía yo! —acertó a decir Tom—. ¡Nos estás tomando el pelo!
—La verdad completa —prosiguió Pékuat, ignorando el comentario de mi amigo—, es que sólo puedo cambiar de espacio, si otro individuo se intercambia conmigo unos instantes después de que yo haya salido del Buryuá. Por eso os reproché que no llegarais antes. A saber por dónde anda en estos momentos mi pequeño Trips…. Además, ahora entiendo que vuestra mascota tuvo que entrar aquí al tiempo que Trips salía, porqué de otro modo, no podrían haber atravesado la burbuja y escaparse ninguno de los dos. Así que vuestro perro andará llamando la atención por mi pueblo.
Tom y yo nos miramos con cara de desconfianza y duda. Era lo más raro que había oído nunca y supongo que Tom estaría pensando lo mismo.
—¿Y por qué llamará la atención? —le pregunté.
—¿No me has oído, muchachito? Porque será el único que pasee por allí.
—¿De verdad qué en tu pueblo no hay perros? ¿Y qué animales hay allí?
—No hay, no. En mi pueblo hay gaspis, chats, cabras, cerdos… ¡Ah! y los soldados de Colungo —exclamó Pékuat con una enorme carcajada—. Ya los conoceréis. Bueno, ¿se decide alguno a entrar ya?
—¿Entrar dónde? —continué preguntando yo.
—En el Buryuá…. ¿Pero no me habéis atendido mientras hablaba? Es la única forma que tendremos de recuperar a nuestras mascotas: Si no entra alguien, yo no puedo salir de aquí.
—¿Y qué nos pasará si entramos ahí? —pregunté, temiendo la respuesta que me iba a dar.
—Pues que iréis a mi pueblo en mi época, a buscar a vuestra mascota.
Miré a Tom antes de seguir hablando.
—Mira, yo no sé lo que pretendes con esa historia tan rara que nos cuentas pero no me apetece mucho entrar en ese globo… ¿Y si no respiramos ahí dentro? ¿Eh? ¿Qué pasa si no podemos respirar?
—¿Pero qué historia es esa de no poder respirar? ¿Por qué no ibas a poder respirar aquí? ¿Te taparás la nariz o que pasará? En Lutecia, hay días que hay una niebla muy espesa y casi no se ve, pero se respira sin problema. Además, en este libro están todas las instrucciones que necesitareis para moveros por allí. Es una guía completa, que podréis consultar cuando tengáis dudas sobre algo. La guía y mis camaradas os protegerán… —Pékuat hizo un descanso para coger aire y rascarse la cabeza antes de continuar—. También se comenta que hay un tesoro enterrado en el río que cruza mi pueblo, y que la guía explica dónde encontrarlo. De paso que buscáis a vuestra mascota, podéis buscar el tesoro y haceros ricos. ¡Hala venga! ¡Adentro!
Al decir esto, Pékuat encorvó los ojos mirando hacia el cielo. Me fijé en su cara, y supuse que esto último era una historia que estaba inventando, para convencernos de que entrásemos en aquella especie de globo de chicle, pero…. ¿Y si realmente había un tesoro en su pueblo? ¡Qué contenta se pondría mamá si le llevamos un tesoro hoy a casa! Yo la he visto en más de una ocasión, mirar al cielo y susurrar “que encuentre hoy una bolsa de monedas de oro por la calle, por favor”; no sé a quién se lo pide, pero se lo he visto hacer en multitud de ocasiones. Y por el momento, no la ha encontrado.
—¿Un tesoro? —gritó Tom.
—Un tesoro de incalculable valor que se encuentra perdido en la ribera del rio Sequana. Los Parisii, unos hombres que pasaron por allí, tenían como afición acuñar monedas de oro y enterrarlas en los campos. Pero después, cuando el río creció y lo inundó todo también se llevó con él estos tesoros, así que andan por ahí escondidos. En la guía conseguiréis datos útiles para su localización.
—¿Acu qué? —preguntó de nuevo Tom.
—Acuñar monedas. Más o menos “dibujar caras en ellas”.
—¿Y por qué no lo has buscado tú? —indagué yo, dudando de la existencia del tesoro.
—Está prohibido para nosotros los gnomos. Sólo pueden adueñarse del tesoro los humanos.
Tras decir esto, respiró profundamente mirando al cielo y continuó hablando:
—Además debéis saber, que por cada hora que yo pase aquí os corresponderá un día completo allí. Es decir, veinticuatro horas. Así que pasaréis tres días en mi villa. Es otro de los logros que hemos conseguido enfrentándonos a Colungo. Qué el tiempo corra más despacio en el mundo al que llegue el gnomo, que es el mismo que abandona el humano, claro. Es lo más justo porque vivimos más años, así que no tenéis nada que perder. Bueno, ¿Entrará alguien ahora?
—¡Espera un momento! —respondió Tom—. ¿En tu pueblo hay más de un enano viviendo?
—¡No soy un enano, muchachito! —exclamó un poco enfadado Pékuat—. ¡Yo soy un gnomo!
—Pero, ¿hay muchos gnomos viviendo allí? ¿Y gente como nosotros? ¿También hay? —pregunté yo esta vez.
—¡Claro! —me contestó Pékuat—. Vivimos todos juntos y nos llevamos muy bien.
—¿Y por qué no buscan el tesoro los humanos?
—Claro que lo han buscado, pero nadie ha sido capaz de encontrarlo; nadie ha descifrado las pistas que da la guía para su localización.
—Qué cosas más raras cuentas… —dije yo un poco desolado, al no llegar a comprender la situación en la que nos veríamos involucrados si entrábamos en aquel globo.
—¿Raro? ¿Qué es tan raro?
—¡Todo! ¡Aquí no hay enanos ni tesoros escondidos! —respondió Tom.
—¡¡¡Qué no soy un enano!!! —gritó una vez más Pékuat
—Perdón —susurró Tom bajando la cabeza—. Quería decir que aquí no hay gnomos.
—Sí que hay gnomos, sí. En todos los sitios, hay gnomos.
—¿En todos los sitios? ¡No no! Aquí no hay gnomos, y los únicos gnomos que he visto yo por el mundo son los de los cuentos —le dije.
—¡He dicho que sí! —exclamó Pékuat poniendo cara de gruñón—. Los gnomos estamos en todos lados, pero no nos dejamos ver fácilmente. A no ser que un gnomo te necesite para algo, nunca sabrás de su existencia. ¿Me has entendido?
—Sí, sí… —respondí bajando un poco la cabeza, pero no muy convencido con lo que acababa de oír.
—¿Y qué vamos a comer ahí dentro? —dijo Sandra de repente, interrumpiendo nuestra discusión sobre los gnomos.
—En mi casa tengo alimentos; Debéis entrar ya. Escuchadme:
En cuanto entréis aquí, atravesad la puerta roja que está colocada detrás de mí, y llegaréis a otro Buryuá más grande. Ahí veréis que hay muchas puertas. Coged la azul, que es la que me trajo hasta aquí y llegaréis a mi casa. Allí tengo ropa para todos; revolved en los baúles y armarios, y la encontraréis. No es que estéis feos así vestidos, pero llamaríais mucho la atención por el pueblo, así que debéis de cambiaros. También hay comida para todos, no os preocupéis. ¡Y lo más importante! Leed detalladamente la guía antes de salir de casa, para no llamar demasiado la atención a los soldados de Colungo, u os apresarán y yo no podré regresar si vosotros no estáis aquí para el intercambio. ¡Ah! ¡Casi me olvido! Según entréis, coged la guía y este bote con la flor del tiempo —y nos mostró un pequeño bote de cristal con una flor lila de tres pétalos—. Cuando a la flor le caiga el último pétalo, significa que ese es el último día lejos de vuestro pueblo; así que antes de que anochezca, deberéis atravesar de nuevo la puerta azul para volver a aparecer aquí. ¿Entendido?
—Entendido. Más o menos… —dije mirando a Tom y a Sandra, esperando que alguno diese alguna razón para aceptar la propuesta de Pékuat o para salir de allí corriendo.
—¡Ah! ¡Casi se me olvida! Yo vivo en Lutecia en el año 510. ¡Venga! ¡Entrad!
—¿¿¿510??? —le interrumpimos Tom y yo al tiempo
—Sí. 510.
—Querrás decir 1.910 que se parece mucho a 510… —dije, en un intento desesperado de hacer llegar algo con sentido a mis oídos y que el enanín tan sólo hubiera errado en algún año.
—¡He dicho 510! —gritó Pékuat— ¿Recordáis que viajo en el espacio y tiempo, porque me he ganado un bote de cola?
Yo asentí con la cabeza y con la boca abierta, porque realmente me costaba mucho creer lo que me estaba contando.
—Como os decía —continuó hablando Pékuat—, vivo en Lutecia, un pueblo muy bonito con un rio por el medio.
—Lutecia…. —repetí yo
—Seguro que no te suena porque a alguno de los muchos camorristas provocadores que pasan por allí, le ha dado por llamarle París, en honor a sus colegas de guerra, los Parisii; pero en mi barrio seguimos llamándole Lutecia y será para siempre mi amada Lutecia.
—¿Los Parisii? ¿Los del tesoro? —preguntó Tom.
—Los mismos —afirmó Pékuat.
—Si. Me suena Paris… —asentí yo, y continué interrogando a Pékuat con la esperanza de pillarlo en una mentira y conocer así la verdad de todo— ¿Y cómo es la vida en el 510? ¿Y por qué no pareces un viejecito o un esqueleto si eres del año 510?
—Ay… ¡Ya estamos con las preguntas! ¿Recordáis que el Buryuá os traslada de un lado a otro en un momento? No sé si parezco un viejecito, pero no parezco un esqueleto porque no soy un esqueleto, y el Buryuá te traslada de un lado a otro tal y como eres, ¿entendido?
Los dos asentimos con la cabeza y estábamos tan ensimismados mirando a Pékuat, que nos asustó Sandra cuando preguntó:
—¿Vamos a por Topo?
—Ahora mismo venís a buscarlo ¿eh? —ordenó Pékuat ya un poco enfadado, quizás por tener que responder a tanta pregunta—, que a estas alturas no sé dónde encontraré a Trips. Así que preparaos para entrar. ¡Venga! ¿Quién va a venir?
—¿Cómo que quién va a venir?
—Sólo puede entrar uno de vosotros.
—¿Sólo uno de nosotros? —respondí yo negando con la cabeza— Aquí somos un grupo: “Los Guerreros de Cómit”. O vamos todos o no va nadie, y te quedas sin cerdolín.
—¿Los Guerreros de Cómit? ¿Sois guerreros?
—¡¡¡No hombre!!! ¡Es una forma de hablar! Pero en grupo… ¡Somos fuertes como un guerrero! —respondí poniéndome un poco rojo.
—Ya decía yo que no teníais pinta de guerreros…. Pero es que en el Buryuá sólo puede entrar uno similar a mí… —dijo Pékuat pensativo— Bueno, esperad un momento.
Y dicho esto, abrió de nuevo su libreta, buscó una página, y continuó hablando.
—Vamos a ver las instrucciones de “Cambio de época”. Aquí dice: “Un gnomo saldrá del Buryuá, cuando al tiempo uno o varios individuos similares entren; en cualquier caso, los individuos que entren no deberán sumar más edad que gnomo saliente”. ¡Anda! ¡Qué sorpresa! ¡No sabía que podían entrar varios individuos al tiempo! Pero… Ya sabía yo que no iba a ser tan sencillo. ¿Cuántos años sumáis entre los tres? Porque yo tengo 240 años.
—¿240 años? —fuimos repitiendo uno a uno tras oírle decir esa cifra.
—240 años he dicho. ¿Y vosotros?
—Sandra cinco; Tom y yo once, así que ni sumando ni multiplicando por dos te alcanzamos —respondí, no muy convencido de haber hecho bien los cálculos.
—¡Perfecto muchachitos! Pues ahora mismo abro un agujerillo y entráis cuando yo salga; y acordaos de coger la guía, y leedla cuando estéis en mi casa o cuando tengáis alguna duda; coged también el bote con la flor del tiempo, y controlar cada día los pétalos que faltan; ¡Ah! Cambiaos de ropa antes de salir a conocer Lutecia en busca de vuestra mascota, ¿Entendido?
—Pero… ¿Y tú no te cambias de ropa? —le pregunté, temiendo que por respuesta me ordenara desnudarme y darle la mía.
—No te preocupes por mí, muchacho. Sé cómo hacerme invisible.
—¿Y tú no llevas flor del tiempo? ¿Y cómo sabrás cuando has de volver?
—Soy un gnomo y no necesito flor del tiempo; pero no te preocupes, que estaré aquí puntual para hacer de nuevo el intercambio.
—Pero sin flor del tiempo, ¿cómo sabes cuando has de volver? —pregunté de nuevo, por temor a que no volviese el día convenido.
—Porque soy un gnomo, y sé que tengo que regresar cuando empiezo a oír un pitido, que no deja de sonar hasta que estoy junto al Buryuá. Bueno, ¿nos intercambiamos? —dijo al tiempo que sacaba de una cartera que llevaba colgada en su cintura, una especie de aguja de calcetar como las que usa mamá para tejer, pero un poco más pequeña.
—¿Qué es eso? —preguntó Tom al tiempo que daba un paso hacia atrás, por temor, supongo, a un ataque del enanín.
—¿Cómo abro si no el Buryuá? —respondió Pékuat— Necesito algo punzante para hacer una pequeña raja y poder intercambiarme con vosotros.
—¿Y cómo ha entrado ahí Topo? Estoy seguro que él no llevaba un cuchillo en sus patas para hacer una raja en tu burbuja —pregunté un poco enfadado, ante la cantidad de información que llegaba a mis oídos y que no acababa de comprender ni digerir.
—Estoy convencido de que Trips hizo una raja con sus uñas para salir de aquí y acercarse a tu mascota, y muy probablemente, tu mascota entró aquí al mismo tiempo y por la misma razón; así que al entrar uno y salir otro, el Buryuá se cerraría, y se marcharía cada mascota por un lado para investigar el nuevo mundo al que acababan de llegar.
—¡Un momento! —le interrumpí— ¿Estás seguro de que Topo ha ido a tu casa?
—¡Claro! Trips se dejó abiertas todas las puerta que usó en el Buryuá; salió por la azul, que es la que lleva a mi casa, y cruzó por la roja que es la que conduce hasta aquí; vuestra mascota sólo tuvo que atravesar las puertas que Trips se encargó de empujar antes.
—¿Y cómo no lo has visto por tu casa?
—Ayyyyy… ¿Recordáis os dije estaba buscando mi gorro cuando se me escapó Trips? Supongo que el animalín vuestro llegaría a mi casa, y poco después saldría a la calle por una ventana, o por la puerta que da al huerto para conocer el pueblo. O a lo mejor, está durmiendo al lado de la chimenea y no me fijé en él antes de salir…
Bueno; tal vez fuera necesario creernos todo lo que nos estaba contando y acceder al interior de aquella cosa, así que les pregunté a mis compis:
—¿Entramos?
—¡Sííííí…! —gritó Sandra— Vamos a buscar a Topo.
—Vamos —añadió Tom subiendo sus hombros, en señal de que no había muchas más opciones que entrar en ese sitio tan extraño que se nos estaba ofreciendo.
—Vamos —repetí yo.
En ese momento, Pékuat saltó ágilmente hacia arriba, clavó su aguja en la cima de la burbuja, y empezó a descender por ella al tiempo que iba abriendo una raja. Al llegar al suelo, exclamó:
—¡Perfecto! Os agacháis un poco y ya podéis pasar al interior del Buryuá.
Tras decir esto salió de la burbuja, y ya a nuestro lado, pudimos comprobar que era un enanito como los de los cuentos; era igual que el gnomo David, el protagonista de un cuento que habíamos leído hace poco en la escuela. Me hizo gracia verlo allí tan de cerca, y estuve a punto de cambiar de idea y llevarlo por el pueblo para enseñárselo a mamá y a papá y a los niños del cole, pero Pékuat exclamó:
—¡Entrad o yo me empezaré a borrar! No puedo salir del Buryuá si no entra alguien en mi lugar. Son las normas. ¡Venga! ¡Adentro!
En ese instante Sandra accedió al interior, por lo que nosotros también entramos. A nuestro paso, se cerró la raja por la que acabábamos de pasar y supe que ya era imposible volver atrás. Vi a Pékuat darse la vuelta en cuanto esto ocurrió, y echar a correr bosque adentro hasta que desapareció.
—Bueno. Aquí estamos —acertó a decir Tom.
Allí dentro, no había mucha cosa que ver. Tan sólo la guía que nos iba a acompañar en nuestro viaje, y un bote de cristal con la flor del tiempo. Cogí ambas cosas del suelo, y las guardé en mi mochila.
—¡Crucemos la puerta! —ordené a mis compañeros.
Cruzamos todos la puerta roja, y aparecimos ante una nueva burbuja de plástico, pero ésta era mayor que la que acabábamos de dejar atrás; se trataba de un espacio redondo, bastante grande y transparente, desde el que se veía con claridad el bosque en el que estábamos. Lo único que me llamó la atención, fue observar desde dentro lo que antes nos había dicho Pékuat, y es que la burbuja estaba llena de puertas. Las conté, y no pude evitar gritar:
—¡Siete puertas! ¿Por qué hay siete puertas aquí?
—¡Topo está en la azul! —exclamó Sandra.
—Si —asentí yo resignado, porque sabía que nadie iba a contestar mi pregunta— ¿Vamos?
—¡Vamos! —contestó Tom.
Y tras decir esto, Tom le cogió a Sandra una mano al tiempo que yo le agarraba la otra, y los tres enganchados, abrimos la puerta azul y empezamos a caminar hacia un mundo desconocido por nosotros.
—¿Somos los Guerreros de Cómit? —preguntó Tom de repente.
—Bueno… —contesté— Pensé que con ese nombre me impondría un poco más a Pékuat y nos dejaría pasar a todos.
—Pues ha funcionado. ¡Qué pasada! ¡Como me gusta ser un guerrero!  

Tras cruzar la puerta azul, recorrimos un estrecho y corto pasillo de madera y llegamos a una nueva puerta. Nos detuvimos ante ella, y Sandra decidida a entrar, tiró con fuerza del cerrojo que la mantenía cerrada y la empujó. La puerta se abrió lentamente emitiendo un fuerte y sonoro chirrido, y accedimos al interior de la casa de Pékuat.
—¡Caray! —exclamó Tom— Es la habitación más extraña que he visto en mi vida. ¡Se parece la cabaña del Gnomo David de los cuentos del cole!
Tom decía esto, porque nos encontrábamos en una habitación ovalada donde la madera era el material dominante; incluso las paredes y el suelo eran de madera. Se trataba de un espacio grande y abierto, donde parecía estar colocado todo lo necesario para vivir:
En el centro de la sala, había una pequeña mesa redonda, rodeada por unos taburetes de muy poca altura aunque con los asientos bastante anchos, y por supuesto, todo de madera.
En una de las paredes de la habitación, pudimos ver una chimenea de piedra aún con restos de humo, señal de que allí había ardido fuego hasta hace poco. Sobre la chimenea, había colocada la figura de un extraño animal de madera, que yo no conocía. Se parecía a una cabra, pero su cara era más parecida a nuestras caras que a las cabras del pueblo; a su lado, había unos botes alargados con flores dentro, alguna que otra extraña figurilla también de madera, y unos cuantos viejos libros apilados unos encima de otros.
En una esquina, había una pequeña alacena sin puertas, en cuyo interior distinguimos vasos y platos, y algún objeto cuya utilidad yo desconocía, pero de forma similar a las ollas que usa mamá para hacer comida. En los estantes de abajo, había colocadas unas bolsas de papel bastante abultadas, cuyo contenido no se veía, y algunos recipientes con frutas, como manzanas, uvas…
Al lado de este mueble, una cortina blanca hacía las veces de puerta y como estaba recogida en una esquina de la pared, observamos que tras ella había otra habitación.
—Será el baño o la habitación de Pékuat —les dije a mis compañeros, y seguí observando el extraño y acogedor lugar al que acabábamos de llegar:
Frente a la chimenea, había un sillón de color rojo con respaldo ovalado adaptado a la pared circular, con unos pequeños cojines blancos y una manta depositada en él; debajo del sillón, había extendida una gran alfombra de lana de color marrón, decorada con flores amarillas. Parecía muy suave, y pensé en voz alta:
—El sitio perfecto para sentarse a leer la guía.
Los demás asintieron y saltamos los tres a la alfombra, dejando caer en la misma nuestras mochilas.
—¡Qué calentita!— exclamó Tom
—¿Cuándo buscamos a Topo?— preguntó Sandra.
—¡Vayamos por partes! —le contesté—. Recuerda que primero debemos leer la guía y saber que nos vamos a encontrar ahí fuera. Después buscaremos la ropa para cambiarnos, y de paso, conoceremos un poco más la casa donde vamos a estar alojados tres días. ¡Ahhh! —exclamé al recordar que nuestra estancia en Lutecia era limitada— ¿Dónde está la flor del tiempo?
Tras decir esto me levanté, alcancé mi mochila, y extraje de ella el bote que guardaba dicha flor.
—La colocaremos aquí, ¿vale? Así la veremos continuamente y no nos despistaremos —y la dejé encima de la chimenea—. Y ahora, echemos un vistazo a la guía —dije mientras me acomodaba de nuevo en el suelo con la guía entre mis manos, y empezaba a ojearla.
La primera hoja, daba la bienvenida a los nuevos lectores y decía que esperaba nuestra excursión en esa época fuera de lo más agradable. Nos animaba a llevarla siempre con nosotros, ya que nos ayudaría a no perdernos por esos lugares. A continuación, aparecía una lista de países y de lugares que han ido cambiando sus nombres a lo largo de los años.
—¡Mira Tom! —grité— ¡España no existe y es un reino visigodo! ¡Y se llama Hispania! Y los visigodos se acercaron hasta España para…. ¡Librarnos de los bárbaros que pretendían invadirnos!
—¿Seguro que los echaron a todos? —fue todo lo que se le ocurrió decir a Tom— Porque estoy seguro que Nicolás, Eduardo y Jaime son descendientes directos de algún bárbaro.
Al decir esto los dos nos echamos a reír con una sonora carcajada, tras la cual, Sandra aprovechó para levantarse del suelo y muy decidida, nos dijo:
—Tengo hambre. Voy a buscar algo para comer —y desapareció tras la cortina blanca que conducía a otra habitación.
Al verla desaparecer, y temiendo lo que pudiera encontrar Sandra en esa parte de la casa, Tom y yo nos levantamos a toda prisa y fuimos tras ella. Llegamos a lo que supuse era la habitación de Pékuat, ya que se trataba de una pequeña estancia también circular, que tenía pegada a una pared una especie de cama que parecía muy blandita, con una colcha de color blanco colocada sobre ella. A un lado de la cama había una pequeña mesita, con un vaso encima y un instrumento parecido a la cafetera de mamá, pero supuse que serviría para otra cosa porque no tenía mucho sentido una cafetera en la mesita de noche. Junto a la mesita había una mecedora, que tenía un pequeño cojín de color rojo y una manta con cuadros azules y rojos enroscada sobre de ella. Pegado a la mecedora, un pequeño armario de una sóla puerta y a otro lado del armario, un gran baúl. Y frente a la cama otra cortina medio abierta, a través de la cual, se entreveía un pequeño campo con flores azules.
—¿Y dónde está la cocina de esta casa? —preguntó con cara de asombro Sandra.
—Supongo que es la habitación en la que acabamos de estar. No creo que Pékuat tenga cocina como la de nuestra casa. Seguro que cocina usando la chimenea, y guarda la comida en el armario que hay allí. Pero si tienes tanta hambre, ¿Por qué no coges de tu mochila lo que te metió mamá para llevar al cole?
—¡Qué bien! —gritó Sandra emocionada— ¡Me había olvidado del bollo de mamá!
Tras decir esto, corrió a coger su mochila que había quedado en la otra habitación, y regresó con un bollo de azúcar en su mano, al que ya le había propinado un buen mordisco.
—Oye Tom, ¿buscamos ropa para cambiarnos y salir de casa? —le pregunté, ya que estaba deseando salir a conocer el pueblo de Pékuat.
—¡Vale! —contestó Tom, y esperó a que yo tomara la iniciativa de investigar donde encontraríamos la ropa adecuada para no llamar la atención en el año 510.
Asentí con mi cabeza y me dirigí hacia el armario, a investigar que podía haber allí dentro. El armario de una sóla puerta, era de madera, pero estaba pintado de color rojo a juego con el cojín que había en la mecedora.
—¡Vaya! —exclamé mientras caminaba dirección al armario—: Parece que a Pékuat le gusta mucho el color rojo.
Al colocarme frente a él, observé que era más bajito que los de nuestra casa. Incluso me tuve que agachar un poco, para girar la llave que había colocada en su puerta y poder abrir el armario. Al abrirlo, me vi reflejado en un espejo que estaba pegado detrás de la puerta, y observé que tenía bastantes ojeras, supuse que por haberme despertado tan temprano esa mañana. En la parte de arriba del espejo había clavada una punta, de la que colgaba una hoja de papel amarillento parecida a un calendario, donde aparecía escrito con letras negras que estábamos en Octubre del año 510. “Por lo menos no hemos cambiado de mes”, pensé mientras giraba la cabeza hacia el interior del armario, en busca de algo adecuado para no llamar demasiado la atención en Lutecia.
El armario estaba divido por cinco tablas a modo de estantes, sobre las que había ropa doblada; cogí una prenda del estante del medio, y la abrí para ver que era. Observé que acababa de coger una chaqueta de color rojo como la que llevaba puesta Pékuat y decidí probármela. Me quité mi cazadora y me puse la chaqueta.
—¿Estoy guapo? —les pregunté a mis compañeros, comentario que hizo que nos echáramos todos unas risas.
Decidí mirarme al espejo para ver que tal me sentaba la chaqueta, y comprobé que, si bien me quedaba un poco corta de mangas, valía perfectamente para salir de casa sin llamar la atención. Al verme Sandra empezó a pedir una para ella, así que seguí investigando el armario. En el mismo estante del que yo había sacado la mía, había varias chaquetas también de color rojo pero de distintos tamaños. Elegí una que me parecía apropiada para Sandra y otra un poco más grande para Tom. A ellos también les sentaba bastante bien así que continué investigando los estantes del armario.
De los estantes de arriba saqué gorros y cinturones de color azul. Al recordar que los que llevaba puestos Pékuat eran verdes, se lo comenté a Tom:
—Fíjate Tom; no son verdes como los que llevaba Pékuat. ¿Por qué será?
—No tengo ni idea —me contestó—. A lo mejor hay también verdes por ahí guardados.
—O a lo mejor el verde es el color que usan cuando cambian de época… —comenté pensativo y continué mirando el interior del armario.
En los estantes de abajo, había pantalones de un blanco tan reluciente que casi molestaba mirar para ellos. Una vez localizamos las tallas decidimos cambiarnos de ropa, y al vernos todos vestidos como gnomos, nos estuvimos riendo durante un buen rato.
—¿Y los zapatos? —preguntó Tom, una vez nos hubimos serenado todos.
—¡Es verdad! —exclamó Sandra— Pékuat llevaba zapatos de punta.
Asentí con la cabeza, y miré dentro del armario a ver si los encontraba, pero allí no estaban.
—¿Dónde guardará los zapatos? —pensé en voz alta
—Tal vez están dentro del baúl —comentó Tom, mientras se acercaba al mismo para abrirlo.
Comprobamos que, efectivamente, Pékuat usaba el baúl a modo de zapatero, y había encerrados gran cantidad de zapatos de distintos tamaños, pero todos marrones y puntiagudos. Al coger uno, comprobé que estaban hechos de corcho o algún material similar, y que se doblaban con facilidad. Busqué zapatos para los tres y decidí cogerlos algo más grandes que nuestros pies, para poder calzarlos dejándonos los tenis puestos, porque no tenía muy claro, si podríamos caminar con algo tan blandito y no hacernos daño.
Una vez estuvimos todos vestidos y calzados, propuse volver a echar un vistazo a la guía para conocer mejor el sitio al que íbamos a salir, así que regresamos todos a la primera habitación de la casa, nos tumbamos en la alfombra, y yo cogí el manual para ver que nos decía.
Pero aún estaba abriendo la guía cuando alguien hizo sonar el picaporte de la puerta. Nos quedamos todos quietos, mirándonos unos a los otros un poco atemorizados, porque no sabíamos quién podría estar llamando.
—¿Quién es? —preguntó Sandra.
—¡No sé! —respondí yo, que realmente no tenía ni idea de quién podía estar al otro lado de la puerta.
Tras decir esto, volvió a sonar el picaporte.
—Sea quien sea, parece que está impaciente por entrar. ¿Abro? —pregunté mirando a Tom.
Tom asintió con la cabeza, así que me puse de pie y me acerqué a la puerta, pensando y a la vez temiendo, a quien me iba a encontrar detrás de ella. Cuál fue mi sorpresa, cuando al abrirla vi allí colocado a un hombrecillo casi igual que Pékuat.
—¿Pékuat? —fue todo lo que se me ocurrió decir.
—No soy Pékuat —contestó el hombrecillo—. Soy Lukuá. ¡Encantado de conocerte! —dijo extendiendo su mano para que se la apretase con la mía.
Yo correspondí al gesto y me desplacé a un lado para dejarle entrar en casa, ya que el visitante casi me estaba empujando para cruzar la puerta. Lukuá se parecía mucho a Pékuat, tanto físicamente como en la forma de vestir, ya que llevaba los mismos pantalones, cinturón, gorro y chaqueta que él. La única diferencia que pude observar, es que su pelo y barba eran grises, no tan blancos como los de Pékuat, por lo que supuse que sería un poco más joven que él. “Tendrá sólo 200 años”, pensé con una sonrisa.
—¿Dónde está Pékuat? —preguntó tras haber caminado unos pasos por el interior de la sala.
—Se ha ido a nuestro pueblo a buscar a Trips —contesté amablemente, aún no muy seguro de que la inesperada visita estuviese de nuestro lado.
—¿Y cuál es vuestro pueblo?
—Cómit; un pueblo que hay en la Hispania en el año 1.979 —respondí tratando de hablar su mismo lenguaje.
—¿Se ha ido a la Hispania del año 1.979? ¿A hacer qué? —preguntó Lukuá.
—A buscar a Cerdolín —respondió Sandra.
—A buscar a Trips —aclaré yo casi al tiempo—. Ya te lo he dicho….
—¿Se le ha escapado Trips? Ya sabía yo que ese gaspi era un gamberrín —dijo Lukuá echándose a reír y continuó hablando—. Bueno, y supongo que vosotros sois el cambio que ha hecho para poder salir del Buryuá. ¿Me equivoco?
—No —respondí yo—. Bueno, quiero decir que no te equivocas, que él ha podido salir de allí porque hemos entrado nosotros.
—Oye, ¿Y a vosotros que se os ha perdido por aquí?
—Nosotros somos los Guerreros de Cómit, y a nosotros se nos ha perdido Topo, nuestro perro. Se ha intercambiado con Trips y ha venido a vuestro pueblo —intenté poner cara de mayor al decir esto para impresionar al visitante, ya que aún no sabía sus intenciones.
—Los Guerreros de Cómit… ¿Y que es un perro? —me preguntó, recordándome que en Lutecia no existían los perros.
—Nuestra mascota. Un animal parecido vuestro gaspi y que hace “Guau guau” —contesté rápidamente, esperando no tener que darle tanta explicación como le había dado a Pékuat.
—¡Ah! ¡Sí! Los he conocido en un viaje que hice hace mucho, mucho tiempo…
—Oye —intervino de repente Tom— ¿Llamaremos mucho la atención así vestidos por el pueblo? La ropa que llevamos puesta es de un color diferente a la tuya.
—¡No no no! Así es como visten los humanos de Lutecia. Estáis perfectos. Ya veo que Pékuat os ha dado bien las instrucciones para salir a buscar a la mascota —respondió Lukuá—. Hasta veo que habéis colocado en la chimenea “la flor del tiempo”. Muy bien. Y oye, ¿Qué has dicho antes? ¿Sois guerreros?
—Sí, somos guerreros, pero hemos venido en son de paz —le aclaré, por si acaso él también lo era y llevaba una espada por ahí guardada. Así que enseguida, cambié de tema—. Oye, ¿tú eres un camarada de Pékuat?
—Camarada, colega, gnomo amigo, como quieras llamarme.
—¿Y nos vas a acompañar a buscar a Topo? Tenemos tres días para encontrarlo, y si no nos vamos con Topo no podrá regresar Trips, y Pékuat se pondrá muy triste… —le dije, intentando darle un motivo para que se viniese con nosotros y nos diera un poco de seguridad por el pueblo adelante.
—¡Claro que os voy a acompañar! Cuando uno de los nuestros se va a otro mundo, nosotros debemos acompañar al que llegue aquí tras el intercambio.
—¡Menos mal! —pensé yo en voz alta.
—¿Salimos entonces? —preguntó Lukuá.
—Salimos —respondí yo.
—Quiero ir al baño —dijo Sandra en el momento que estábamos llegando a la puerta—. ¿Dónde está?
Eché una visual rápida a la sala, pero no había indicios de que existiera un baño por allí cerca.
—¿Dónde está el baño? —pregunté a Lukuá.
—¿Baño dentro de casa? —me respondió con cara de asombro y asco, mientras negaba con la cabeza—. Ahí fuera hay un patio y ahí es a donde vamos nosotros cuando lo necesitamos. Hay hechos unos agujeritos en el campo para que hagas lo que te apetezca. Después, bastará que cojas agua del pozo y se la eches por encima; tapas todo con un poco de tierra y ya está listo para otro regalito. Ja ja ja…..
—¿Fuera de casa? —pregunté un poco alborotado.
—¡Claro! ¡Pues no pretenderás hacer esas cosas aquí dentro! Bueno, si no quieres estar al aire libre hay unos baños públicos en la ciudad, pero más bien son empleados para otras cosas, como hablar con gente mientras te das un baño calentito o un masaje. Pero amigo, nosotros allí no somos bien vistos porque no tenemos el estatus social que exigen los soldados para entrar.
—¿Estatus? ¿Soldados? —repetí yo— ¿De qué hablas?
—Los soldados que ha puesto Colungo para vigilar que haya orden dentro de la ciudad. Bueno, el orden que él quiere, claro.
—¿Quién es Colungo? Ya nos habló de él Pékuat.
—Colungo es el que manda en Lutecia. Él deja vivir aquí a los gnomos, a cambio de que no llamemos mucho la atención y no hagamos trabajar mucho a sus soldados. Bueno, y a cambio de que le llevemos cestas de comida todos los sábados, claro.
—¿Y vosotros que ganáis a cambio?
—Vivir en una casa de Lutecia. Tener un techo donde cobijarnos cuando oscurece, o cuando nieva y hace mucho frío, o donde reunirnos con los amiguetes y tomar unas jarras de Mulsum.
—¿Mulsum? ¿Qué es Mulsum? —preguntó Tom, dejando en evidencia que lo que más le interesaba de esa conversación era algo que sonara a comida o bebida.
—Es una bebida deliciosa hecha de de vino y miel.
—¿Vino? Nosotros no tomamos vino —repliqué yo.
—¿No tomáis vino? —preguntó con cara de asombro Pékuat.
—No. En mi pueblo sólo toman vino los mayores. Nosotros aún vamos al cole y no podemos beber vino.
—Qué extraño… ¿Y entonces que bebéis?
—Agua y leche. ¿Conoces la leche?
—¡Ahhh! ¡Claro que sí! Deliciosa la leche de cabra con miel…
—¿De cabra? ¿Tomáis leche de cabra? ¿Por aquí no hay vacas? —preguntó Tom muy extrañado.
—Claro que hay vacas, muchachito, pero no son fáciles de conseguir. En cambio, una cabra cuesta pocos sólidos. Pékuat y yo tenemos una.
—¿Sólidos? ¿Qué es eso? —le pregunté yo, pensando me respondería piedras o algo parecido.
—Son nuestras monedas. ¿Vosotros no las usáis?
—No; nosotros no las usamos, pero… ¿Pékuat tiene una cabra? ¿Y dónde está?
—En el patio. Ahora debe estar durmiendo porque no la oigo cantar.
—¿Tiene una cabra que canta? —preguntó Sandra emocionada.
—¡Claro muchachita! Cuando despierte, la conocerás. Ahora no podemos despertarla o se enfadará y empezará a desafinar mucho, y vendrán los soldados de Colungo a ver qué pasa.
—¡Espera Sandra! ¡Voy contigo! —le grité cuando la vi empezar a caminar hacia la habitación de Pékuat, donde antes había visto una cortina tras la cual estaba el patio. —¿A dónde vas? —le pregunté cuando estuve a su lado.
—¡Al baño! ¿A dónde voy a ir? —me respondió toda llena de razón.
Una vez abrimos la cortina, vimos un pequeño campo salpicado de pequeñas florecillas azules, en el que había colocadas dos pequeñas casetas. En un lado del campo, había unos vegetales plantados; creo que eran zanahorias, por el trozo de hoja verde que asoma en la tierra. Pegado a esta plantación, en otro trozo de tierra asomaban otros vegetales, pero no los reconocí, así que supuse que sería alguna verdura como las que mamá cultiva en casa. En una esquina del terreno había un alto árbol, y alrededor de él, setas rojas con puntitos blancos de un tamaño considerable; al lado de este árbol, un pozo como el que mamá y papá tienen en la huerta de casa.
—¡Mirad! —exclamé con un tono de voz bastante bajo para no despertar a la cabra— Son iguales que la seta sobre la que estaba sentado Pékuat.
—¿Se ha llevado de viaje una seta? —preguntó Lukuá que ya estaba a nuestro lado— Ay… Pékuat sigue siendo un melancólico. ¡Ja ja ja!
—¿Dónde está la cabra que canta? —preguntó ahora Sandra.
—Está durmiendo dentro de su casita —respondió Lukuá mientras señalaba una especie de caseta hecha con madera y situada en una esquina del campo—. Chusssss… No hagas ruido no vaya a ser que despierte.
—¿No puedo ir a verla? —preguntó Sandra.
—Ya te ha dicho que ahora no; la verás después cuando despierte… —contesté susurrando por temor a que se despertara la cabra y atrajera a los soldados.
También vi muchos agujeros salpicando el campo, así que le dije a Sandra que fuera a uno de ellos a hacer lo que tuviera que hacer. Sandra empezó a caminar hacia los agujeros mientras nos pedía que no mirásemos para ella. Cuando estuvo de vuelta con nosotros, Lukuá me ordenó que sacara agua del pozo para limpiar el “orinal” que había usado Sandra, tras lo cual, volvimos al interior de la casa.
—Bueno ¿vamos a por Topo? —pregunté yo, que ya estaba deseando localizarlo y en cierto modo, deseando salir a conocer el pueblo al que acabábamos de llegar.
—Vamos pues, pero no nos olvidemos de coger la llave de casa —dijo Lukuá, mientras cogía una llave colgada de un clavo al lado de la puerta de la entrada.
Una vez estuvimos en la calle, comprobé que a diferencia de Cómit, en ese pueblo hoy hacía bastante sol; me detuve a observar desde fuera la casa de Pékuat. Tenía forma circular. Parecía estar construida con barro, y el tejado, con tejas rojas.
—La casa es de barro. ¿No se deshace cuando llueve? —pregunté señalándola.
—¿Casa de barro? Estas casas son de adobe, que es barro mezclado con paja, secado al sol y colocado sobre una base de piedra; por tanto, no se deshacen cuando llueve. No te preocupes por eso.
—¡No! ¡Si a mí no me preocupa! Cómo no le preocupe a Pékuat, que es el que vive en ella…
—Además, el tejado es lo suficientemente ancho como para que el agua de la lluvia no caiga sobre las paredes —continuó explicando Lukuá—, así que no te preocupes.
—Si a mí no me preocupa…
—Además, el adobe aísla muy bien el ruido y el frío, por eso es un material muy bueno para construir casas.
—¡Sí! ¡Es perfecto! Oye, ¿llueve mucho por aquí? —le pregunté intentando cambiar de tema, y que Lukuá parase ya de explicarme que es el adobe y que ventajas tienen las casas de adobe.
—Si… Bueno, ¿A qué le llamas mucho?
—A lo que come Tom —respondí lo primero que se me vino a la cabeza.
Lukuá me miró con cara de extraño, pienso que sin entender la comparación que le acababa de hacer.
—No respondas ahora, Lukuá. Contéstame cuando le veas comer.
—¡Eh! —protestó Tom—. ¡Qué no es para tanto! Además mamá, dice que tengo que comer que estoy creciendo.
—Ya ya… —dije, y seguí observando la casa de Pékuat.
Comprobé que la puerta era de color rojo igual, que la chimenea que sobresalía por el tejado. “Típica casa de un enanito”, pensé mientras comenzamos a descender la calle.
Las casas que nos acompañaban durante el descenso eran exactamente iguales a la de Pékuat, salvo el color de sus puertas, ya que las había verdes, azules, violetas…
—¡Ahí vivo yo! —comentó Lukuá señalando una casa con la puerta de color verde.
El paisaje era realmente bonito y ante él, no pude evitar decir:
—Qué lugar tan bonito para vivir, Lukuá.
—Sí. Es bonito, pero sería más bonito si no mandara en él Colungo.
Dijo esta frase tan bajito, que le pregunté:
—¿Qué has dicho?
—Chsssssss… —respondió mientras se llevaba un dedo a la boca, y me indicaba con la cabeza que mirase hacia un lado de la calle.
Al dirigir la mirada hacia donde me indicaba, pude ver una cabaña redonda también hecha en adobe y con una puerta de madera, encima de la que colgaba un cartel en el que se podía leer la palabra Bar. Delante de la puerta, estaban colocados dos hombres bastante corpulentos, vestidos con pantalón negro, camisa blanca y chaleco gris. Cada hombre empuñaba un escudo, y llevaba colgando de un cinturón gris, una reluciente espada.
—¡Buenos días! —les dijo Lukuá mirando hacia ellos.
—¡Continúen andando! —fue todo lo que respondió uno de ellos.
Hicimos caso y continuamos andando. Cuando ya los habíamos perdido de vista, Lukuá nos explicó quiénes eran.
—Son los soldados de Colungo. Vienen todos los días en grupo, a beber al bar de nuestro colega Pírit. Unos cuantos entran a beber y dos vigilan que fuera haya orden. Se van turnando hasta que han bebido todos.
—Pues sí que tienen sed —acertó a decir Tom.
Lukuá se rió y seguimos nuestro camino. Entramos en un barrio con viviendas distintas a la de Pékuat y sus colegas. Las casas eran de piedra, con forma cuadrada y de dos plantas. Sus tejados, estaban hechos con tejas marrones en algunos casos, y con tejas grises en otros. Se parecían bastante a las casas de nuestra villa.
—¿Y por qué aquí hay casas distintas a la tuya y las de tus colegas? —pregunté yo.
—Porqué estamos entrando en el barrio de los humanos.
El “barrio de los humanos”, como le había llamado Lukuá, era también muy bonito. Las casas estaban construidas dentro de una pequeña parcela donde crecía la hierba verde, y cada parcela estaba rodeada por un muro también de piedra. Las ventanas de esas casas tenían sus bordes recubiertos de pequeños azulejos de colores, y al reflejarse el sol en ellos como ocurría ese día, parecía como si tuviesen luz propia.
—¡Buenos días, señor Lalo! —le dijo Lukuá a un señor que estaba delante de una casa, y unas letras hechas con pintura negra en la pared frontal, indicaban que esa casa también era un “Bar”.
El señor iba vestido como nosotros, y sobre la ropa llevaba colocado un gran delantal blanco. Tenía una abundante cabellera también de color blanco, y contrastando con tanto blanco, una brillante y morena piel.
—¡Buenos días, Lukuá! —respondió con una gran sonrisa, enseñando sus dientes también muy blancos—. ¿Nuevos amigos?
—Chssss… —volvió a decir Lukuá mientras nos acercábamos al señor Lalo—. Andan por ahí las bestias de Colungo.
Cuando nos hubimos acercado al bar lo suficiente y tras asegurarse que no había nadie cerca escuchando, respondió la pregunta:
—Sí. Son los que mandó Pékuat al irse él de viaje hasta la Hispania. Son los Guerreros de Cómit, ja, ja, ja…
—¿Guerreros? ¿Pékuat ha mandado aquí unos guerreros? —preguntó el señor Lalo con cara de susto.
—Sí, pero no te asustes que aquí no han venido a luchar. Son inofensivos y buenos chicos.
—¡Ufff! Menos mal… —dijo pasándose una mano por la frente— Pero… ¿Pékuat se ha ido a la Hispania? ¿A hacer qué?
—A buscar a Trips que se le ha escapado. Y ellos también han perdido por aquí a su mascota, por eso están en Lutecia ¿No la habrás visto?
—¿Qué mascota?
—Un perro —respondí yo—. Un animal parecido a vuestros gaspis.
—Pues no he visto yo ninguna mascota paseando por aquí, pero estaré atento y os aviso si la veo. ¿Entráis a tomar un Mulsum?
—¡Será un placer! —contestó Lukuá—. Yo aún no he desayunado. Y ellos no beben Mulsum. Sólo leche. ¿Tendrás un poco para ellos?
—¡Claro que tengo leche! Deliciosa leche de cabra. Pasad pues, que ahora mismo os preparo un desayuno —dijo el señor Lalo invitándonos a pasar al bar.
—Ahora probaréis la leche de cabra, jovencitos —comentó sonriendo Lukuá.
Tras decir esto, entramos todos en el bar del señor Lalo. Observé que se trataba de un local bastante estrecho y alargado. A la izquierda estaba colocado un pequeño mostrador de madera, y depositado sobre él, una bandeja y un trapo enroscado. Detrás del mostrador, había un aparador también en madera de color oscuro con varios estantes, sobre los que había botellas de cristal con líquido en su interior, tazas, platos, vasos… En el estante central vi una gran jarra de cristal, con un líquido de color marrón en su interior y unos pequeños vasos a su alrededor, y al lado de ella, una bandeja con bollos humeando. Tras este mueble, una pared decorada con mosaicos de colores le daba un poco de alegría al bar, que debido a la poca luz que allí había o al color marrón de todos los muebles, era bastante oscuro. Y a un lado de esta pared tan colorida, una puerta con un cartel encima indicaba que por allí se llegaba a la cocina.
Frente al mostrador, había colocadas cinco mesas también de madera, con sillas de distintos tamaños a su alrededor y un gran banco recorriendo la pared. El señor Lalo nos invitó a sentarnos, y fuimos detrás de Lukuá a colocarnos en la mesa del fondo, en la que estaba más alejada de la puerta. Una vez estuvimos sentados, comprobé que los distintos tamaños de las sillas indicaban que allí se sentaban tanto gnomos como humanos, ya que Lukuá y Sandra, se habían colocado en dos sillas que no aguantarían mi peso, y mucho menos, el de Tom.
El señor Lalo se acercó a nosotros, con una bandeja en la que estaban colocados tres vasos con leche de cabra, supuse, y la bandeja de bollos que había visto antes. Nos repartió uno para cada uno, y exclamó:
—Ahora mismo te traigo un mulsum, Lukuá.
Dicho esto, se acercó a coger la jarra con el líquido marrón que había en un estante del aparador. Echó un poco de líquido en un vaso y se lo acercó a Lukuá, al tiempo que decía “Bon Apetit”.
Mientras comíamos, le señor Lalo nos iba contando aventuras que le habían pasado en el bar:
—Recuerdo una vez que vinieron a beber los soldados de Colungo. Cuando uno de ellos llevaba unos cuatro Mulsum bebidos, buscó una silla para sentarse pero se equivocó al elegir y lo hizo en la silla de un gnomo; y claro está, la silla se rompió y el soldado se cayó. Se puso todo colorado del dolor y la vergüenza, empezó a gritar que la silla estaba rota, a maldecirme a mí y al bar, y se marcharon sin pagar todo lo que habían bebido. Desde ese día, no he vuelto a ver un soldado por aquí.
—Lo siento —comentó Lukuá.
—Pues no lo sientas porque yo no lo siento. Me daban bastantes sólidos, pero también muchos problemas. Desde que ellos no vienen, me visitan mucho más los gnomos y los humanos amigos. No gano tanto dinero, pero gano tranquilidad.
—¡Qué rica está esta leche! —gritó Sandra.
Si, era cierto que estaba rica esa leche y la bebimos rápidamente. Una vez hubimos terminado todos nuestra pequeña meriendita, decidimos continuar la visita por el pueblo. Lukuá intentó pagar pero el señor Lalo dijo que de ninguna manera íbamos a pagar hoy, que él nos invitaba.
—Gracias por todo señor Lalo. Seguimos pues nuestra marcha —comentó Lukuá levantando una mano para despedirse.
—Gracias a vosotros por visitarme y estaré atento por si alguien ha visto a vuestra mascota
Salimos a la calle y continuamos caminando por el pueblo. Tras recorrer unos cuantos barrios dónde todas las casas eran prácticamente iguales, y dónde al parecer vivían sólo humanos, llegamos a una gran explanada de tierra; era un extenso terreno vacío de casas, pero lleno de árboles con altos y corpulentos troncos, de los que colgaban unas finas ramas.
—¡Sauces llorones! —comentó Lukuá— Lloran porque muy cerca de ellos vive Colungo.
Tras decir esto se echó a reír y señaló un castillo que se veía a bastante distancia.
—¿Allí vive Colungo? —pregunté a nuestro nuevo amigo, que me respondió asintiendo con la cabeza.
—¿Eso es un castillo? —preguntó Sandra bastante emocionada, pues sólo había visto castillos en los cuentos que le leía mamá.
—Si —contestó Lukuá
—Pero ahí no hay príncipes ni princesas, eh? —añadí yo, no fuera empezase a correr hacia el castillo en busca de príncipes—. ¿Y que es ese muro que se ve por ahí?
—Es el muro que rodea la isla, para que de aquí ni escape ni entre nadie. Dicen que un antepasado de Colungo, el señor Abralungo, mandó levantarlo, porque por tierra firme hay unos cuantos peleando para entrar aquí y robarnos todo. O eso ha contado Colungo en unos bandos que sus soldados pegaron por todo el pueblo, cuando se cayó un buen trozo de muro y nos ordenó a los vecinos de Lutecia repararlo. Pero yo creo que es para controlarnos aún más a los vecinos de Lutecia.
—¿Estamos en una isla? —preguntó Tom
—¡Claro! ¿No te habías dado cuenta? Estamos en la Ile de la Cité. Tras el muro que nos rodea está el río Sequana. Tan sólo podemos salir de aquí caminando, si cruzamos un pequeño puente de madera, que lleva a otra isla: La Ile de Sant Louis. Pero ahí es donde está el castillo de Colungo, así que a no ser que tengas una buena razón para visitarlo, de aquí no se mueve nadie.
—¿Estáis aquí todo el día? —preguntó de nuevo Tom con cara de extraño.
—¡Claro amigo! Bueno, los pescadores pueden salir a pescar salmón en sus barcas para vendérnoslo luego a nosotros, o regalárselo a Colungo, claro. Pero… ¿Tú no estás en tu pueblo todo el día? ¿Viajas todos los días a otras regiones?
—No no… —respondió Tom poniéndose un poco colorado.
—¿Y cómo sabes que detrás del muro hay un río si no se ve nada? —preguntó Sandra.
—Porque había un río antes de que la familia de Colungo fortificara Lutecia, y a menos que se lo hayan bebido todo, aún seguirá ahí ¡Ja ja ja! Y porque como ya os dije antes, por otra parte de la isla hay una estrecha puerta de madera vigilada por soldados de Colungo, por la que salen los vecinos de la isla a pescar en el río, y a visitar al gran jefe cuando tienen una buena razón. Bueno, ¿Continuamos la visita al pueblo?
—¿Y no hay más formas de salir de aquí? —le pregunté yo.
—Sí; hay otra puerta por allí —dijo Lukuá señalando hacia una esquina—, pero es la puerta que lleva a la región que hay enfrente, donde están las Arenas de Lutecia, así que mejor que no la conozcáis.
—¿Por qué?
—Porqué ahí se va a luchar con soldados de Colungo, así que mejor, ni verlas.
—¡Anda! —dije al tiempo que intentaba entender la respuesta de Lukuá.
—¿Es el río en cuya ribera dijo Pékuat que había un tesoro? —preguntó Tom impaciente, demostrando que no había olvidado una de las razones por las que nos encontrábamos en ese sitio tan extraño.
—¿Un tesoro? ¿Pékuat os dijo que en la ribera del río hay un tesoro? Bueno, alguna vez lo oí comentar, pero creo que es más un cuento que una realidad; Colungo sí que tiene muchos tesoros en su castillo, pero pobre del que se atreva a robárselos… Bueno, repito otra vez: ¿continuamos la visita al pueblo?
—¡Claro! —contestó Sandra— Tenemos que buscar a Topo.
—¡Opssss! ¡Me había olvidado de vuestra mascota! Vayamos a buscarla pues.
Dicho esto, Lukuá empezó a andar y nosotros le seguimos. Abandonamos la explanada y llegamos de nuevo a los barrios habitados por humanos. Tras caminar unos pasos, decidió girar hacia la derecha e ir por una calle distinta de la que habíamos atravesado hace un rato.
—Vamos a la tienda de ultramarinos del señor Pope. Como ahí va mucha gente a comprar, a lo mejor ha oído algo de vuestra mascota.
Caminamos durante un rato a buen ritmo, y finalmente se detuvo ante una pequeña casa pintada de color amarillo. Por la puerta de dicha casa, salía en ese momento un señor de mediana edad, con bigote blanco y un gran delantal verde, que llevaba en sus manos una caja con algo parecido a las lechugas de la huerta de mamá.
—¡Buenos días, Lukuá! —exclamó el señor mientras depositaba la caja en el suelo.
—¡Buenos días, señor Pope! —contestó Lukuá— Ya estás trabajando ¿eh amigo?
—¡Por supuesto! Nunca es temprano si de ganar sólidos se trata. ¿Tienes visita?
—Sí. Son los Guerreros de Cómit, pero tranquilo que no vienen a luchar —contestó Lukuá guiñándole un ojo— Son mis amigos y amigos también de Pékuat. Han venido a buscar su mascota. ¿No la habrás visto por aquí?
—¿De qué mascota se trata? ¿Han perdido su gaspi?
—No. Ellos no tienen un gaspi. Se trata de un animal parecido, pero un poco más grande. Es un… ¡Perro!
—¿Un perro? ¿Qué es eso? —preguntó el señor Lalo.
—Parecido a vuestro gaspi, pero un poco más grande —contesté rápidamente, ya un poco cansado de explicar en todo momento que era un perro— ¿Lo ha visto pasar por aquí?
—No lo he visto, pero hace un rato una vecina ha pasado a decirme que los soldados de Colungo habían atrapado a un animal muy extraño y se lo habían llevado al castillo, mientras él hacía algo parecido a “Grrrrr grrrrrr”. Tal vez fuera vuestra mascota, pero no estoy seguro porque yo no lo vi.
Al oír esto, Sandra empezó a llorar por Topo y a pedirnos a todos que fuéramos al castillo a buscarlo; ante esta escena, Lukuá se enterneció, agarró su manita y le prometió que iríamos a buscar a Topo, pero antes debíamos planificar la expedición al castillo para evitar caer presas de Colungo y sus soldados.
Nos despedimos del señor Pope, y regresamos a casa de Pékuat para planificar nuestra excursión al castillo.

—Bueno amigos guerreros —comentó Lukuá una vez estuvimos todos sentados en la alfombra de la sala—; hay que preparar la excursión al castillo.

—¿Preparar la excursión? —preguntó Tom— ¿Y por qué no nos acercamos, llamamos a la puerta y decimos que vamos a recoger a Topo que se nos ha escapado?

—Ja ja ja… —rió Lukuá— ¿Y qué crees que te van a decir los soldados de la puerta? Pasa muchachito que está esperándote. Ja ja ja…

—¿Y si les decimos que somos los Guerreros de Cómit? —insistió Tom.

—¡Ja ja ja ja! —rió otra vez Lukuá— ¡Peor aún! Sacarán su espada y en un “visto y no visto” estarás sin cabeza. Así que… ¡¡¡¡Ni mencionarlo!!!

Tom se llevó la mano a su cabeza, y aproveché para preguntar:

—¿Qué ocurre, Lukuá? ¿Por qué te ríes tanto?

—Porqué no es tan sencillo como creéis. Hay que llevarle algo para sentarse a negociar con el gran jefe. Los soldados os harán prisioneros si llegáis al castillo pidiendo algo que esté allí guardado, y que por tanto, ya sea propiedad de Colungo. En estos momentos, Topo es propiedad privada del mandamás del pueblo. Es decir, de Colungo.

—¿Y entonces que vamos a hacer? Topo es nuestro perrito. ¿No volveremos a verlo nunca más? —preguntó Sandra, con una vocecita que anunciaba que rompería a llorar de un momento a otro.

—Tranquila muchachita, que para todo o casi todo, hay solución en Lutecia. Bueno, realmente para visitar a Colungo hay que seguir una especie de guión ya hecho. Esperad, que Pékuat tendrá uno por aquí guardado.

Tras decir esto, Lukuá se levantó del suelo y se acercó a la alacena que había en una esquina. Echó un vistazo entre los distintos cacharros que allí había, y finalmente cogió un bote marrón, del que extrajo un papel amarillento. Lo desdobló, lo colocó encima de la chimenea y empezó a pasarle la mano simulando fuera una plancha. Lo hacía con tal rapidez, que empezó a salir vapor por el papel.

—¡Ya está listo! —comentó mientras se sentaba de nuevo a nuestro lado.

Nos quedamos todos pasmados observando la escena.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntamos a dúo Tom y yo, impresionados ante lo que acabábamos de ver.

—Los gnomos podemos hacer muchas cosas que aún no habéis visto, pero ya las iréis viendo —dijo mientras colocaba el papel a la altura de su ojos—. Echemos un vistazo a este papelito.

Tras decir esto, Lukuá subió y bajó la cabeza un par de veces frente al papel, nos miró a los ojos y empezó a leer lo que allí decía:

—Normas para la correcta visita al Grandísimo Señor Colungo: Primera Norma: Se realizará la visita, única y exclusivamente, mientras está encendida la vela cabo.

—¿Qué significa eso? —pregunté yo.

—La vela cabo, es una pequeña vela que coloca algún sirviente en una de las dos torres que enmarcan el puente de acceso a la isla donde está el castillo. Coloca y enciende una vela casi todos los días, una vez se ha despertado el señor de su siesta, y ha ingerido un vaso de algún asqueroso licor de esos que él toma y con los que le huele fatal el aliento. Es decir, más o menos cuando el sol ya no está sobre nuestras cabezas porque ha empezado a descender.

—¡Qué complicado! ¿Y por qué no ordena visitarlo entre las cinco y las seis, por ejemplo? —se le ocurrió preguntar a Tom.

—¡Ayyy…! Ya estamos preguntando de nuevo tonterías…¡¡¡No no no!!! ¡Aquí no existen los relojes! —gritó Lukuá negando con la cabeza y resoplando al tiempo—. ¿Recuerdas que estamos en el año 510, muchachito?

—Si… —afirmó Tom— ¿Y aún no existen los relojes en el 510?

—¡No! ¡No existen! —negó Lukuá—. Los relojes se descubren más tarde. El que haya viajado en el Buryuá hacia el futuro, los conoce, pero el resto de la población no.

—¿Y por qué no os los traéis de un viaje al futuro? —quise saber yo.

—Porqué no podemos traer nada que modifique nuestra forma de vida. Puedes traer algo para hacértela a ti más fácil, pero no puedes enseñársela a nadie o desaparecerá automáticamente. Es sólo para ti y contigo se tiene que quedar, así que poco haría yo con un reloj si soy el único que lo tiene.

—Pero sin reloj… ¿Cómo os arregláis? —pregunté yo, porqué no tenía muy claro como sería una vida sin un reloj que la marcara.

—Pues muy fácil. El sol y su movimiento, son nuestro reloj. Según donde esté colocado, sabes lo que toca hacer en ese momento del día. Bueno, continuemos con las normas…

—¿Y los días que no hay sol? —le preguntó Tom.

—Esos días recurrimos a los “recipientes horarios”.

—¿Y qué es eso? —pregunté yo esta vez.

—Llenamos dos recipientes de agua y uno de ellos se va vaciando en el otro. Según el agua que pase de un lado a otro, sabemos el tiempo transcurrido desde que amanece. ¡Bueno! ¡Basta de horarios y marcadores de horas! Sigamos con las normas:

Segunda Norma: Ha de realizarse la visita con ropa limpia y emanando un grato olor por todo el cuerpo. Se prohíbe sudar y que el aliento desprenda mal olor al hablar con el grandísimo. Tercera norma Ha de traerse algún presente con el que honrar al grandísimo, para que éste ose recibir a la inoportuna visita. Cuarta norma…

—¡Pues sí que hay normas para ir al castillo! —le interrumpí, ya un poco cansando de que se me estuvieran imponiendo tantas normas para recuperar algo que era mío.

—¡Ay, muchachito! —exclamó Lukuá— ¿Recuerdas que estamos hablando de Colungo, un personaje malvado y cruel? Cuarta norma: Se le ha de ofrecer a su grandísimo amo algo de tal magnitud, que compense la pérdida de tiempo que le supondrá al señor sentarse a negociar con un petit porc.

—¿¿¿Hay que darle dos regalos??? —grité, sabiendo de antemano que la respuesta era un sí.

—Hay que darle el primer regalo a los soldados para que se lo lleven a enseñar y decida si nos recibe o no, y el segundo hay que dárselo para que nos plantee la prueba que tendremos que superar para recuperar a vuestra mascota.

—¿Qué es un petit porc? —preguntó Sandra.

—Pequeño puerco —contestó Lukuá con cara de resignación—. Así es como nos llama Colungo a todos los habitantes de Lutecia.

—Es un poco tonto ese señor, ¿verdad? —comentó Sandra con cara de enfado.

—Ni te lo imaginas, muchachita. Ahí está nuestra baza: Como es tonto, le ganaremos esta batalla —dijo Lukuá sonriendo—. Bueno, hay que ponerse manos a la obra y estar preparados para cuando empiece a bajar el sol, que nos presentaremos ante el “Grand porc”. Ja ja ja……

—¿Qué has dicho? —interrogó Tom.

—Nada nada. Repasemos pues las normas y nos prepararemos para ir al castillo —le respondió mientras volvía a colocar el papel a la altura de sus ojos—. A ver, para la primera tendremos que esperar a que el sol empiece a bajar; entonces me acercaré yo a la puerta de acceso al puente, a ver si está encendida la vela cabo. Veamos que dice la segunda…Limpios y oliendo bien.

En ese momento, Tom juntó sus manos, las ahuecó y se las acercó a la boca exhalando en el hueco que había creado, para exclamar a continuación:

—¡¡¡Puajjj!!! ¡A mí me huele fatal el aliento!

—¡Será por todas las tonterías que dices! —exclamó Lukuá—. Pero no te preocupes, que eso tiene solución. Pékuat tendrá por ahí guardada menta fresca, y si la mascas durante un buen rato tu boca olerá a limpia y sana.

—Menos mal… —comentó Tom.

Después de mirarnos y olernos uno por uno de arriba abajo, Lukuá comentó:

—Estáis bastante limpios, pero no es que oláis precisamente a hierba fresca…. ¡Ya sé! Cogeré unos lirios en el campo, y os salpicaré con ellos para que desprendáis un olor agradable. ¡Ah! Y mascaréis todos menta fresca, para que os huela bien el aliento.

Dijo esto y desapareció de nuestra vista a la velocidad en que desaparece un relámpago en el medio del cielo; cuando apareció de nuevo, traía en una mano unas flores blancas y en la otra, unas hojas verdes.

—¿Cómo has hecho eso? —le pregunté.

—¿Hacer el qué? —preguntó a su vez Lukuá.

—Moverte tan rápido— dijo Tom.

—¡Ah! Bueno, porque soy un gnomo y me muevo rápido.

Tom y yo nos miramos, levantamos las cejas, y volvimos a mirar a Lukuá cuando empezó a hablar.

—Bien chicos, aquí están las armas que conseguirán que oláis bien: Lirios y hojas de menta fresca. Veamos pues la tercera norma —comentó mientras cogía de nuevo el papel de las normas—. ¡Ah! Sí. Es la del regalo para que nos reciba. Tenemos que buscar algo que le guste a Colungo para que nos reciba y podamos negociar con él.

—¿Le gustará esto? —pregunté mientras me acercaba a la mochila de Tom para sacar su guerrero Congo.

—¡Eh, Congo no se lo regalo a nadie! —gritó Tom.

—Tom, cuando volvamos a Cómit te regalo tres de mis guerreros —se me ocurrió decirle—. ¿No regalas a Congo para recuperar a Topo?

—¿Tres de tus guerreros? ¿Los que yo quiera?

—¡Los que tú quieras! —afirmé tajante, y le pregunté otra vez a Lukuá—: ¿Esto valdría?

Lukuá se había quedado inmóvil y mudo en su sitio observando el muñeco de Tom, así que tuve que repetir:

—¡Lukuá! ¿Qué te ocurre?

—¿De dónde habéis sacado eso?

—Es el señor Congo. Me lo regaló el señor Ruiz —contestó Tom.

—¡Mon Dieu! ¡Pero si es igual que Colungo! —gritó Lukuá.

—¿Igual que Colungo? —repetí.

—¡Igual que Colungo en pequeño! ¡Si le damos esto, sí que nos ofrecerá una prueba para recuperar a la mascota! ¿Cómo habéis conseguido a Colungo en pequeño?

—El señor Ruiz, un vecino de nuestro pueblo, estuvo mucho tiempo viviendo en Francia. A lo mejor es porque dentro de unos años se hacen muñecos de Colungo para asustar. Ja ja ja… —respondí yo echando una carcajada al tiempo que comentaba—. ¡Porque mira que es feo el muñeco!

—No te rías, muchachito, que este muñeco nos asegura un buen viaje al castillo. Pero nos preguntará de donde lo sacamos… —dijo Lukuá pensativo— ¡Ya sé! Diremos que yo he ido de viaje a la Hispania y le he comprado un presente al grandísimo, ¿entendido? Después tendré que redactarle un pergamino contándole como es la Hispania, pero eso ya lo hará Pékuat.

—No entendí muy bien —respondí yo—. ¿Por qué no podemos decir que lo hemos traído nosotros para recuperar a nuestro perro? ¿Colungo no sabe que si uno de vosotros se va a otro sitio, a cambio tiene que venir alguien aquí?

—¡No no no! —negó Lukuá—: No tiene que venir alguien aquí. Sólo tiene que entrar alguien en el Buryuá para poder salir de él quien esté dentro. En el interior del Buryuá, se puede coger cualquiera de las puertas que hay allí. Pero si Colungo sabe que sois de otra época más adelantada os encerrará, pues os creerá superiores a él y temerá que consigáis dominarle, así que os meterá en una celda, cerrará el candado y tirará la llave al Sequana. Recordad lo que diremos siempre: Yo me he ido a la Hispania y le he comprado este presente.

—¿Y tú tienes la cola necesaria para viajar en el tiempo? —le pregunté.

—Claro muchacho. Me la he ganado venciendo a un soldado hace bastante tiempo. ¿Por qué crees que conozco a los perros? Pero Colungo no tiene ni idea de quién ha ganado la cola en el pueblo.

—¿Y no podría encerrarte a ti por haber estado en otra época y conocer mundos más avanzados? —volví a preguntarle.

—¡No! ¡Jamás! Colungo se cree que somos mucho más torpes que él, así que no le interesa nada de lo que le podamos contar. Sólo lee, o le leen porque dudo que sepa leer, los pergaminos que hace escribir a los vecinos que han ganado la cola mágica, y por lo tanto se han marchado en el Buryuá a otros mundos. Si se entera por casualidad de que se han marchado, claro. Además, habría un buen follón si encierra a un gnomo en el castillo para sacarle información. Hasta ahí podríamos llegar. ¡Ja!

—¿Y no sospechará que hemos llegado de otro mundo al vernos y no conocernos?

—¿Te crees que Colungo conoce a todos los habitantes de esta isla? No no no…

—¿Y cómo nos presentamos ante él en busca de Topo si por aquí no conocéis los perros? Está claro que viene de otra época, ¿no? —le interrumpí cuando me saltó la duda en la cabeza.

—¡Buena pregunta! —contestó, mientras se dejaba caer en la alfombra mirando al techo de la casa en posición pensativa— ¡Ya está! Diremos que el animal me ha seguido y se ha intercambiado por un gaspi que pasaba por allí, pero que tengo que devolverlo pronto a su casa porque pertenece a unos guerreros de La Hispania y podrían venir tras él.

—¿Se creerá esa patraña? ¿No te preguntará como vas a hacer que coincidan en el Buryuá dos mascotas para el intercambio? —pregunté dudando si saldríamos todos vivos de esa aventura.

—¡Claro que se la creerá! Colungo en el fondo es un necio cobarde y no se planteará tantas cuestiones como te planteas tú; además, ante la duda de que sea cierta la historia de los guerreros, liberará al animal. Si le damos algo a cambio, claro, porque si no nosotros seremos el cambio que exija para soltarlo.

—¡Oye! —continué atando cabos— Si le cuentas eso del muñeco pensará que es famoso unos años más tarde y… ¿no crees que querrá irse en Buryuá a la Hispania para verse como muñeco famoso?

—Ayyy… ¡Qué pesadito te estás poniendo con tanta pregunta! ¡Pues no! Colungo no se mueve de aquí ni en el Buryuá ni en nada. Está muy cómodo y bien atendido en su castillo. No tiene el valor que hace falta para irse a otra época. En todo caso le subirá el ego, si le puede subir más, claro. Bueno, entonces les enseñamos el muñeco a los soldados de la puerta para que se lo hagan llegar y nos reciba. Y después, hay que ofrecerle algo realmente bueno para que negocie con nosotros. ¿No tenéis nada más por ahí que le llame la atención?

—¿Podremos conseguir a Topo con el dinero que te dio mamá? —preguntó Sandra.

En ese momento, recordé que mamá me había metido en la cartera unas monedas para pagar mis libros del cole, pero no estaba muy convencido de que fuese buena idea, regresar a casa sin el dinero y sin el recibo que me daría la señorita Teresa a cambio del mismo.

—Enséñale nuestro dinero, porfi, porfi, porfi… —empezó a rogarme Sandra.

Sin pensar mucho más en las consecuencias de lo que iba a hacer, y porque no veía que hubiera muchas más opciones, busqué en mi mochila la cartera con el dinero, y enseñé las monedas a Lukuá.

—¿Esto valdrá? —le pregunté mostrándole las monedas que había colocado en la palma de mi mano.

—¡Mon Dieu! —exclamó Lukuá en un idioma que no entendíamos, pero que tan sólo usaba en determinadas ocasiones— ¿Qué es eso?

—Son “Uros” —contesté—. Nuestras monedas.

—Déjame ver —dijo Lukuá cogiendo una de mi mano—. ¡Qué extrañas monedas! ¡Pensará que es un gran tesoro! Esto sí le gustará, pero voy a sacarles un poco de brillo con el aceite de la lámpara de mi habitación.

Tras decir esto, se levantó, desapareció de nuestra vista, y volvió a aparecer con el objeto parecido a la cafetera de mamá que había encima de la mesita de la habitación. E hizo todo con tal rapidez, que tardó el mismo tiempo que tarda Sandra en colocarse un mechón de pelo detrás de una oreja.

—¡Anda! ¡Otra vez te has movido casi volando! ¿Cómo haces esas cosas? —preguntó Tom.

—Ya te lo he dicho antes: Porqué soy un gnomo, y a los gnomos la tierra no nos atrae con la misma fuerza que a vosotros; no nos afecta la Ley de la Gravedad como a los humanos, por eso podemos movernos muy rápido —contestó Lukuá, mientras extraía un pequeño recipiente del interior del objeto con el que había regresado. Introdujo en él la punta de un pañuelo que traía en la otra mano, y empezó a frotar una moneda.

—¿Qué haces? —le pregunté.

—Sacar brillo con el aceite de la lámpara —y continuó frotando con fuerza y rapidez la moneda—. Ahora sí que parece un gran tesoro, ¿verdad? —nos preguntó mientras nos enseñaba el resultado de su trabajo: Una moneda tan dorada y brillante que parecía oro, e incluso molestaba a los ojos si la mirabas demasiado tiempo.

—¡Caray! —gritó Tom— ¡Con esa moneda podríamos comprar muchos muñecos iguales a Congo! ¡Parece de oro!

—¡Perfecta! —exclamó Lukuá mientras iba sacando brillo al resto de monedas.

Al terminar, depositó las siete monedas sobre la alfombra. Había tres bastante grandes y cuatro un poco más pequeñas; parecía que estábamos ante un verdadero tesoro.

—¡Caray! —repitió de nuevo Tom— Le sacaré brillo a las monedas de mi hucha con el aceite que tiene mamá en la cocina y me iré a comprar… ¡Muchisísimos Congos!

—No creo que sea tan sencillo engañar al señor Ruiz… —comenté yo

—Este es el regalo, pero hay que colocarlas en algo más atractivo que una mano… ¡Ya sé! —dijo Lukuá, mientras de nuevo volvía a desaparecer y aparecer ante nosotros en cuestión de segundos—. Las colocaremos en este pañuelo.

—¿En un pañuelo arrugado? —pregunté.

—Un momento……

Inmediatamente extendió el pañuelo sobre el suelo y empezó a pasar sobre él una mano, hasta que de nuevo empezó a salir vapor de él.

—¡Listo! —dijo Lukuá mientras nos mostraba la tabla en que acababa de convertirse el pañuelo— Colocaremos aquí las monedas. Sólo necesitamos algo con que unir y atar las puntas. A ver a ver… ¡Ya está! ¿Me prestas tu lazo, muchachita?

Sandra me miró y yo asentí con la cabeza, acercándome a ella para quitarle el lazo rosa que mamá le había puesto en la coleta esta mañana. Se lo pasé a Lukuá, que se puso a trabajar de inmediato:

Colocó las monedas encima del pañuelo, unió las cuatro puntas haciendo una pequeña bolsa y las ató con el lazo de Sandra. El resultado, fue un bonito paquetito del que se intuía llevaba guardado algo de valor.

—¡¡¡¡Magnifique!!!! —exclamó Lukuá— ¡Esto valdrá! Pues ya estamos preparados para nuestra visita, pero habrá que esperar a que el sol empiece su descenso para comprobar si está encendida la vela. ¿Algún plan para pasar nuestro tiempo hasta entonces…? ¡Ya sé! —gritó Lukuá contestándose a sí mismo—. Os prepararé un “petit repas”

—¿Qué es eso?

—Pequeña comida, el almuerzo… —me respondió Lukuá, y se acercó a la alacena de la que extrajo algún que otro cacharro.

A continuación, Lukuá volvió a moverse por toda la casa con tal velocidad, que tan sólo conseguíamos ver una mancha roja en movimiento. Hizo una parada en la chimenea, y vimos que tras encender fuego en ella, colocó encima de la llama una especie de tabla con unos trozos de carne. Un poco después, volvió a volar por la casa. Finalmente, se detuvo y señaló la mesita que había en la sala, al tiempo que decía:

—Comed lo que queráis para coger fuerzas, chicos, que en un ratillo visitaremos a Colungo.

—¡Caray! —exclamó por tercera vez Tom— ¡Yo quiero hacer las cosas que haces tú!

—¡Y yo quiero ser tan alto como tú para tocar la luna! —le increpó Lukuá— Ya puedes estar calladito cuando vayamos al castillo, ¿eh amiguito? ¡Venga! ¡Comed algo antes de salir de casa! —nos ordenó a todos, y empezó a explicarnos los alimentos que allí había colocados:

—Tenéis totitas de maíz, buñuelos de azúcar, manzanas, aceitunas y unos filetes de cerdo asados. ¡Ah! Y esos paños para limpiaros bien las manos después de comer. ¡Bon Apetit!

—¡Qué buena pinta! —exclamó Tom al tiempo que abría los ojos de par en par y empezaba a mover un dedo sobre los distintos alimentos de la mesa.

—¿Qué haces? —le preguntó Lukuá, con cara de intriga.

—El pito pito gorgorito.

—¿Y eso qué es? —preguntó abriendo muchísimo los ojos.

—Un sorteo para ver con que empiezo. Es que tiene todo una pintaza… —dijo Tom y siguió moviendo su dedo— ¡Ya está! ¡Empiezo con las tortitas!

Sí. Realmente todo aquello tenía muy buena pinta, así que fuimos cogiendo cada uno lo que más nos atraía de los platos. A Sandra le hizo gracia el sorteo que había hecho Tom para elegir alimentos, así que también lo hizo ella en varias ocasiones. Y un buen rato después, nadie era capaz de seguir comiendo. Estábamos todos ya con la barriga súper llena.

—¡Qué rico estaba todo! —exclamó Sandra, comentario ante el que Tom y yo asentimos con la cabeza, al tiempo que limpiábamos nuestras manos de los restos de alimentos que en ellas había.

—Gracias por la comida, Lukuá. Vamos a recoger la mesa —les dije a los demás.

—No hace falta, muchachito. Lo hago yo rápidamente —contestó Lukuá, y de nuevo empezó a moverse una mancha roja por toda la casa.

Cuando estuvo sentado otra vez a mi lado, comprobé que la sala estaba igual de limpia que antes de empezar a comer en ella.

—Eh… —fue todo lo que dijo Tom antes de que Lukuá le interrumpiese diciendo

—¡Ni se te ocurra decir que como he hecho eso!, ¿eh? Chusssss… —le ordenó poniendo un dedo en su boca, para después mirarme a mí y preguntar— ¿Descansamos un poco y vamos a por vuestra mascota?

—Descansemos —asentí con la cabeza—, qué yo por lo menos estoy cansado después de un día con tantas agitaciones.

Nos recostamos los tres en el sillón, y pienso que todos estábamos dormidos cuando Lukuá nos despertó con un sonoro:

—¡Arribaaaaa! ¡Qué ya es el momento!

—¿El momento de qué? —pregunté algo adormilado.

—De ver si está la vela encendida para visitar a Colungo.

—Ahhh… Si… Es verdad. ¿Y ya estará ya encendida?

—¡Voy a comprobarlo ahora mismo! —me contestó, al tiempo que se acercaba a la puerta para desaparecer después tras ella.

Mientras Lukuá estaba de viaje por el pueblo, Sandra y yo aprovechamos para ir al baño-huerto, mientras Tom se acercaba a la chimenea para observar algunos de los cacharros que estaban allí colocados. Volvíamos a la sala, al tiempo que Lukuá entraba por la puerta de casa exclamando:

—¡Fantastique! Ya está encendida la vela. Podemos ir de visita.

—¿Nos vamos? —respondió Tom.

—¡Un momento, muchachito! Debemos repasar bien el guión. Vamos a ver… —dijo Lukuá mientras abría de nuevo el papel de las normas y empezaba a leerlas—: Norma primera: Visitar cuando la vela esté encendida. Esto está listo. Norma segunda: Limpios y oliendo bien.

Y sin decir nada más, se acercó a olernos y mirarnos de cerca, tras lo cual comentó:

—Bueno, estáis bastante limpios, pero no oléis a gloria que se diga; os salpicaré con agua de lirios mientras mascáis menta fresca.

Acto seguido, Lukuá nos entregó unas hojas verdes que traía guardadas dentro de una pequeña bolsita, y ordenó que las masticásemos pero sin tragarlas; a continuación, empezó a mojar los lirios en un vaso de agua y mientras daba pequeños saltitos, nos iba salpicando con ellos.

—¡Me estás mojando! —protestó Tom.

—¿Y cómo quieres si no oler a fresco? ¿Me lo explicas? —respondió Lukuá mientras le daba doble ración de salpicaduras.

Una vez hubo acabado, pidió escupiésemos la hierba en un pañuelo que arrugó y depositó en la mesa. A continuación, gritó:

—¡Vualá! ¡Estáis perfectos! —dijo mirándonos de uno en uno, para terminar centrando su mirada en Tom—. Ahora sentaros ahí tranquilitos, no sea empecéis a sudar y haya que repetir todo el proceso. Veamos, veamos… ¡Norma Tercera!: Llevar un presente con el que honrar al grandísimo para que nos reciba. ¡Esto también está listo! —exclamó mientras señalaba al muñeco de Tom—. Cuarta Norma: Agasajar al grandísimo con un regalo para que nos proponga la prueba para el intercambio con vuestra mascota, y aquí está ese regalo —comentó señalando el paquete de monedas que tan bonito había quedado.

—¡Ya estamos preparados para ir al castillo! —comenté sonriendo.

—Vámonos pues —ordenó Lukuá—. Y recordad: Dejadme hablar a mí; En cualquier caso… —puntualizó mirando a Tom— ¡Tú no abras la boca ni para coger aire por ella!

Tras decir esto, colocó todos los regalos en una especie de bolsa de tela, se la colgó de un brazo, y accedimos al exterior de la casa para coger rumbo al castillo de Colungo. Recorrimos de nuevo las calles por las que ya habíamos caminado antes, hasta que llegamos al puente por el que se accedía al castillo.

Una torre de piedra, en la que estaba colocada la vela con la llama encendida, enmarcaba la puerta por la que se accedía al puente; dicha puerta estaba flaqueada por dos guardianes, vestidos como los que habíamos visto antes por el pueblo, y estirados como una aguja de calcetar de mamá.

—¿Qué queréis? —preguntó uno de ellos sin mirarnos a los ojos.

—Buenas tardes —respondió Lukuá—. Desearíamos hablar con el grandísimo, para recuperar una mascota de otro mundo muy peligrosa, que nos han dicho obra en su poder. Hemos traído esto para que se digne en recibirnos —dijo mientras sacaba de su bolsa el muñeco de Tom y se lo mostraba.

Al verlo, los dos guardianes abrieron los ojos como platos. Se agarraron a sus espadas, colocaron los escudos delante de sus cuerpos y preguntaron casi al unísono:

—¿Qué es eso? ¿De dónde lo habéis sacado?

—Es un presente que le traído de otro mundo —dijo Lukuá—. De la Hispania en el año 1.979. El excelentísimo se hace famoso en el futuro. Este muñeco le hará mucha ilusión. Háganselo llegar, por favor, y sabrá que su grandeza hará historia.

Al oír esto, a Tom se le escapó una risilla, por lo que automáticamente tosí mientras le daba un buen pellizco en un brazo, y le ordenaba que estuviera en silencio colocando un dedo sobre mi boca.

—¿Y traéis algo realmente interesante para que os proponga un reto a vosotros, los petit porc?

—Traemos algo que hará las delicias del excelentísimo señor; se lo aseguro —comentó Lukuá, mientras les mostraba la bolsa donde estaban guardadas las monedas.

Los soldados se miraron, y uno de ellos ordenó al otro:

—Coge el muñeco y házselo llegar.

—Llévaselo tú mientras yo los vigilo.

—¿Nadie quiere llevarle el presente al grandísimo, y que éste le estime más que a los demás guardianes, después de hacerle entrega de su réplica en miniatura? —insistió Lukuá, intentando que alguno de ellos agarrara el muñeco y echara a andar con él hacia el interior del castillo.

—¡Está bien! —gritó uno de ellos—. ¡Se lo llevaré yo!

Tras decir esto, se lo arrebató drásticamente a Lukuá de la mano y con cara de desagrado, estiró y alejó de su cuerpo todo lo posible el brazo cuya mano portaba el muñeco, y empezó a cruzar el puente en dirección al castillo.

Tras esperar un tiempo, que yo pienso fue bastante largo, mirándonos los unos a los otros en silencio, divisamos de nuevo al guardián acercándose por el puente. Ya no traía el muñeco en sus manos y su cara inexpresiva, no delataba cual había sido la respuesta de Colungo ante nuestra petición de que nos concediese una visita. Una vez estuvo a nuestro lado, fue revisándonos uno a uno. Después, nos pidió que le echásemos el aliento y finalmente y sin mirarnos a los ojos, ordenó:
—Caminad por el puente hasta llegar a la muralla; atravesadla usando el hueco abierto en ella, y al otro lado, os encontraréis el foso. Cruzarlo usando el puente elevadizo y veréis otra muralla. Atravesadla por la puerta-arco, y llegaréis a un recinto con cinco torres y dos palacios. Entrad en el palacio más pequeño. Una vez dentro, caminad por su interior hasta que encontréis una puerta dorada enmarcada por rubíes rojos. Abridla y esperad allí al grandísimo. ¿¿¿Entendido???
—Entendido —respondió Lukuá.
—Al menor desvío de cualquiera de vosotros… ¡Dormiréis todos una temporada en las mazmorras! ¿¿¿Entendido??? —preguntó nuevamente el guardián.
—Todo entendido perfectamente. No se preocupe. ¡Vamos pues! —ordenó Lukuá mirando hacia nosotros, e indicándonos con una mano que cruzásemos la puerta.
Cuando llevábamos recorrido la mitad del puente aproximadamente, Lukuá nos ordenó una vez más que guardásemos silencio en el interior del castillo, y que él se encargaría de hablar con Colungo. Los tres asentimos y caminamos un poco más hasta que llegamos a la muralla. La cruzamos por un gran boquete abierto en la misma, y llegamos a un río bastante oscuro y maloliente.
—El foso —nos aclaró Lukuá—. Lo cruzaremos usando el puente elevadizo.
Y con una mano señaló un puente también hecho en piedra, y sujeto por unas grandes cadenas a una muralla.
Mientras íbamos caminando por el puente, observé que en el agua turbia y maloliente que estaba bajo nuestros pies, estaban saltando unos extraños y feos peces. Sandra también los vio y agarró mi mano. Sí. Realmente esos peces daban miedo. Continuamos nuestra travesía por el puente y llegamos hasta la muralla, con la puerta-arco que comentó antes el vigilante. La atravesamos y todos nos quedamos boquiabiertos observando lo que allí había:
Una gran explanada dividida en muchos jardines, separados entre sí por senderos, flanqueados a su vez por árboles y estatuas doradas. La explanada, estaba rodeada por cinco torres y dos majestuosos palacios también dorados.
—¡Mamma mía! —exclamó Lukuá
—Pues sí que tiene pasta el hombrecísimo ese, ¿eh? —comentó Tom mirando a Lukuá, a lo que éste le ordenó nuevamente que estuviera en silencio.
Cuando dejamos todos de estar pasmados ante aquella imagen de lujo que se presentaba frente a nosotros, Lukuá señaló el castillo de menor tamaño y comentó:
—Ese el castillo al que debemos ir. Vamos allá.
Así que los cuatro empezamos a recorrer el camino que bordeaba los jardines, y conducía a los palacios y las torres.
—Bueno amigos; aquí estamos. Entremos —ordenó Lukuá cuando estuvimos frente al palacio de menor tamaño, pero no por ello pequeño.
Antes de cruzar la majestuosa puerta por la que se accedía al palacio, observé rápidamente el elegante edificio al que íbamos a entrar: La fachada era de color dorado, y en ella había tres puertas de acceso al interior, pero sólo la del medio aparecía entreabierta. Encima de cada puerta, había una fea figura de un extraño animal hecha en piedra.
—Esos horrorosos animales tienen la función de proteger a los habitantes del palacio ante visitantes non gratos —dijo Lukuá señalando una de aquellas extrañas imágenes.
En medio de la fachada del palacio, había tres grandes ventanas enmarcadas por unas brillantes piedras, y un poco más arriba, dos esbeltas torres coronaban el palacio. En cada torre, pude divisar a un firme soldado haciendo de vigía.
—Estamos entrando en un edificio de oro —susurró Lukuá mientras cruzábamos la puerta central.
Al oír esto, sentí que me flaqueaban las piernas y casi me caigo al bajar un escalón que había tras la puerta. Lukuá me vio y se le escapó una pequeña sonrisa mientras me decía:
—Tranquilo muchacho; pronto estaremos fuera. Bueno —continuó hablando ahora un poco más alto—, busquemos la puerta dorada enmarcada por piedras rojas.
Así comenzamos a caminar por el interior del palacio, cuyas paredes continuaban siendo doradas y estaban decoradas con enormes cuadros, en los que aparecía un señor igual que Congo, el muñeco de Tom, por lo que supuse que eran retratos de Colungo. Unas enormes lámparas de pequeños cristalitos colgaban del techo, y estaban todas encendidas. Caminamos unos pasos hacia el interior y observé a nuestra derecha una puerta dorada, enmarcada por piedras verdes.
—Debemos buscar la puerta con piedras rojas —comenté mirando a Lukuá.
—Esa es —respondió señalando una puerta colocada unos pasos más adelante, en la pared de enfrente.
Nos acercamos todos a la puerta, la abrimos y entramos a una sala bastante pequeña. Al fondo de la misma, y en un plano más elevado a modo de escenario, había colocado un enorme sillón también dorado, con cuatro grandes cojines rojos. Por el medio de sala, estaban repartidos unos cuantos taburetes de madera y Lukuá nos indicó que nos sentáramos allí.
Mientras esperábamos por Colungo, observé la sala en la que estábamos: Detrás del majestuoso sillón, dos grandes cortinones también en rojo cubrían toda la pared. Las demás paredes estaban llenas de cuadros de Colungo, que me recordaron lo feo que era el señor ese.
Lukuá colocó la bolsa con los uros a sus pies y de nuevo se llevó un dedo a la boca, indicando que guardáramos silencio. Un poco después, entraron por la puerta que acabábamos de atravesar nosotros dos guardianes. Se detuvieron a nuestro lado, nos revisaron y olieron de nuevo, y continuaron caminando hasta colocarse cada uno a un lado del sillón. Se pusieron firmes y uno de ellos gritó:
—El grandísimo, guapísimo y majestuoso señor Colungo, hace su entrada para atender a los petit porc. Pónganse en pie y firmes. Sean rápidos y no hablen más de lo que se les pide. ¡Urekaaaaaaaa!
Al oír esto último, miré a Lukuá subiendo mis hombros para indicarle que no entendía lo que había dicho el guardián, pero me indicó con la cabeza y poniendo cara de enfado, que mirase para el escenario y me levantase de la silla. Y eso hice, en el mismo momento en que los soldados recogían las cortinas para dejar paso a Colungo. Colungo, nos dirigió un rápido vistazo desde el escenario y acto seguido se sentó, o más bien tumbó, en el sillón. En ese momento, me detuve a observarlo con atención:
Era igualito a Congo, el muñeco de Tom, pero estaba bastante más sucio; presentaba un aspecto realmente desaliñado: Tenía un pelo naranja y tieso, que le salía disparado de su cabeza como si llevara alambres clavados en ella. También tenía barba y bigote de color naranja, sobre los que aparecían restos de comida. Era gordo, y sobre su cuerpo llevaba una especie de camisón de color marrón, que se le ajustaba al cuerpo y marcaba una prominente barriga. Sus uñas eran largas y negras. Realmente, ese señor era asqueroso.
En su mano llevaba a Congo. Lo miró, habló con un guardián y éste se acercó a nosotros, para ordenar que Lukuá fuese a hablar con el grandísimo. Lukuá asintió con la cabeza, cogió la bolsa de uros y subió al escenario. Hizo tres reverencias y se arrodilló, pero a una distancia bastante prudencial del sillón.
—¿De dónde has sacado esto, petit porc? —le preguntó Colungo a Lukuá mostrándole a Congo, tras lo cual, se echó un tremendo y sonoro eructo.
Al oírlo, Tom se echó a reír y no tuve más remedio que empezar a toser para tapar su risa.
—¿¿¿Estás enfermo??? —me gritó uno de los soldados allí presentes.
—No señor; me he atragantado.
—¡No importa lo que te haya pasado! ¡Aquí no se tose! ¡Tápate la boca con algo y vete al fondo de la sala inmediatamente! —me gritó con todas sus fuerzas el soldado.
—¡Si señor! —respondí mientras me desplazaba al fondo de la sala, indicándole antes con una mano a Tom que le cortaría el cuello.
Empecé a caminar hacia el fondo con una mano colocada sobre mi boca, y un soldado me gritó de nuevo:
—¡¡¡Camina mirando al grandísimo señor Colungo!!! ¿¿¿¿¿Cómo osas petit porc darle la espalda?????
—¡Perdón! ¡Sólo miraba hacia dónde tenía que ir! ¡¡¡Disculpe mi estupidez, señor!!! —grité, y rápidamente empecé a caminar marcha atrás por aquella sala.
Cuando llegué al fondo, Lukuá volvió a hablar:
—He traído su muñeco de un viaje a la Hispania del siglo XX, dónde el grandísimo Colungo es famoso, y todos los habitantes de la Hispania tienen uno en sus casas —le comentó Lukuá, al tiempo que hacía reverencias otra vez.
—¡Si es que ya lo sabía yo que soy un grande grandísimo! Ja ja ja… —dijo Colungo, poniéndose rojo como un tomate ante tanta carcajada que estaba soltando—. Me explicarás como es la Hispania rápidamente, ¿eh, petit porc? Ja ja ja…
—Claro Majestad. Rápidamente —contestó Lukuá.
—Bueno, ¿y qué queréis pedirme? ¿Y qué me traéis para que os proponga un reto?
—Queremos pedirle una horrible mascota que obra en su poder. Pertenece a unos guerreros de la Hispania, y he de devolverla a su mundo antes de que ellos irrumpan aquí para atacarnos. Pero deberá ser tratada con cuidado para que la devuelva en perfecto estado, o sus amos se enfadaran y será cruel su venganza.
Colungo se levantó del sillón y con cara de pánico preguntó:
—¿La mascota que han capturado mis soldados y que hace extraños ruidos parecidos a grrrrrrrr, grrrrrrrr, pertenece a unos guerreros de la Hispania?
—Sí, grandísimo. Ha entrado en mi Buryuá al tiempo que salía del mismo el gaspi de algún vecino. No pude hacer nada para evitarlo porque la puerta se cerró.
—¡Oh, no! ¡¡¡Debéis devolverla rápidamente!!!
—¿Nos la entrega ahora?
—¡No no no no! ¡¡¡Pero qué te has creído, petit porc!!! —gritó enfurecido Colungo—. ¿Qué presente me habéis traído para que os proponga un reto y os devuelva al monstruito? Si no tenéis nada, ¡Vosotros os intercambiaréis por ella y será conducida por un soldado a su pueblo!
Al oír esto, los guardianes pusieron cara de pánico, se miraron uno a otro y bajaron un poco sus cabezas, que volvieron a levantar cuando Lukuá habló:
—Claro que hemos traído un presente con el que El Grandísimo pueda retarnos. Mire usted —dijo mientras levantaba la mano en la que sujetaba el pañuelo con las monedas—. Permita su majestad se las entregue.
Colungo asintió con la cabeza, por lo que Lukuá se acercó un poco más a él haciendo de nuevo reverencias. Una vez estuvo frente a Colungo, le mostró el paquete, tiró del lazo, y el pañuelo se abrió descubriendo las monedas que brillaban como oro.
—¡¡¡¡Mon Dieu!!!! ¡Un nuevo tesoro! —gritó, al tiempo que abría los ojos de par en par y se levantaba del sillón para arrebatarle el paquete a Lukuá.
Una vez examinó las monedas de una en una, alzó la vista y preguntó:
—¿De dónde has sacado esto, petit porc? ¿¿¿¿No sabes que los gnomos no pueden buscar tesoros por Lutecia ni por ningún lado???? —gritó poniéndose rojo como un tomate.
—No lo he buscado, excelentísimo. Lo desenterró un día mi cabra Carambita en el parque del pueblo, y las he guardado desde entonces pensando que era el mejor presente que le podría ofrecer el día que necesitara de sus favores. Desde entonces, he estado dándole vueltas y he llegado a la conclusión, de que es parte del tesoro del Sequana.
—Está bien…. ¿Y no habrá más tesoros por allí? —preguntó con cara de avaricia Colungo.
—No lo sé. No he buscado más tesoros, como usted manda —contestó Lukuá.
Colungo se volvió a sentar en el sillón. Tras observar de nuevo las monedas de una en una y durante un buen rato, alzó la vista y exclamó:
—Bien; vuestro reto para recuperar a la salvaje mascota será encontrar el tesoro del Sequana. Os doy permiso, única y exclusivamente por esta vez, para buscar el tesoro. Podéis iros, petit porc.
Al oír esto, los soldados hicieron una reverencia ante Colungo, nos ordenaron que hiciésemos lo mismo y que caminásemos marcha atrás, dirección a la puerta de entrada a la sala. Yo apuré mi paso para alcanzarlos desde el fondo de la sala. Una vez estuvimos todos juntos, los soldados fueron marcando nuestra caminata hasta que nos situamos de nuevo ante el puente elevadizo, donde nos ordenaron que lo cruzásemos, y que no nos querían ver de nuevo por allí hasta que llevásemos con nosotros el tesoro. Cruzamos dicho puente, atravesamos el orificio en la muralla, cruzamos el segundo puente, y nos topamos otra vez con los dos soldados que lo custodiaban.
—Permítannos pasar, señores, que tenemos una misión que cumplir para Colungo —les dijo Lukuá.
Los soldados ni se inmutaron. Tan sólo se apartaron un poco para dejarnos salir del recinto, y una vez estuvimos en el exterior, empezamos a correr hasta que llegamos a la casa de Pékuat. Allí, nos sentamos todos en la alfombra de la sala y yo aproveché para hablar… Más bien, gritar:
—¡Oye Tom! ¡La próxima vez que se te escape la risa, te dejo sólo riéndote y luego le explicas a Colungo de que te reías! ¿eh? Si te vas a reír de nuevo, por favor, ¡¡¡¡Muérdete la lengua!!!
—Perdón perdón perdón… —se disculpó Tom mirando al suelo.
—Si Tom, no debiste de reír —dijo Lukuá—. Nos pusiste a todos en peligro. Bueno, pero ahora ya estamos en casa y podemos decir… ¡Misión cumplida! ¡Hemos salido del castillo todos con cabeza!
—¿Misión cumplida? —repetí yo un poco enfurecido—. ¿Misión cumplida? ¿Y qué misión hemos cumplido? No hemos recuperado a Topo y encima nos han encargado buscar un tesoro que no existe. Y… ¿Cómo vamos a encontrar algo que no existe?
—Tranquilo, muchachito. Hemos llevado a cabo la primera de las misiones: Qué Colungo nos ofrezca un reto para recuperar a Topo. Ahora estudiaremos como ejecutar la segunda misión: Encontrar un tesoro para el intercambio. ¿No decías que Pékuat te había contado algo de un tesoro?
—Sí, y nos dijo que en la guía encontraríamos pistas para encontrarlo, pero tú has dicho que nunca oíste nada de ese tesoro.
—Bueno, puede que yo nunca oyera nada pero ese tesoro si exista. Le echaremos un vistazo a la guía —dijo Lukuá al tiempo que la cogía de encima de la mesa y la abría—. ¡Mon Dieu! ¡Me olvidé de ponerle un flan a mi cabra!
—¿Tú también tienes una cabra, y además es una cabra que toma flanes? —preguntó Tom con cara de susto, al tiempo que Lukuá se ponía en pie.
—Claro que tengo una cabra, muchachito, y toma flanes para darnos leche rica rica. Pero si después de comer el revuelto de espinacas no ve el flan, empezará a cantar desafinando y vendrán los soldados de Colungo, así que voy hasta casa. No os mováis de aquí. ¡Vuelvo en seguidaaaaaa…!
Dijo esto, se levantó, abrió la puerta de casa y desapareció tras ella.
—Oye Óscar, ¿Ha dicho que su cabra come revuelto de espinacas y de postre flan? —me preguntó Tom
—Si —contesté afirmando con la cabeza.
—Yo también como flanes —dijo Sandra con una risita.
—Eso es muy extraño, ¿no? —preguntó de nuevo Tom.
—¿El qué? ¿Qué Sandra coma flanes o que los coma la cabra?
—Que los coma la cabra. Flanes y revuelto….
—No lo he pensado, pero he visto por aquí cosas más extrañas que esa, así que me da igual. Veamos la guía a ver si encontramos alguna dirección por dónde empezar a buscar el tesoro —comenté, intentando cambiar de tema y que no empezara Tom con sus preguntas.
Cogí la guía de encima de la mesa y me senté con ella sobre la alfombra. Me fijé en el bote que contenía la flor del tiempo, que aún tenía tres pétalos.
—¡Vaya! ¡Parece que vamos bien de tiempo! Aún está enterita la flor. Busquemos pues la pista del tesoro.
Tras decir esto, Sandra y Tom se colocaron a mi lado y comenzamos a echarle un vistazo a la guía. Nos saltamos las primeras hojas, que básicamente eran de bienvenida y contenía muchos nombres de regiones de La Galia, pero no parecía que informaran mucho acerca del tesoro. Después hablaba de Lutecia, y nos decía que no debíamos hablar más de lo imprescindible con los soldados de Colungo, ya que si se enfadaban con nosotros, nos retarían a una lucha con bolas de acero en “Las Arenas de Lutecia”, en las que había que ser hábil para salir bien parado. Pero si los vencías, te ganabas la cola con la que podías viajar en el espacio y en el tiempo.
—¿Qué son las Arenas de Lutecia? —preguntó Sandra.
—Las que antes indicó Lukuá que se llegaba por una puerta en la explanada que estuvimos, ¿recuerdas? —le respondí y seguí hojeando la guía—. ¡Mirad! ¡Aquí trae un plano de Lutecia! Es bastante pequeña, así que si hay un tesoro por ahí enterrado, lo encontraremos.
—¿Qué encontraremos? —preguntó Lukuá que ya estaba entrando por la puerta.
—El tesoro —respondí—. Estamos en un pueblo bastante pequeño, ¿verdad?
—Bueno, no es muy grande, pero ¿no os dijo Pékuat que el tesoro estaba en el Sequana?
—Es cierto… —confirmé yo recordando las palabras de Pékuat.
—¿Qué son las Arenas de Lutecia? —insistió Sandra
—Es un como un gran teatro al aire libre, pero allí no se representan obras porque están semidestruídas. —le aclaró Lukuá—. Ahora se usan como campo de batalla entre los habitantes de Lutecia con los soldados de Colungo, así que mejor que no las conozcáis. Además, no están en la isla. ¿Recordáis antes en el parque, cuando os expliqué que una de las puertas allí colocadas es la que sólo se atraviesa para ir a las Arenas de Lutecia?
—Si — respondí yo.
—Muy bien; pues las Arenas están colocadas en la región de enfrente, la que hay al otro lado del río, así que o vas en barca conducido por los soldados de Colungo para pelear con ellos o no las conocerás nunca…
Sentí un escalofrío al oír esto y me asustó Lukuá cuando volvió a hablar.
—Bueno, olvidemos las arenas y veamos que pone la guía acerca del tesoro. ¡Préstamela muchachito! —comentó sentándose a nuestro lado.
Lukuá la cogió y estuvo un buen rato pasando hojas sin decir nada. Al llegar a la mitad más o menos, nos dijo:
—Por las primeras hojas no parece que traiga nada interesante. Ahora voy a leeros en voz alta lo que pone del Sequana, a ver si entre todos somos capaces de descubrir algo:
“El rio Sequana, es un gran río que bordea la Ile de la Cité. Este largo río, cuida y defiende a los pobladores de la isla de los enemigos que pretenden robar a los habitantes de Lutecia todas sus riquezas. Los cuida, porque los abastece de salmone para que se alimenten. Los protege, porque sólo es posible acceder a Lutecia por barco; sin embargo, sus habitantes no necesitan cruzarlo para defenderse; bastará con que disparen sus cañones desde la muralla que rodea la isla.”
—¡Vaya! ¡La guía conoce el muro de Lutecia! —exclamó de repente Lukuá—. Bueno, sigo leyendo:
“Además, este río sirve como vía comercial a los habitantes de Lutecia, ya que llega hasta pueblos como Troyes, Ruan,…, cuyos comerciantes mantienen buen relaciones con los habitantes de Lutecia y bla bla bla…”
—¿Bla bla bla? ¿Dice eso la guía? Qué fuerte, ¿no? —le interrumpió Tom.
—No hijo no —respondió, mientras juntaba ambas manos delante del pecho como si fuera a rezar—. Lo digo yo, porque esto nos dice lo mismo que si pusiera bla bla bla. A ver si localizo algo más interesante.
Y así comenzó a hojear la guía él sólo, pasando hojas para delante, hojas para atrás. Mientras tanto aprovechamos los tres para ir al baño-campo, lo limpiamos bien con agua del pozo y al regresar, le preguntamos a Lukuá dónde podíamos encontrar algo para comer. Lukuá se incorporó rápidamente, cogió una bolsa blanca que había colocada en el aparador, nos ofreció galletas y continuó leyendo. De repente exclamó un sonoro “Vualá”.
—¿Has encontrado algo interesante? —le pregunté.
—Creo que sí. Escuchad que pone aquí:
“Además, en este río descansan cajas que contienen juguetes con los que se entretenían los miembros de la tribu Parisii, cuando estuvieron de paso por estas zonas. Su ubicación, ha estado bailando con la música que entonaba el Sicano cada vez que bebía, hasta que acabaron asentándose en su cuna. Para ver donde duermen estos juguetes, basta con que contempléis hacia atrás, la Figura Augusta C Juliana cuando ésta es iluminada por el sol. El índice de su mano, marcará el punto a partir del cual se deben contar los mismos pasos que contáis al caminar…

Y ahí colocados, e iluminados por la luz, debéis preguntaros que hacéis cuando sitis is. Si encontráis la respuesta, veréis donde están los juguetes durmiendo”.

—¡Mamma mía! —exclamó Lukuá —. ¡Qué interesante!

—¿El qué? —le preguntó Tom.

—¡Esto! —dijo Lukuá enseñándole la hoja que acababa de leer.

Tom me miró con cara de interrogante y fui yo el que pregunté esta vez:

—¿Entiendes algo de lo que acabas de leer?

—Entiendo algo pero no todo. Tendremos que sentarnos a analizar este papel, porque creo que nos está diciendo donde se esconde el tesoro. Estoy seguro de que esto es “el mapa del tesoro”. Pero hoy ya no haremos esto, puesto que ya es de noche y eso significa que hay que irse a dormir.

—¿Hay juguetes por ahí enterrados? —acertó a decir Tom.

—¡No hijo no! —respondió Lukuá—. Creo que estos juguetes son el tesoro. Los Parisii, son un pueblo que pasó por aquí y cuya afición era coleccionar monedas de oro; así que tal vez haya algún paquetito por ahí escondido. Intentaremos descifrar donde se esconde mañana. Ahora a dormir todos.

—¿Y dónde dormiremos? —preguntó Sandra.

—Los dos hermanos podéis dormir en la cama de Pékuat, y tú —dijo señalando a Tom—, puedes usar el sillón, ¿de acuerdo?

Los tres asentimos con la cabeza, pero Sandra recordó que siempre tomaba leche antes de dormir, por lo que Lukuá dijo que ordeñaría la cabra de Pékuat.

—¿Puedo ir a ver como lo haces? —dijo mi hermanita.

—Podéis venir los tres conmigo— respondió.

Lo acompañamos hasta el jardín y allí Lukuá, encendió un pequeño candil que había en el suelo con una cerilla, al tiempo que comentaba:

—Me he traído esto de un viaje que hice en el Buryuá, porque ya estaba un poco cansado de usar el pedernal y la yesca para hacer fuego.

—¿Cómo has dicho? —exclamé yo.

—¿Te crees que aquí tenemos todos los inventos que tenéis vosotros? No, no, no. Aquí para hacer fuego, tienes que frotar el pedernal, que es una especie de piedra, con la yesca, que son hojas, hongos u otro material muy seco y que arde fácilmente.

—¡Anda! —exclamó Tom— Yo pensé que lo hacíais frotando dos piedras.

—Creo que te has confundido de época, muchachito, ¿o acaso ves que nosotros vivamos en cuevas? —le contestó Lukuá aludiendo, evidentemente, a como se vivía en la prehistoria—. Deberías prestar más atención en clase de historia…

—¿Tú también has viajado en Buryuá? —le interrumpí intrigado.

—Sí…. Yo también he viajado en el Buryuá…. ¿Cómo si no puedo conocer a los perros?

—Ah… Si… Oye, entonces ¿te has ganado la cola mágica peleando con algún soldado?

—Si hijo sí; ya os dije antes que tengo esa cola mágica. Yo también he tenido ocasión de pelar con algún soldado.

—¿Y le has vencido? —le preguntó Sandra.

—Sí. He vencido. Si no, no estaría aquí con vosotros. Trabajo me costó, pero he vencido.

Dijo esto, y se dirigió hacia la cabaña donde estaba guardada la cabra.

—Esta es la cabaña de Carambita. En esa cabaña de ahí vive Trips— dijo Lukuá, y nos señaló una segunda cabaña en la otra esquina del recinto.

Se agachó un poco, y exclamó:

—¡Buenas días, amiguita! Papá se ha ido de excursión así que te cuidaré yo dos días. Y cuéntame, ¿qué tal has dormido hoy? —le preguntó a la cabra al tiempo que le acariciaba la cabeza y la sacaba para fuera para que la viésemos.

—Pipiripipi, pin pin…… —le respondió el animal al tiempo que empezaba a pestañear, y hacer con la boca unos movimientos parecidos a besos.

—Muy bien, Carambita; así nos darás leche rica rica —le dijo Lukuá al tiempo que acercaba a ella un pequeño taburete y un cubo, y empezaba a ordeñarla.

—¡Qué cabra tan bonita! —gritó Sandra—. ¿Por qué lleva bufanda? ¿Tiene frío?

—Les ponemos bufanda por si acaso, y para que no se pongan afónicas y canten cada día mejor.

—Ahhhhh…. —fue todo lo que se le ocurrió decir a mi hermanita.

La verdad que aquella cabra sí que era bonita, pero era rara, rara, rara. Tenía unos ojos un poco rasgados, con grandes pestañas negras, y la boca rosada como si llevara los labios pintados. Aparte de la bufanda llevaba un lazo rosa en cada cuerno, y cuando Tom se dio cuenta, comentó:

—Y… ¿por qué lleva lazos como una niña?

—Para que se sepa que es cabra y no cabrito, y no la manden a escarbar los campos de Colungo en busca de tesoros… ¡Ya está bastante ordeñada!

Y dicho esto, le hizo una caricia a la cabra y le mando entrar de nuevo a la cabaña a dormir.

—¿Duerme todo el día? —le pregunté extrañado.

—Este mes sí. Se está preparando para un concurso que se hace el mes que viene con todas las cabras del pueblo, para ver cuál canta mejor. La que gane, recibirá una cabaña nueva más grande y podrá reunirse en ella con sus amigas para tomar agua de hierbas. ¿Quién quiere un vaso de leche antes de irse a dormir?

Los tres respondimos ¡Yo!, por lo que entramos de nuevo dentro de la casa y nos sentamos a tomar un vaso de leche de cabra. Allí sentado en casa de Pékuat, iba digiriendo todas las cosas que acababa de ver y oír: Una cabra con lazos, con bufanda, una cabra que canta y se reúne con sus amigas a tomar agua de hierbas…. En el sitio en el que estábamos, era todo raro, raro, muy raro.

Mientras tomábamos el vaso de leche, Lukuá le daba vueltas a la hoja que decía contenía la clave para encontrar el tesoro.

—¿Pero no has dicho que analizaríamos mañana esa hoja, que hoy ya hay que irse a dormir? —dije yo, porque ya empezaba a tener un poco de sueño.

—Sí, pero no he podido evitar echarle un vistazo. Bueno, vosotros iros a descansar que yo me marcho para mi casa. Me llevo la guía para ojearla mientras no me entra el sueño, ¿vale?

—¿Y nos quedamos nosotros aquí sólos? —pregunté al notar un pequeño cosquilleo por la espalda, pensando que haríamos si venía algún extraño a la casa.

—Bueno, puedo quedarme con vosotros. Me acostaré sobre la alfombra y ahí dormiré un pequeño sueño. Pero antes tengo que pasar por mi casa en busca de un pijama y ver que tal está mi cabra. Vuelvo enseguidaaaa…

Dijo esto y desapareció por la puerta. A mí se me ocurrió ir también a buscar pijamas para dormir, así que terminamos de cenar y nos levantamos los tres en dirección al armario de la habitación. Revolviendo en los estantes del armario, todo lo que encontré parecido a un pijama fueron unos camisones blancos como los que usa mamá, que supuse serían los que también usaban ellos para dormir. Busqué tallas para todos y al darle el suyo a Tom, éste exclamó:

—¡Yo no me pongo eso para dormir!

—Pues yo creo que son los camisones que Pékuat tiene guardados para estos casos, porque hay un montón de ellos, y yo no he visto por la calle a nadie así vestido.

—Pues yo no me pienso poner eso. ¡Parecería mi madre!

—Cómo veas, pero yo creo que estarías más cómodo que tal y como vas vestido.

Dije esto, y Sandra y yo empezamos a cambiarnos de ropa. El camisón era muy calentito.

En ese momento entró Lukuá en casa, y se acercó rápidamente a la habitación.

—¿Ya estáis cambiados? Bueno, tú aún no te has puesto el camisón —comentó mirando hacia Tom.

—Es que yo preferiría dormir con un pijama de hombre.

—¿Pijama de hombre? ¿Y esto qué es? —contestó Lukuá agarrando la falda de mi camisón.

—Un pijama de mujer. Yo quiero uno que tenga pantalones.

—Ahhh… Entiendo. Espera un momento que yo tengo en casa algo que te puede servir… —le dijo Lukuá, y desapareció de nuestra vista.

Sandra se estaba mirando en el espejo del armario y comentando lo guapa que se veía, cuando de nuevo apareció Lukuá a nuestro lado:

—A ver muchachito si te parece mejor este —le dijo al tiempo que le entregaba un pequeño paquete.

Tom lo desenvolvió y sacó de él unos pantalones verdes brillantes, y una camiseta roja y azul que por cuello tenía una estrella amarilla, todo también muy brillante. Finalmente, sacó un cinturón de cascabeles, pero Lukuá le dijo que no se lo pusiera pues haría mucho ruido al moverse en el sillón. Tom se cambió de ropa y no pude evitar soltar una sonora carcajada cuando lo vi. Los pantalones apenas le llegaban a la rodilla, y la camiseta, que le cubría media barriga, no le llegaba más allá de sus codos.

— ¿Qué pasa? ¿De qué te ríes? —me preguntó Tom.

—De que parece que vamos todos a una fiesta de carnaval… —le expliqué, para acabar rápido e irme ya a la cama. Realmente me reía, porque sabía que llevaba puesto un traje de bufón y estaba muy gracioso.

Una vez estuvimos todos vestidos para dormir, nos fuimos colocando cada uno en el sitio que teníamos asignado para ello. Sandra y yo saltamos a la cama de Pékuat, mientras Tom y Lukuá se desplazaban hasta la sala. Cuando estuvimos acostados, Sandra se abrazó a mí antes de quedarse dormida, y yo me quedé dormido pensando en la increíble aventura que estábamos viviendo

—¡Arriba chicos que ya es casi de día! —gritaba Lukuá, mientras irrumpía en nuestra habitación y abría las cortinas de la ventana— ¿Qué tal habéis dormido?

—¡Yo muy bien! —respondió Sandra ya sentada en cama.

—¡Caray! En nuestra casa no te levantas tan rápido para ir al cole, ¿eh? Yo también he dormido bien —dije al tiempo que me levantaba de cama y me estiraba para desentumecer los músculos.

—¡Perfecto! —exclamó Lukuá— Voy a buscaros leche, y en cuanto desayunemos, analizaremos al detalle la hoja de la guía. Poneros esas zapatillas que os he puesto encima de la cama para ir a desayunar. Por cierto, en la sala hay un cubo con agua y una toalla, por si queréis mojaros la cara y despejaros para buscar el tesoro.

Dijo esto mientras ya desaparecía por la puerta, así que nosotros nos colocamos las zapatillas puntiagudas que nos prestaba Lukuá, y salimos tras él. En la sala, nos encontramos a Tom aún dormido en el sillón, por lo que me acerqué a él y quitándole la manta que lo cubría, grité:

—¡Arriba perezoso que el tiempo no espera!

—¿Ya es hora de levantarse? —me preguntó mientras intentaba recuperar la manta que ahora tenía enroscada en sus pies.

—¡Claro! Hay que descifrar el mapa del tesoro, ¿recuerdas? —contesté mientras localizaba el cubo de agua con el que mojarnos la cara.

Cuando lo vi, cogí a Sandra de la mano y nos acercamos hasta él para enjuagarnos la cara. Mientras lo hacíamos, Lukuá entraba en la sala con tres vasos de leche y galletas. Al verlo, Tom saltó directo del sillón a la mesa, sin lavarse la cara ni lavarse nada. Sandra y yo hicimos lo mismo, y así nos colocamos todos en la mesa redonda para desayunar. Cuando acabamos, nos fuimos a la alfombra a tratar de interpretar el mapa.

—Bueno muchachos —dijo Lukuá—; he estado ojeando esto mientras vosotros dormíais y no he descubierto mucho, así que a ver si ahora entre todos conseguimos saber que dice.

Tras decir esto, colocó la guía sobre la alfombra y empezó a leer:

—“En el río descansan juguetes de la tribu Parisii”. Estos juguetes tienen que ser el tesoro, así que sigamos leyendo.

—¿Estás seguro de que es un tesoro? —le interrumpí— ¿Y por qué no podrían ser unos juguetes de los hijos de esos señores?

—¡Hombre! ¡Podría ser! Pero si son unos juguetes los que descansan por algún sitio… ¿por qué nos lo cuenta la guía?

—Porque a lo mejor son muy interesantes.

—Por más interesantes que sean, no creo que su ubicación interesara tanto a alguien como para explicarlo en la guía. Además, cuando los Parisii pasaron por aquí, supongo que sus hijos jugarían con palos y piedras, porque de eso hace muchos, muchos, años. Así que lo dicho; Sigamos leyendo: “Su ubicación ha estado bailando con la música que entonaba el Sicano cada vez que bebía, hasta que acabaron asentándose en su cuna” ¿Qué querrá decir esto? —se preguntó Lukuá mirando hacia el techo.

—¿Los juguetes también bailan como las cabras? —preguntó Tom.

Lukuá le miró y sin hacerle mucho caso repitió:

—Ubicación bailando…. El Sicano hacía música cuando bebía……

—¿Qué es el Sicano? —le pregunté.

—He oído en alguna ocasión, que el río Sequana se llamaba también Sicano en la antigüedad, así que es el río que nos rodea.

—El río que nos rodea… ¿Y cuándo puede beber un río?

—Cuando llueve…

—Y si llueve y el río bebe mucho, también crece mucho, ¿verdad?

—¡Si! —contestó Lukuá, mirándome con cara de interés.

—Pues si crece mucho, se desborda e inunda todo. Mamá me ha contado que cuando llueve mucho, el río de nuestro pueblo se desborda, y va invadiendo campos y desgastando los terrenos por los que pasa, hasta que se hace un nuevo camino por el que circular. Además, me dijo mamá que cuando ella era pequeña, el río Seven que es el de nuestro pueblo, pasaba mucho más cerca de casa de lo que pasa ahora.

—¡Claro! —gritó de repente Lukuá—. Cada vez que llueve, el Sicano crece y arrasa con campos y casas, así que cualquier cosa que estuviera oculta en un terreno o casa cerca de él, se movería de sitio con una riada. ¿Estamos de acuerdo?

—¡Totalmente de acuerdo! —respondió Tom—. Pero eso que acabas de decir, ¿nos aclara algo?

—¡Por supuesto! —respondió Lukuá—. Nos dice que el tesoro ha estado cambiando de sitio, hasta que se ha asentado en la cuna del Sequana, es decir, en las proximidades del rio. Ahora seguiremos analizando el mensaje.

—¡Se ha caído una hoja de la flor! —gritó Sandra señalando el bote que contenía “la flor del tiempo”.

—¡Es cierto! —grité yo y nos acercamos todos a la chimenea para ver la flor de cerca.

—Bien muchachos, eso quiere decir que tenemos dos días para buscar el tesoro y llevárselo a Colungo. Volvamos a la “búsqueda del tesoro” —dijo Lukuá poniendo cara de misterio e indicándonos que nos sentáramos en la alfombra—. “Para ver donde duermen estos juguetes, basta con que contempléis hacia atrás la figura Augusta C Juliana, cuando ésta es iluminada por el sol.”

—¿Qué será esa figura? —pregunté yo—. ¿Y por qué hay que mirarla hacia atrás?

—No lo sé, muchachito. Pensemos……..

—¿Será una figura cortada en tiras? —preguntó Tom.

—¿Por qué dices eso? —le preguntó Lukuá con cara de asombro

—Porque mi madre siempre dice que para freír patatas hay que cortarlas en juliana, es decir, en tiras, y así salen patatas muy ricas.

—¿Tienes hambre, hijo?

—No —le contestó Tom—. ¿Por qué?

—¡Porque es todo lo que se me ocurre decir ante semejante comentario! ¿Dónde has visto tú una figura cortada en tiras?

—En ningún sitio… —respondió Tom bajando la mirada.

—Pues no creo que veas aquí la primera —dijo Lukuá—. Además, no creo que el que escribiera esto en la guía, hiciera un símil tan estúpido. Pensemos otra opción.

—Figura, figura… —intervine yo, aún riendo por la conversación que acababa de oír—. ¿Puede referirse a alguna estatua o monumento?

—Sí, supongo que se refiere a una estatua o monumento, pero yo no conozco ninguna estatua Augusta C Juliana. Veamos que dice un libro que tengo en casa sobre monumentos de la isla.

Tras decir esto, volvió a desparecer y aparecer ante nuestros ojos en el mismo tiempo que tardé yo en beber medio vaso de agua.

—A ver que pone por aquí… —comentó acomodándose de nuevo en la alfombra y abriendo el libro que traía consigo—. Si hay algún monumento por la isla, aquí tiene que aparecer. Veamos:

“Monumentos presentes en la isla: Termas romanas, un teatro, el foro….…” Bien, estos los conozco, y están un poco lejos de aquí, así que mejor no investigar en ellos. “Figuras ecuestres de: Servio Sulpicio Galba, Cayo Octavio Turino, Tiberio Claudio Druso, Lucio Domicio Ahenobarbo…” ¿Y dónde están estas figuras que yo no he visto ni una?

—¿Te conoces Lutecia enterita? —le preguntó Tom.

—Claro, muchachito, pero no te creas que tengo mucho mérito. No es muy grande; hasta tú podrías llegar a conocerla si te quedaras aquí una semana más.

—No gracias. Yo no me quedo aquí. Regreso con mis amigos a mi pueblo —respondió Tom mirándome a mí.

—¿Dónde estarán estas figuras? —siguió preguntándose Lukuá—. Yo sólo he visto tres esculturas de mujeres romanas en una explanada que hay en Lutecia, pero no he visto ninguna de hombres. Habrá que descubrir dónde están esas figuras antes de salir de casa, porque hay que verla de día, ya que nos dice que la observemos “cuando es iluminada por el sol”, y como disponemos de un tiempo limitado, es mejor que tengamos todo descifrado antes de salir a la calle. ¿C´est bien?

—¿Cómo has dicho? —le pregunté yo.

—Si os parece bien descifrar la ruta del tesoro antes de salir de casa. Os lo he dicho en francés.

—¿Tú hablas francés? —le preguntó ahora Tom.

—Yo hablo muchos idiomas —respondió Lukuá, preguntando de nuevo—. ¿C´est bien?

—¡Nos parece bien a todos! —respondí yo, haciéndome un poco el jefe del grupo.

—A ver, a ver… Discurramos: ¿Quiénes fueron Servio Sulpicio, Cayo Octavio Turino, Nerón Claudio…?

—Octavio y Claudio son dos tíos míos —le interrumpió Tom—. A los otros no los conozco.

—¡Qué buena respuesta! —gritó Lukuá abriendo los ojos de par en par—. Pues ya está resuelto el problema. ¡Buscaremos las figuras de tus tíos por la isla!

Al oír esto, no pude evitar soltar una carcajada antes de decir:

—En unos cuentos que hay en la biblioteca del cole aparece un emperador romano que se llama Nerón, pero los otros nombres no los he oído nunca.

—¡Efectivamente, chico! ¿Cómo no había caído? ¡Claro! Fueron emperadores romanos. ¡Bravo! Seguro que cuando los romanos estuvieron por aquí, levantaron estatuas a sus emperadores. ¿Y no has leído ningún cuento donde apareciera alguno que se llamara Augusto Juliano, o que estuviera desposado con Augusta Juliana?

—No; no he oído ese nombre nunca.

—Pues a mí tampoco me suena… ¡Si es que no me suena ninguno! —dijo Lukuá con cara de asombro y rascándose una oreja—. ¡Bueno! Continuemos con el mensaje y después ya analizaremos esa parte; de momento, ya sabemos que probablemente se refiere a una figura de un emperador. A ver a ver…. Aquí pone que contemplemos la figura al sol, y que el índice de su mano derecha, marcará el punto a partir del cual se deben contar los mismos pasos que contáis al caminar entre estos símbolos —nos dijo Lukuá mientras nos mostraba los extraños símbolos que había allí escritos.

—¿Qué querrá decir eso? —pregunté yo, ya que no conseguía darle ningún sentido a los dibujos que aparecían en la guía.

—Parece un idioma antiguo, idioma de símbolos.

—Dos palitos así puestos significa dos en números romanos— comentó Tom.

—¡Vaya muchacho! —exclamó Lukuá—: La primera frase con sentido que sale de tu boca. Sí que es dos en números romanos… Pero las demás letras no las conozco y yo hablo romano. ¿Tú hablas romano también?

Al oír eso, no pude evitarlo y una enorme carcajada salió de mi boca, al tiempo que le preguntaba yo a Tom:

—¿Hablas romano, Tom? ¿Y cómo no me lo habías contado nunca? Ja ja ja…

—¿He dicho algo muy gracioso? —me preguntó Lukuá con cara de enfado.

—No, no, no; lo siento… —le contesté bajando la cara y que no viera mi cara de guasa, porque realmente si había dicho algo muy gracioso.

—No hablo romano, pero conozco algún número en romano. Me los enseñó este verano mi madre para poder resolver un crucigrama —contestó Tom lleno de orgullo.

—Por cierto —se me ocurrió preguntar a mí—: ¿Por qué nos entendemos? Quiero decir, ¿hablamos el mismo idioma? Porque el señor Ruiz, a veces dice algunas cosas en francés que aprendió cuando estuvo en Francia. Si ahora nosotros estamos en Francia, ¿Por qué hablamos español contigo? ¿Ya no se habla francés aquí?

—Claro muchachito que se habla francés en Francia, pero en el año en que estamos, no. Se habla langer.

—¿Cómo que se habla langer? ¿Qué idioma es ese? Yo no hablo langer. ¿Y por qué te entiendo las cosas que dices?

—Sí que estás hablando langer. Es un idioma que resulta de la mezcla del latín con una lengua germana. Desde el mismo momento en que cruzaste la puerta del Buryuá en esta dirección, hablas langer —asintió Lukuá también con la cabeza.

—Pero…¿Cómo es posible si yo no sé langer ni nada parecido? —seguí insistiendo.

—Yo tampoco hablo esa cosa, ¿eh? —afirmó Tom.

—Sí, lo habláis los dos. Bueno, los tres —dijo mirando a Sandra—. Lo sabéis porque el Buryuá te prepara para el sitio en el que aterrices tras cruzar alguna de sus puertas. Así de fácil.

—¿Te prepara? ¿Cómo lo hace? ¿Magia? —pregunté yo.

—Pues yo quiero ir por la puerta de Francia pero unos años después, para aprender francés y no suspender en el cole, ¿puedo? —se le ocurrió comentar a Tom.

—Hombre, si puedes, pero al volver a tu época lo olvidas, así que a menos que te quedes eternamente en Francia, no te servirá de nada —le dijo Lukuá, que acto seguido movió los labios pidiendo paciencia—. Y no sé cómo lo hace —dijo mirando hacia mí—, si con magia o con otra cosa, pero lo hace, así que en estos momentos estamos hablando langer.

—Ayyyyy… ¡Qué pasada! —dijo Tom.

Si, realmente era increíble todo lo que estábamos viendo y viviendo en unas pocas horas. Asentí con la cabeza mirando hacia Tom, y volví a poner mis ojos sobre el acertijo de la guía.

—Pensemos: ¿Cómo podemos descifrar este mensaje? —preguntó en voz alta Lukuá sin quitar los ojos del papel.

—¿No conoces a nadie por aquí que hable un idioma parecido al romano? Porque si no es romano, pero tiene el número dos escrito en números romanos, a lo mejor es un idioma parecido.

—Los romanos que podían hablar distintos dialectos del romano ya no están por aquí, y no puedo ir contando por el pueblo adelante, que tenemos que descifrar una clave en algo parecido al romano para encontrar un tesoro. Nos tomarían por locos, y se iría corriendo la voz hasta que llegara a oídos de Colungo, que nos encerraría en las mazamorras si sabe que tenemos un mapa de un tesoro y no se lo hemos dado.

—¿Había romanos por aquí? ¿Romanos como los de los cuentos de Astrix y Obix? —preguntó Tom.

—¿Y quiénes son esos? —respondió Lukuá

—Unos personajes de unos cuentos que leemos nosotros, pero no creo que los conozcas —intervine yo, intentando que la conversación no se alargara más de lo necesario—. Supongo que Tom se refiere a unos señores bastante gordos, que iban vestidos con túnicas blancas o rojas, y llevaban espadas y escudos.

—Pues supongo que eran iguales que esos, pero la verdad no se veía mucho el color de su ropa porque iban con armaduras rodeando todo su cuerpo, así que no se podía apreciar muy bien el color de su vestimenta. Pero escudos y espadas sí que llevaban, sí. Bueno, volvamos al mensaje. Ahora que hablas de libros, se me ocurre que podemos echar un vistazo a los libros de Pékuat a ver si encontramos algo interesante… —dijo Lukuá acercándose a los viejos libros que estaban colocados sobre la chimenea.

Al mover los libros, una enorme nube de polvo cubrió toda la habitación.

—No sé si habrá aquí algo interesante, porque parece que Pékuat no los lee muy a menudo —comentó Lukuá en medio de toses.

Cogí un trapo de encima de la mesa y me acerqué a él, para quitar el polvo de los libros e intentar calmar su tos. Cuando volvió a ser capaz de respirar sin ahogarse, nos sentamos todos y empezamos a ver los libros que habíamos cogido de la librería de Pékuat.

—“El oso Petrosio” —leyó Lukuá—. Pero, ¿qué es esto? ¿lo conocéis?

—Yo conozco al Oso Bogui, pero no creo que sea el mismo —comentó Tom.

—Yo tampoco sé quién es el oso Peosio —dijo Sandra, errando un poco al repetir el nombre del oso.

—Bueno, veamos a ver que pone —dijo Lukuá al tiempo que abría el libro, para leer a continuación una hoja escogida al azar—: “El oso Petrosio, es aún un osezno pequeño, muy juguetón y muy comilón. Su mamá le prepara cada día deliciosos bocadillos de queso para merendar, y bla bla bla…”

—¿Pone ahí es…? —preguntó Tom, pero Lukuá le interrumpió:

—¡No! ¡No pone bla bla bla! Ayyyy… —y mirando hacia mí aún con cara de desconcierto, me preguntó—: ¿Le interesará esto de verdad a nuestro amigo?

—¿Será de Pékuat? ¿Se lo habrá traído de algún viaje en Buryuá, por qué quizá le llamó la atención el nombre o algo que leyó en su interior?

—A lo mejor, pero no me apetece buscar ahora que fue lo que le llamó la atención en este libro. Buscaremos en otro sitio. Miremos otros libros —dijo Lukuá, y rápidamente se puso a ojear los otros que había cogido de la chimenea.

Nosotros hicimos lo mismo, cuando de repente Tom gritó:

—¡Mirad! ¡Aquí aparecen los números en romano del uno al diez, por lo menos!

En cuanto Tom dijo esto, Lukuá le arrebató de sus manos el libro que estaba mirando y leyó en voz alta:

—“Como aprender romano en tres días”. Muy bien, muchachote. No pasa un minuto sin que me sorprendas —dijo al tiempo que le arreaba una buena palmada en una pierna—. Veamos si este libro trae alguna clase de romano que yo no conozca y nos ayude con el mensaje A ver entonces que pone por aquí…. ¡Aquí está! ¡Un abecedario romano! —gritó Lukuá— Sentaros a mi lado, a ver si podemos traducir el mensaje con este abecedario.

 

 

Yo intenté desesperadamente buscar algo en el abecedario con lo que poder traducir el mensaje, pero por más que lo intenté, no encontré ninguna coincidencia.

—¡Esto no nos sirve! —exclamó de repente Lukuá—: Estas letras también las conozco yo. El mensaje no debe estar escrito en romano.

Bien. Estaba claro que no era el único que no encontraba coincidencias entre ambos papeles.

—¿Pues que significarán esos dos palos si no son un dos en romano? —le pregunté.

—No lo sé, pero los demás símbolos no aparecen por aquí. Ojearé un poco más el libro, a ver si encuentro esos símbolos por algún lado.

De nuevo Lukuá empezó a pasar hojas rápidamente de delante para atrás y de atrás hacia delante. Nosotros también cogimos algún libro y empezamos a hojearlo en busca de algún alfabeto de signos o algo parecido. Sandra cogió el de El oso Petrosio y se puso a ver los dibujos del oso que allí había, cuando de repente gritó:

—¡Mira! ¡Aquí estás tú! —dijo señalando una hoja donde aparecía un dibujo de un gnomo.

Todos la miramos, y nos dimos cuenta de que el que aparecía allí realmente era Pékuat.

—¡Anda! ¿Qué hace Pékuat con un oso en un cuento? —pregunté yo.

—No tengo ni idea… —respondió Lukuá, aún con la boca abierta por el asombro y negando con la cabeza— Habrá que leer el libro para saberlo.

—Lo leeré yo mientras tú sigues intentando descifrar el mensaje.

Tras decir esto, le pedí el libro a Sandra y empecé a leerlo en voz alta, para que ella estuviera también entretenida:

—El oso Petrosio es un osezno…. —y continué leyéndole a Sandra sin demasiado interés la vida del oso y como éste se zampaba bocadillos de queso, hasta que por fin apareció algo interesante—: Un buen día, cuando Petrosio se despertó de su siesta a la sombra de un gran árbol, se encontró con un gnomo que se presentó como Pékuat.

—¿Pone ahí que se encontró con Pékuat? —me interrumpió Lukuá.

—Sí; eso pone —contesté, y seguí leyendo aquella extraña historia—: Era un poco más bajito que él, así que Petrosio pensó que era el amigo ideal con quien jugar, mientras su mamá se marchaba cada día en busca de queso y miel con los que alimentarse. Pékuat resultó ser un muy buen amigo y le enseñó un montón de cosas nuevas a Petrosio: le enseñó a leer, a escribir, a lavarse bien el pelo para no tener piojos…

—¡Oye! —me interrumpió de nuevo Lukuá— Eso que lees es muy extraño, ¿no?

—Si a ti te parece extraño… ¡Imagina a nosotros! No sé porque aparece aquí Pékuat. A lo mejor ha viajado al futuro en el Buryuá, y en el futuro los osos hablan, escriben, leen…

—¡Mon Dieu! —exclamó Lukuá— No creo que sea esa la explicación. Que nos lo explique él cuando lo veamos de nuevo. Volvamos a nuestro mensaje que el tiempo apremia.

Tras pasar un buen rato hojeando de nuevo el libro de cómo aprender romano en tres días, gritó de repente:

—¡Mirad chicos! ¡Mirad que pone debajo del abecedario!

Nos enseñó unas pequeñas letras que casi no se leían, así que las leyó él en voz alta:

—Dice que este es el abecedario romano en cursiva nueva, pero hay otro abecedario en cursiva antigua; a lo mejor ese es el que necesitamos para traducir esto.

—¿Viene ahí ese abecedario? —preguntó Tom.

—Pues en la página siguiente no; visualizaré el libro con más calma a ver si lo encuentro.

De nuevo Lukuá empezó a pasar hojas hacia delante, hojas hacia atrás. Cuando terminó, cerró el libro y mirando hacia el aire comentó:

—Todo lo que he encontrado es que hay un libro de aprendizaje de romano anterior a este, y que tiene por título “Como aprender romano en cuatro días”.

—¿En cuatro días? —repetí yo—. Éste se titula “Aprender en tres”, ¿verdad?

—Sí. Él que aquí menciona será para gente más torpe, pero a lo mejor en ese libro está el abecedario que buscamos —me contestó Lukuá subiendo los hombros, en señal de que a él también le chocaba—. ¿Y dónde estará ese libro?

—Volvamos a mirar los de la chimenea a ver si lo encontramos —propuso Tom.

Nos incorporamos todos, y empezamos a revolver de nuevo entre los libros que allí tenía Pékuat. Tras pasar un buen rato envueltos en una nube de polvo, nos sentamos de nuevo con las manos vacías.

—¡Nada! —dijo Lukuá con cara de decepción.

—¿Tú no tendrás ese libro por tu casa? —acerté a preguntarle.

—No hijo no. Ya sé romano. No me hace falta ese libro.

—¿Y no hay en este pueblo una biblioteca donde buscarlo? O quizás ¿una librería donde comprarlo? —preguntó Tom.

—Pues no; por aquí no hay ni librerías ni bibliotecas. Pero me extraña mucho que no lo tenga Pékuat. Es de los que nunca dejan ningún cabo suelto, y si tiene el libro de “Cómo aprender romano en tres días”, también tendrá el de cómo aprenderlo en cuatro. Seguro que fue con ese, con el que empezó a aprender el idioma.

—Pues revolvamos toda la casa hasta que lo encontremos —dije mientras ya me ponía de pie para empezar la búsqueda.

Todos hicieron lo mismo excepto Sandra, que se quedó hojeando el libro del oso Petrosio; mientras nosotros revolvíamos en todos los objetos que allí había. Yo fui directo a abrir las bolsas blancas que estaban colocadas en la alacena, ya que su contenido me tenía intrigado desde que llegué a casa de Pékuat. Cuál fue mi sorpresa al abrir la primera, y encontrarme allí un teléfono rojo. Se lo enseñé a Tom que abrió los ojos de par en par y comentó con cara de asombro:

—¡Vaya! En mi casa no hay teléfono porque dice mamá que cuesta mucho dinero, y Pékuat tiene uno.

—¿Qué es eso? —preguntó Lukuá—. Déjame ver…¡Ah! ¡Sí! Un aparato con el que hablas y te contesta, ¿verdad?

—Bueno, algo parecido… —contesté yo, que tampoco entendía mucho ese aparato porque tan sólo lo había visto anteriormente en el bar que tiene el inglés George Point en Cómit.

Lukuá de repente lo cogió y empezó a hablarle diciendo “Hola, hola, ¿hay alguien por ahí?” Cómo no obtuvo respuesta, lo dejó en el suelo diciendo “está estropeado”, y continuó revolviendo los cachivaches que por allí había.

Tom y yo nos miramos, sonreímos, y también nos pusimos a revolver entre libros, cuando de repente Sandra exclamó:

—¡Mirad! ¡Aquí hay otro “abedario” como el de antes! —y nos mostró un abecedario que aparecía en el cuento del oso Petrosio.

Le pedí que me pasara el libro, y eché un vistazo al cuadro que allí había.

 

Leí en voz alta el párrafo que había debajo del cuadro:
—El oso Petrosio ha empezado a ir al cole porque ya ha cumplido seis años. En el primer curso, aprenderá a leer y a escribir. Aprenderá a hablar romano en cuatro días. Su profe le ha dado el alfabeto romano, para que cada día, repase las letras en casa después de merendar.
—¡Anda! ¡El osito aprenderá romano en cuatro días! ¡Qué listo! —gritó Sandra.
Y efectivamente, ahí estaba el alfabeto romano con el que se aprendía romano en cuatro días, según aquel libro. Nos colocamos todos de nuevo alrededor del abecedario, y comprobamos para nuestra alegría, que en ese alfabeto había alguna letra que también aparecía en el mapa del tesoro:
—¡Vualá! —exclamó Lukuá con una gran sonrisa— ¡Aquí está la clave! Traduzcamos la “ruta del tesorooooo…….”
Tras decir esto, empezó a comparar este alfabeto con lo que estaba escrito en la guía, y un poco después leyó en voz alta:
“Además, en este río descansan cajas que contienen juguetes con los que… Su ubicación ha estado bailando… El índice de su mano, marcará el punto a partir del cual… Se deben de contar los mismos pasos que contáis al caminar ¡¡¡ENTRE LAS DOS ISLAS!!!” ¡Eso es! ¡¡¡Se deben de contar los mismos pasos que hay entre las dos islas!!! —gritó Lukuá.
—¿Pone eso ahí? ¿Estás seguro? —pregunté un poco incrédulo.
—Sí. Sí que lo pone. ¿No lo ves? —dijo mientras me mostraba los dos papeles—. Mira: Este primer palito es una E; El segundo, una N… y continuó mostrándome uno por uno lo que aquellos símbolos significaban.
—¡Es verdad! —exclamé emocionado, ahora que yo también veía que ahí ponía entre “las dos islas”—. Pero… ¿Entre que islas?
—Supongo que son los pasos que hay entre esta isla en la que estamos, y la isla donde está Colungo —contestó emocionado Lukuá—. Vale vale vale… Hay que saber cuantos pasos las separan.
—¿Y cómo lo haremos si para contarlos hay que pasar delante de los soldados de Colungo? —comenté un poco decepcionado, porque me parecía una misión imposible medir el puente que había entre las islas.
—Bueno, ya lo pensaremos. Continuemos descifrando el mensaje. A ver que pone: “Y ahí colocados e iluminados por la luz….
—¿E iluminados por la luz? ¿Qué luz? —pregunté.
—Supongo que es la luz del sol que también está iluminando a la estatua; no creo que este comentario tenga más importancia —contestó Lukuá y siguió leyendo—. “Y ahí colocados… debéis preguntaros que hacéis cuando sitis is. Si encontráis la respuesta, veréis donde están los juguetes durmiendo”. Ja ja ja… ¡Ya están localizados los juguetes!
—¿Cuándo sitis is? ¿Qué es eso? Suena a “que haces cuando tienes ganas de ir al baño”, ¿verdad? —preguntó Tom.
—No sé a lo que suena, pero significa que hacéis cuando “tenéis sed”. Es latín.
—¡Jo! ¡Cuánto sabes! —le admiró Tom.
—Yo cuando tengo sed bebo agua —comentó Sandra.
—O mulsum los soldados de Colungo —repliqué yo.
—Tienes razón muchacho, pero probablemente la respuesta a la pregunta sea lo que dijo tu hermanita, porque la gente normal bebe agua cuando tiene sed. Bueno, en cuanto localicemos la figura y nos fijemos adonde apunta su dedo, contaremos los pasos indicados y ahí nos preguntaremos de nuevo que hacemos cuando tenemos sed. Habrá que salir de casa en busca de la figura de un emperador. ¡Corred a vestiros!
Hicimos caso, y fuimos rápidamente a prepararnos para salir de casa. Una vez estuvimos todos vestidos con la indumentaria que usábamos en Lutecia, Lukuá abrió la puerta y salimos a la calle.
No hacía demasiado frío ese día, pero había unas nubes muy negras en el cielo que avisaban de que probablemente acabaría lloviendo. Al verlas, Lukuá volvió a entrar en casa a buscar algo con lo que iluminar la estatua cuando la encontrásemos, ya que justo ese día, el sol se había cogido unas vacaciones porque por allí no había ni rastro de un rayo de luz.
—Aquí está —comentó mostrándonos el aparato parecido a la cafetera de mamá—. Esto hará las funciones de sol cuando encontremos la estatua, y nos iluminará para que veamos lo que puede haber por allí cerca.
Se guardó el aparato en la bolsa que llevaba colgada en un hombro, y empezamos a caminar por Lutecia.

 

 

—¿A dónde vamos? —pregunté cuando ya llevábamos un buen rato caminando.
—A buscar la estatua Augusta C. Juliana.
—Pero ¿dónde? Si tú vives aquí y nunca la has visto, ¿dónde la encontraremos?
—Pues por eso vamos a buscarla. Si en la guía dice que hay que fijarse en la estatua Augusta Juliana, es porque esa figura está en la isla. Habrá que ir con los ojos bien abiertos, fijándonos en todo lo que no se mueva y pueda ser esa figura.
Caminamos con los ojos bien abiertos por el barrio de los gnomos, pero no vimos ninguna estatua. Todo lo que nos cruzamos a nuestro paso que no se moviese, y fuese parecido a una estatua, fueron los soldados de Colungo delante del bar del señor Pírit. Lukuá los saludo con un sonoro:
—¡Buenos días!
—¡Continúen caminando! —respondieron los soldados sin mover ni una pestaña.
Eso hicimos y continuamos caminando por el barrio de los gnomos. De repente, un gaspi se acercó corriendo hasta nosotros, arrollando a Lukuá que fue a parar al suelo.
—Maldito “gaspón” —murmuraba Lukuá con cara de enfado, mientras se levantaba del suelo y pulverizaba con la mirada al animal, que ya se perdía calle abajo.
En un momento, aparecieron tres chiquillos corriendo, que muy acalorados se detuvieron ante nosotros y nos preguntaron si habíamos visto pasar por allí a su gaspi.
—¡No lo he visto! —gritó Lukuá poniéndose rojo como un tomate— ¡He sentido como me arrojaba al suelo! ¿No sabéis que no se puede soltar a los gaspis, que hay que llevarlos atados con una correa?
—Sí que lo sabemos —contestó una chiquilla entre sollozos—. Se me ha escapado mientras lo peinaba. Tengo que encontrarlo o los soldados se lo llevaran al castillo y no lo veré más.
—Además, papá dice que el camino que lleva al castillo son los catorce pasos más horribles que puede dar cualquiera en su vida, y que nadie debería darlos nunca —dijo uno de los niños que la acompañaban.
—¿Y por qué dice eso tu padre, muchacho? —le preguntó Lukuá.
—Porqué él los hizo en su día, cuando fue a pedirle permiso a Colungo para casarse con mamá, e iba con mucho miedo por lo que se podía encontrar en el castillo, y muy muy cansado, porque llevaba una bolsa de patatas y quesos para regalarle a Colungo.
—Pero al final todo salió bien, ¿verdad?
—Creo que sí… —respondió el chiquillo.
—Pues ya está. Para encontrar a vuestro gaspi —dijo Lukuá cambiando de tema—, seguid descendiendo, y adentraros en la primera calle que os encontréis hacia ese lado— y les indicó con una mano la calle que estaba hacia la derecha.
—¡Muchas gracias caballero! —respondió otro de los muchachos.
—¡Gracias! —dijo también la chiquilla y continuaron su carrera.
—¡Y no os olvidéis de atarlo en cuanto lo encontréis! —le gritó Lukuá cuando ya se perdían por la calle de la derecha—. Bueno; continuemos.
—¡Vaya! Parece que últimamente hay una rebelión de mascotas —se me ocurrió decir, ya que hace un momento, la muchachita me había recordado a Sandra cuando lloraba por Topo.
—¡Qué bueno, chicos! ¡Ya sabemos la distancia entre las dos islas! —exclamó Lukuá de repente, cuando no había nadie cerca de nosotros que pudiera oírnos.
—¿Sí? ¿Y cuál es? —le pregunté extrañado ante el comentario que acababa de hacer.
—¿No habéis oído al muchacho? ¡Hay catorce pasos entre las islas! ¡Anda! —gritó de repente—. Me olvidé de preguntarle si su padre tiene un pie grande o pequeño, para calcular mejor… ¡Bueno! ¡Ya nos arreglaremos!
Y continuamos un buen rato caminando por el barrio de los gnomos, hasta que nos adentramos en el barrio de los humanos. Hicimos el mismo recorrido que el día anterior, pero en esta ocasión, antes de llegar al bar del señor Lalo nos desviamos por una calle bastante estrecha, que desembocaba en una plaza. En el medio de dicha plaza, había una fuente echando un enorme chorro de agua hacia arriba, por lo que nos mantuvimos a una distancia bastante prudencial, ya que no queríamos salir de allí como sale Topo de la huerta de casa, cuando lo lava papá los sábados con la manguera.
Rodeando la fuente había unos cuantos bancos de madera, separados entre sí por unas grandes jardineras llenas de flores rojas; al lado de cada jardinera, unas extrañas farolas se elevaban unos metros por encima de nosotros. En cada esquina de la plaza había colocada una roca redonda bastante grande, y a su lado, unos majestuosos y frondosos pinos se levantaban casi hasta el cielo, dificultando el paso de la luz del sol, lo que hacía que la plaza fuese bastante oscura.
—Por ese lado está el Sequana —dijo Lukuá señalando un lateral de la plaza—, pero ya no lo vemos gracias al muro instalado por la familia de Colungo.
—¡Fíjate en las farolas! —le comenté a Tom, mientras me acercaba un poco más a una de ellas para observarla con más detalle.
La base de la farola era de un hombre sin pelo y bastante musculoso, que con un brazo sujetaba un mástil que se retorcía al elevarse al cielo; con el otro brazo señalaba el final del mástil, que era la cara de un dragón de ojos rojos y con una gran boca abierta. Del interior de la boca, le salía algo parecido a una antorcha encendida.
—¿Quién hizo estas farolas? —le pregunté a Lukuá alejándome un poco de ella, no fuese a lanzarme un rayo el dragón que estaba allí colocado.
—No sé quién las hizo. Sólo sé que mandó colocarlas Colungo, y al tiempo mandó a los soldados comunicarnos que esos dragones están ahí colocados para vigilarnos. De hecho, si pasas por aquí de noche, parece que te siguen los ojos rojos de esos demonios.
—Quiero irme de aquí —protestó de repente Sandra.
—Y yo también —añadió Tom.
—Sigamos entonces —contestó Lukuá, que ordenó fuésemos por una estrecha callejuela colocada en un lateral de la plaza—. Iremos a ver las estatuas de las mujeres a ver si nos dan alguna pista acerca de donde están las figuras de los emperadores.
—Y… ¿Cómo van a hacerlo si no hablan? —preguntó Tom.
—Nos pueden dar pistas aunque no hablen, ¿no? —respondió Lukuá mirándole fijamente.
—Si…Supongo… —contestó Tom, al tiempo que me miraba a mi levantando los hombros y con cara de interrogante.
Cruzamos enseguida la estrecha calle, en la que tan sólo había dos casitas de color amarillo, y fuimos a desembocar a un gran parque, donde las hojas de los árboles que por allí había, revoloteaban alrededor nuestra como consecuencia del fuerte viento que estaba empezando a soplar.
—Debemos apurar el paso porque empezará a llover de un momento a otro —dijo Lukuá mientras corría hasta el final del parque.
Le seguimos nosotros también corriendo, y una vez allí, vimos que Lukuá señalaba hacia una esquina:
—Ahí está colocada una de las estatuas que hay en Lutecia. Allí —dijo señalando la esquina de enfrente—, está la otra. Y la tercera, está detrás de aquel árbol —y señaló una tercera esquina en el parque—. Si os parece, vamos a verlas de cerca.
De esta forma, comenzamos todos a caminar hacia la primera estatua que nos había mostrado. Se trataba de la figura de una esbelta mujer, a la que un largo y ajustado vestido cubría el cuerpo. Con una mano sujetaba un botijo sobre un hombro, y con la otra mano se agarraba la cintura. Llevaba una cinta colocada alrededor de su frente, que sujetaba hacia atrás su larga melena.
—¿Es mamá? —preguntó Sandra sin quitarle ojo a la estatua.
—No Sandra; no es mamá. Es una estatua muy bonita, pero no creo que sea esto lo que buscamos, ¿verdad? —le comenté a Lukuá.
—La guía pone la figura Augusta C. Juliana; busquemos a ver si hay alguna inscripción que nos cuente quien es esta mujer —respondió, acercándose un poco más a la estatua.
La revisamos de cerca, pero allí no figuraba inscripción ninguna. Lo único que se parecía a una inscripción, eran unos números romanos grabados en la base sobre la que estaba colocada la estatua, y según las últimas lecciones de romano recibidas, parecía indicar que esa estatua se había hecho en el siglo II.
—¡Vaya! —exclamó Lukuá—. Nos dicen cuando esculpieron esta estatua y ¡No nos dicen como se llama!
—A lo mejor ya estaban cansados de trabajar… —comentó Tom.
Lukuá miró hacia él, y le contestó:
—¿Te crees que quien esculpió esto, se tomó el tiempo necesario para hacer una mujer tan bella, le colocó incluso una cinta en el pelo para sujetárselo hacia atrás, y después por cansancio, decide no escribir su nombre?
—No. ¡Claro que no! —afirmó Tom rojo como un tomate.
—No creo que sea eso lo que ocurrió… Tal vez sea una estatua de una mujer escogida al azar… ¡No lo sé! Bueno; veamos las otras estatuas a ver si nos dicen algo.
Así nos acercamos rápidamente a la esquina de enfrente, dónde estaba tallada una estatua muy parecida a la anterior; la única diferencia, es que en su frente ya no aparecía una cinta, si no que la llevaba sobre su espalada recogiendo su melena en una cola. Y claro, en esta tampoco había inscripción que nos dijera quien era; tan sólo aparecía nuevamente, que estaba hecha en el siglo II.
—¡Nada! —exclamó Lukuá—. Vayamos a ver la tercera.
Y rápidamente nos dirigimos hacia la tercera estatua, que yo no conseguía ver, pero que Lukuá decía que estaba tras un árbol. Llegamos junto al árbol en cuestión, y Lukuá indicó que giráramos hacia su parte trasera; y allí colocados, por fin pude ver la estatua que se encontraba camuflada en el tronco del árbol. Se trataba también de una mujer, pero en lugar de estar hecha de piedra, estaba hecha con la madera del árbol. Era una estatua tallada en el propio árbol, y por ello sus facciones aparecían algo desfiguradas, ya que el rostro se iba alargando al crecer el árbol.
—¡Caray! ¡Qué fea es esta! —exclamó Tom.
—Pues de ésta si se su nombre; se la conoce como “Bellísima” —le respondió Lukuá.
—¿¿¿Bellísima??? —preguntó Tom con cara de susto—. En mi pueblo bellísima es otra cosa. Es algo muy hermoso. Aquí quiere decir algo muy feo, ¿verdad?
—Jovencito, bellísima en todos los pueblos que yo conozco quiere decir algo muy hermoso; lo que ocurre, es que con el tiempo se le ha estirado un poco la cara y los ojos, pero si la imaginas un poco más regordeta, sí que la ves bella, ¿verdad? —nos preguntó a todos.
—¡Si claro! —dije yo, que ya estaba deseando salir de delante de aquella señora que me empezaba a recordar a la profesora Teresa, cuando te mira fijamente a los ojos y después te pregunta: ¿Cuál es el resultado de multiplicar cinco por tres, sumarle siete y restarle diez?
—Pues está tampoco tiene inscripción ninguna que indique que se llama Augusta Juliana. Pero bueno, ¿Dónde podrá estar esa estatua? ¿Cómo podemos saber si alguna de éstas se llama Augusta Juliana? —se preguntó Lukuá a si mismo, y empezó a caminar rápidamente por el parque, con las manos unidas en la espalda y mirando hacia el suelo.
Cuando hubo dado unas veinte vueltas a toda velocidad, regresó junto a nosotros y nos dijo:
—He pensado que podíamos volver al bar del señor Lalo. Él se relaciona con mucha gente, tanto gnomos como humanos, y tal vez sepa algo de estas estatuas. Le preguntaremos disimuladamente. No sería bueno que se enterase de lo que estamos buscando, así que dejadme hablar a mí, ¿ok.?
—Ok. —respondimos todos, pienso que impacientes por salir rápidamente de ese parque.
Así comenzamos a caminar y a desandar el recorrido que habíamos hecho hace un rato. Cuando atravesábamos la plaza de la fuente que echaba muchísima agua, empezaron a caer unas gotas, por lo que apuramos el paso hasta llegar al bar del señor Lalo.
Nos colamos en su interior, y vimos a una pareja de gnomos sentada en una mesa. Lukuá los saludó con un sonoro ¡Buenos días, colegas!, y atravesamos el bar para colocarnos en la mesa del fondo. El señor Lalo, salía en ese momento de la cocina con una bandeja de bollos, que depositó en el mostrador. Les llevó uno a los gnomos de la entrada, y vino rápidamente hasta donde nosotros estábamos sentados.
—¡Hola de nuevo, amigos! ¿Qué tal estáis? ¿Habéis encontrado a vuestra mascota?
—La hemos encontrado, pero no la hemos recuperado —le contesté.
—La tiene presa Colungo en su castillo, y nos ha pedido que le llevemos un tesoro para entregárnosla —dijo Lukuá.
—¿Un tesoro? —repitió el señor Lalo, subiendo el tono de voz y también sus cejas blancas hasta casi juntarlas con el pelo.
Lukuá le indicó que hablara más bajo, al tiempo que asentía con la cabeza.
— ¿Y qué vais a hacer?
—No lo sabemos… —contestó Lukuá—. Hemos venido hasta aquí a pensarlo. ¿Les puedes poner mientras tanto unos zumos de tomate a estos chicos?
—¿Zumo de tomateeeeeeee? —gritó Tom.
—Sí, eso he dicho. ¿No te gusta?
—Creo que no; preferiría un bollo de nata o algo así.
—¿Un bollo de nata? —repitió Lukuá—. Pero si hemos desayunado hace muy poco tiempo. ¿Ya tienes hambre otra vez?
—Bueno, no es que tenga mucha hambre, pero si hay que comer tomates, yo prefiero comer bollos —respondió Tom tajante.
El señor Lalo se rió, al tiempo que decía:
—No te preocupes muchacho, que ahora mismo te traigo unos bollos. Y los demás, ¿preferís un bollo al zumo?
—¿Tienes hambre, Sandra? —le pregunté a mi hermanita.
—Yo no — me respondió sonriendo —. Me gustaría probar el zumo de tomate.
—Perfecto, muchachita. Ahora os traigo dos zumos de tomate para coger mucha energía, un mulsum para coger mucha alegría, y unos bollos de nata… ¡Para coger muchas calorías!— dijo el señor Lalo riéndose, mientras ya se alejaba hacia la barra.
—Bueno, muchachos; en cuanto nos tomemos este tentempié le preguntaré por los monumentos. Vosotros permaneced en silencio, ¿de acuerdo? —dijo Lukuá mirando a Tom.
—¡De acuerdo! —respondimos los tres al unísono.
Enseguida llegó el señor Lalo con las bebidas y los bollos. Le acercó el mulsum a Lukuá, y a nosotros unos vasos bastante grandes con un líquido rojo en su interior. Dentro del vaso había colocado un pequeño palo, que sujetaba un tomate muy pequeñito y una hoja verde; y enfrente, dos pajitas de color marrón invitando a beber aquel zumo. Eso hicimos Sandra y yo rápidamente, y después le comentamos al señor Lalo lo delicioso que estaba. Tom asentía con la cabeza mientras devoraba el bollo, por lo que supuse que también estaba delicioso.
En ese momento, se pusieron en pie los gnomos que estaban en otra mesa, levantaron la mano a modo de despedida, y salieron del bar. Después el señor Lalo se acercó a la puerta, pasó el cerrojo, echó las cortinas, y regresó a nuestra mesa comentando:
—Bueno, me sentaré a tomar un mulsum con vosotros. No pasará nada porque me tome un pequeño descanso en buena compañía.
Acercó la jarra de mulsum a la mesa; se sirvió un vaso y brindó con Lukuá, al tiempo que decía ¡Santé! Lukuá le respondió lo mismo y se metieron un buen trago en sus gargantas.
—Oye Lalo —comenzó a hablar Lukuá—, cómo ya sabes, estos chichos vienen de otro pueblo del futuro, y en su colegio les están enseñando cosas de Lutecia, bueno de París, de hace un montón de años…
—¿Estamos viendo Lutecia en el cole? ¿De verdad? —preguntó Tom mirando hacia mí.
Sentí como Lukuá le arreaba una patada por debajo de la mesa y Tom protestó con un sonoro ¡Ay! Ante la situación, hablé rápidamente:
—Sí, Tom. Nos lo ha explicado hace unos días la señorita Teresa. Deberías de estar más atento en clase. Sigue hablando, por favor —comenté mirando hacia Lukuá.
—Claro muchacho. Como te decía, están viendo la historia de Paris y me han preguntado por unos monumentos de emperadores romanos que pasaron por aquí. Mira, aquí los traigo apuntados: Servio Sulpicio, Octavio Turino, Tiberio Claudio Druso o Lucio Domicio ¿Tú has oído algo de esas estatuas? ¿Has visto alguna vez alguna?
—Yo sólo he visto las estatuas de las mujeres del parque, y nadie ha hablado por aquí del monumento a Tiberio o Turino. ¡Vaya nombres!
—Pues sí que es extraño. ¿Por qué dirán en el futuro que por la isla hay monumentos a los emperadores?
—¿Qué época de la historia estáis estudiando? —me preguntó el señor Lalo.
La pregunta me cayó como un mazazo en toda la cabeza, porque no sabía lo que debía contestar. Así que empecé a toser como un loco, simulando que me acababa de atragantar con el zumo. Lukuá se dio cuenta, me dio unas palmaditas en la espalda y contestó por mí:
—Están viendo el siglo I, más o menos. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque lo que si he oído en más de una ocasión, es que Paris no es ahora lo que fue en sus orígenes. Creo que por aquí pasó mucha gente, distintas civilizaciones que iban reconstruyendo la ciudad a su antojo, y movían iglesias, estatuas, casas según los gustos del jefe del pueblo; así que a lo mejor, esas estatuas estuvieron aquí en otra época pero ahora ya no están.
—No no —respondió Lukuá—. Si que están. Su profesora les ha comentado que si pueden, vengan a verlas, porque ella estuvo de viaje por aquí y las vio.
—Pues a lo mejor se hacen más adelante. Tú deberías saberlo mejor que yo, que para eso vives más años. Ja ja ja… —comentó el señor Lalo con una gran sonrisa, mientras se acercaba el vaso a su boca para beber otro trago —Bueno, he de abrir de nuevo o los vecinos pensarán que me ha pasado algo y empezarán a llamar a la puerta.
Todos nos pusimos en pie y caminamos hacia la puerta.
—¡Oye! —volvió a hablar el señor Lalo—: ¿Y por qué no miráis detrás del muro que nos rodea?
—¿Detrás del muro? —repitió Lukuá— ¡Pero si ahí no hay nada!
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé; sólo lo supongo. ¿Quién iba a hacer estatuas para los emperadores y esconderlas detrás de un muro?
—A lo mejor inicialmente no estaban escondidas. Cómo ya sabes, el muro lo levantó no hace mucho tiempo un antepasado de Colungo, y a lo mejor dejó las estatuas escondidas tras él.
—Puede ser… —respondió Lukuá rascándose la cabeza.
—Podéis mirar allí, pero que no os pillen los soldados o haréis un viaje hasta las Arenas de Lutecia. ¡Buena Suerte!
Nos despedimos del señor Lalo, y regresamos corriendo a la casa de Pékuat, porque ya estaba lloviendo de una manera considerable. Una vez dentro, Lukuá encendió fuego en la chimenea y nos acercamos todos a ella para secarnos la ropa, que traíamos bastante mojada después de nuestra carrera bajo la lluvia.
—Bueno chicos —empezó a hablar Lukuá una vez estuvimos sentados en la alfombra—, tenemos que saber dónde está esa estatua.
—¿Y por qué no puede estar detrás del muro? —preguntó Sandra.
—Podría ser, pero antes de ir a saltar el muro para investigar, preferiría saber con certeza que está allí.
—¿No tienes ningún plano de la antigua Lutecia, para ver si efectivamente está ahí? —le pregunté.
—Hombre, podría echar un vistazo pero no me suena de nada haber visto ese libro por casa. Será mejor volver a mirar en los libros de Pékuat a ver si hay algo.
Así, nos levantamos todos y fuimos nuevamente a revolver entre el montón de libros que allí había, pero por más que miramos, no encontramos ningún plano, ni dibujo, ni algo que indicara como era la antigua Lutecia.
—Sólo nos queda esperar a que pare de llover y salir de nuevo a buscarla. Miraremos tras el muro a ver si está por allí… —dijo con cara de resignación Lukuá.
—Oye, ¿y por qué no miramos en la guía a ver si aparece algo? —comenté recordando que allí venía un plano de Lutecia.
—Buena idea, muchacho. Echemos un vistazo a la guía, a ver si encontramos algo que nos ayude con esto.
Así, nos tumbamos los cuatro sobre la alfombra y empezamos a darle vueltas a la guía. Localizamos el plano que habíamos visto antes, pero después de observarlo detalladamente, Lukuá exclamó:
—Aquí está representada la Lutecia que conozco. Y todo lo que hay detrás del muro, es el Sequana.
—¿Y no estarán escondidas bajo el río las estatuas? —preguntó Tom.
—Podría ser, pero si es así, ¿cómo las encontraremos?
—¡Está claro! —contestó Tom lleno de razón— ¡Buceando!
—¡Claro! —exclamó Lukuá— ¿Cómo no me di cuenta? ¡Pues nada! Vamos a bucear al Sequana.
—Yo no sé bucear —protestó Sandra.
—No te preocupes muchachita, que vuestro amigo buceará por nosotros. Sabes bucear y tienes el equipo necesario para hacerlo, ¿verdad? —le preguntó Lukuá a Tom.
—¡No no no no! —respondió Tom rápidamente con cara de susto— ¡Yo ni sé nadar!
—¡Anda! ¡Pensé que sabías bucear! Entonces será mejor buscar otra solución para encontrar la estatua, ¿no crees? —le dijo Lukuá a Tom al tiempo que le asestaba un gorrazo.
Después, Lukuá fijó su vista en la puerta y continuó hablando:
—Tendremos que estudiar la forma de llegar al otro lado del muro sin que nos vean. Lo mejor será ir cuando oscurezca.
—¿Y cómo saltaremos el muro para comprobarlo? —le pregunté yo.
—En mi casa tengo varios instrumentos que pueden ayudarnos. Después iré a buscarlos.
—Y si nos pillan los soldados, ¿Qué les decimos?
—Qué se nos ha caído un libro al otro lado del muro y estamos buscándolo.
—¿Un libro?¿Y si no nos creen?
—Pues que nos acusarán de camorristas y nos retarán en las Arenas de Lutecia para luchar con ellos.
Al oír a Lukuá decir aquello a todos nos entró un cierto temor, y nos recostamos un poco más en la alfombra. Sandra me dio la mano y empezó a decir que quería volver a casa.
—Eh muchachita, no te preocupes, que para acabar en las arenas de Lutecia aún tienen pasar un montón de cosas: que nos pillen los soldados, que no nos crean lo del libro… Y aunque nos reten, sólo retarán a uno, y no siempre se sale mal parado de las arenas. Si llegaran a retarnos, yo os enseñaría unas cuantas llaves de lucha; además te dejan llevar el Quix y el Quaid, y con esos dos instrumentos bien manejados, no hay soldado que se resista.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—¿El qué? —dijo Lukuá.
—El quixquai —dijo Sandra.
—¡Ah! Unos aparatos para luchar con los soldados y escapar de sus bolas. Luego os enseñaré a manejarlos.
—¡Ah! ¡¡¡No no no no!!! —exclamó Tom de repente—. Yo antes de luchar con esos soldados me largo a mi casa.
—¡Claro muchacho! Pues venga, ¡vete ya! —dijo Lukuá indicándole la puerta de casa.
—Pero Tom, tenemos que recuperar a Topo, ¿te acuerdas? —le pregunté un poco asustado por si Tom pensaba abandonarnos allí.
—¡Anda! ¡Me había olvidado de Topo! Pero yo no voy a luchar con ningún soldado, ¿eh?
—Irás si eres tú el elegido, pero de momento no ha sido elegido nadie, así que sigamos tramando nuestro plan. Y además, ¿por dónde pensabas volver a tu casa? ¿Recuerdas que estamos en Lutecia unos años hacia atrás de tu época? Tenéis que volver todos juntos cuando caiga el último pétalo de la flor. Ahora, miremos la guía a ver si encontramos algún dato acerca de esas figuras —añadió Lukuá antes de situar de nuevo sus ojos sobre ella.
—Ok —respondimos todos, y volvimos a poner la mirada sobre la guía.
—Veamos si hay algún otro plano de Lutecia unos años antes —dijo Lukuá, y empezó a pasar hojas hacia delante, hojas hacia atrás.
Un buen rato después, cerró la guía, se levantó del suelo y comentó:
—Nada de nada, así que lo mejor será ir a dar un paseo tras el muro cuando empiece a oscurecer. Mientras tanto, voy a acercarme a casa a buscar el Quix y el Quaid para enseñaros a manejarlos. Ah! Y las súper-ventosas para subir el muro.
Tras decir esto, abrió la puerta pero en lugar de salir por ella, volvió a entrar enseguida.
—Están lloviendo muchísimo. Buscaré algo para no mojarme… A ver que tiene por aquí Pékuat…. ¡Ya está! ¡Esto valdrá!
—¿Una sombrilla para el sol? —exclamé al ver que era igual que la sombrilla que mamá abría en verano en la huerta de casa, para que no nos hiciera daño el sol mientras jugábamos al parchís en el campo.
—No sé si es para el sol o para la lluvia, pero evitará que me moje —dijo Lukuá mientras ya salía por la puerta con la sombrilla.
Aún estábamos mirando hacia la puerta, cuando de nuevo volvió a entrar Lukuá.
—¡Necesito ayuda! ¡No puedo levantarla para abrirla!
—¿Y cómo la abre Pékuat? —pregunté yo.
—Pues no sé cómo lo hace, pero yo no soy capaz de sujetar esto.
Era evidente que no podía, porque la sombrilla medía más que él.
—Acompáñalo tú, Tom. Yo me quedo con Sandra.
Tom asintió con la cabeza y nos acercamos todos a la puerta. Tom le cogió la sombrilla a Lukuá, y una vez fuera de casa, la abrió haciendo un considerable esfuerzo. La sombrilla era roja y azul, y tenía dibujada una cabra con una bufanda. Al verla, se me ocurrió preguntar:
—¿No llamaréis mucho la atención con ese “paraguas”?
—No, y estoy seguro que nos cruzaremos alguna sombrilla más por el camino. Regresamos ahora mismo —dijo Lukuá antes de empezar a andar.

Tom y Lukuá desaparecieron calle abajo y nosotros volvimos al interior de la casa. Aproveché este momento de soledad, para echar un nuevo vistazo al libro de El oso Petrosio, en busca de algo que explicará porque aparecía Pékuat en aquel cuento. Así, nos sentamos Sandra y yo en la alfombra y empezamos a leer el libro. Pasamos rápidamente las hojas que contaban como se hicieron amigos Pékuat y el oso, y empezamos un capítulo dónde contaba que los amigos ya eran mayores, y habían formado un hogar fuera de sus casas. Los dos se habían casado y tenido hijos; incluso Pékuat llegó a tener cinco nietas y un nieto, y por ser éste el único heredero varón, recibió el nombre de su abuelo: Pékuat.
—¡Claro! —exclamé de repente— Ya entiendo. El del dibujo, tiene que ser el abuelo de Pékuat. Por eso se parece tanto a él, y estoy seguro de que cuando él vivió, los osos hablaban.
—¿Si? —me preguntó Sandra.
—Si claro; estoy convencido de que es la historia del abuelo que vivió hace muchos, muchos años, cuando los hombres eran amigos de los animales.
—¿Hace muchos años los hombres eran amigos de los animales?
—Sí. Cuando no los matábamos para hacernos abrigos de oso, éramos amigos.
—¿Abrigos con osos? —se extrañó Sandra— Yo no he visto a nadie con un oso encima.
—¿No has visto nunca a la señorita Teresa con un abrigo, que cuando lo lleva puesto, casi no entra por la puerta de la clase?
—No —respondió Sandra negando con la cabeza y abriendo los ojos de par en par.
—Pues fíjate cuando vayas al cole. Es de color marrón. Un día se le cayó del perchero, y menuda riña nos echó porque justo fue a parar a un trozo de suelo que estaba lleno de restos de tiza. Lo cogió de donde había caído, lo empezó a mirar y a oler, y cuando vio una manga que en lugar de marrón parecía blanca, empezó a gritar: “¡Mi pobre oso! Con lo que me costó este osito, y ahora… ¡¡¡Lleno de tiza!!! ¡Castigados!!!!”, y nos tuvo toda la mañana barriendo la clase. Seguro que es ella la culpable de que los osos ya no sean amigos nuestros. Bueno, a ver que más pone por aquí….
Seguí leyendo un buen rato, hasta que llegué a algo realmente interesante.
—¡Mira Sandra! Aquí pone que el abuelo de Pékuat, fue retado por el señor Abralungo a luchar en las Arenas de Lutecia con sus soldados, y salió de allí victorioso porque cuando ya estaba casi vencido, cruzó los brazos por encima de su cabeza y empezó a gritar:
“Tierra, mar y aire; juntad toda vuestra fuerza en mi interior, para que al salir de mi cuerpo, el señor Abralungo y su séquito, sepan que nadie tiene más poder que vos, madre naturaleza”.
Tras decir esto, un torbellino de arena envolvió al soldado y Pékuat aprovechó para asestarle un golpe en la cabeza que lo dejó tirado en el suelo durante un buen rato, y así fue como salió victorioso de las arenas.
—¡Qué bien! —respondió Sandra— ¿Y qué más dice del Osito?
Estaba claro que a Sandra le importaba poco lo que hiciera o dijera el abuelo de Pékuat, así que busqué de nuevo al oso a ver si encontraba algo más de él.
—¡Mira! Aquí cuenta que el oso Petrosio de mayor se hizo cartero, y repartía cada día el correo en patinete. Y mira cuantos dibujos trae de él.
Puse el libro entre los dos, y estuvimos un buen rato riéndonos con los dibujos de Petrosio, porque estaba muy simpático vestido de cartero y montado en un patinete pintado a rayas.
Unos instantes después, entraban de nuevo Tom y Lukuá por la puerta.
—¡Buenas Guerreros de Cómit! Ya estamos de vuelta —exclamó Lukuá.
—¡Qué pasada! —dijo Tom— Nos hemos cruzado con cuatro sombrillas y en una de ellas había un dibujo de un hombre vestido de cuero y cantando con un micrófono. ¡Creo que era Telvis Prisley!
—¿Cómo lo sabes?
—Porque mamá tiene muchas fotos de él en casa. ¡Ah! Y bajo esas sombrillas iban gnomos.
—¡Anda! ¿Y por qué pueden con ellas y tú no? —le pregunté esta vez a Lukuá.
—Porque eran sombrillas más pequeñas que éstas. No sé porque Pékuat anda por ahí con semejante cosa —dijo señalando la sombrilla que había colocado Tom en una esquina—. Bueno chicos; aquí están: El Quix y el Quaid, y las súper-ventosas:
Este es el Quix —comentó Lukuá mostrándonos una gran bola plateada de la que colgaban cinco pequeñas cadenas, cada una de las cuales terminaba en una pequeña bola.
Este el Quaid —y nos mostró una espada plateada, que tenía en la empuñadura cinco botones de colores, y la hoja no terminaba en punta como las espadas que yo he visto en los cuentos, si no que terminaba en un pequeño agujero.
¡Y aquí están las súper-ventosas!!!! Son chulas, ¿eh? —y nos enseñó unas ranas verdes de goma.
—¿Chulas? ¡Por Dios! ¡Que caras más feas! —exclamó Tom.
Cogí una de ellas, y comprobé que efectivamente, eran unas ranas con una cara un poco fea. Tenían unos ojos muy grandes, que no debían de ver muy bien porque llevaban gafas de cristal bastante grueso. Sujetaba las gafas una nariz puntiaguda, y debajo de la nariz, tenían un enorme bigote blanco hecho de pelos que parecían de verdad. Las ranas tenían también una gran boca abierta a modo de sonrisa, bajo la cual se adivinaba que tenían bastantes años, porque los pocos dientes que aún conservaban, eran de color gris. Debajo de esta curiosa cara, había un pequeño cuerpo que terminaba en cuatro patas. Alrededor del cuerpo, un poncho de rayas abrigaba a las ranas.
—¿Feas? —repitió Lukuá con cara de asombro— ¿A ti te parecen feas?
—¡Hombre! Feas no es la palabra… Más bien “extrañas” y un poco mayores, ¿no? —comenté yo.
—¡Sí! ¡Claro que son un poco mayores! Llevan conmigo toda la vida, y cuando yo las recibí de mi padre, él ya las había recibido del suyo; es por eso que llevan gafas. Se las puse cuando intenté subir por un naranjo para coger naranjas, y empezaron a subir por el aire pensando que subían por el tronco. ¡Menudo golpetazo me di! Así que le fabriqué estas gafas con dos vasos y una cuerda. Desde entonces, no me han tirado nunca. Con ellas, podremos escalar el muro sin problema.
—¿Y cómo lo haremos? ¿Cómo funcionan?
—¡Ah! Muy fácil. Solo tienes que calzártelas, y empezar a subir por donde quieras. Sus pies son ventosas que se agarran a todo. ¡Mira!
Tras decir esto, Lukuá cogió las ranas y se acercó a una pared; se calzó un pie, después el otro y empezó a ascender por ella.
—Ja ja ja —se rió Sandra—. Qué ranas tan graciosas.
—Menos mal que tú tienes buen gusto, muchachita —respondió Lukuá, que ya estaba a nuestro lado quitándose las ranas de los pies.
—¿Y eso qué es? ¿Para qué sirven? —pregunté señalando los otros instrumentos que había traído de casa.
—El Quix es muy fácil de manejar. Mira lo que hago con él— dijo al tiempo que se lo lanzaba a Tom. De repente, las piernas de Tom quedaron enroscadas con las cadenas que colgaban de la bola grande; Tom se desestabilizó y fue a parar al suelo, protestando:
—¿Por qué me has elegido a mí para la demostración?
— ¿Y a quien iba a hacérselo? ¿A Sandra?
—Pues a Óscar.
—Él fue el que preguntó para que servía el Quix. Si lo derribara a él, no vería con tanta claridad para que sirve —dijo al tiempo que me miraba con una sonrisa y me guiñaba un ojo.
—Entonces ahora pregunto yo: ¿Para qué sirve lo otro? —preguntó Tom señalando el Quaid.
—¡Para esto! —respondió rápidamente Lukuá, al tiempo que empuñaba el Quaid, apuntaba hacia Tom, y le disparaba un chorretazo de agua.
Tremenda carcajada se nos escapó a Sandra y a mí al ver a Tom en el suelo, con una raya muy marcada en el medio del pelo, como consecuencia del chorro de agua que acababa de pasarle por el medio de la cabeza.
Tom se incorporó del suelo con la cabeza mojada y con cara de enfado. Lukuá le acercó rápidamente una toalla.
—Sécate y salgamos al huerto ahora que parece que ya no llueve; allí os explicaré como se manejan los dos aparatos.
—Yo prefiero quedarme, gracias —dijo Tom.
—No te preocupes, muchachito, que no te usaré más de conejillo de indias. Vamos todos, pero recordad no hacer demasiado jaleo, ya que se despertará Carambita y ya sabéis que pasa si canta mal, ¿verdad? —comentó Lukuá, al tiempo que le daba una mano a Tom para ayudarle a incorporarse del suelo.
Asentimos todos y salimos al huerto. Una vez allí, Lukuá cogió el Quix y empezó a explicarnos como se manejaba:
—Este aparato sirve para apresar al enemigo, y según como lo lances, también puedes golpearlo antes de enroscarlo con las cadenas. Mirad como lo hago —comentó Lukuá, que al momento lanzó el aparato contra el árbol que había en una esquina—: Este lanzamiento, se llama “Derrib”. Fue el que te hice antes a ti —dijo señalando a Tom—: Coges las cinco cadenas, las estiras a tope y las lanzas a gran velocidad, para que al llegar a su objetivo se enrosquen alrededor de él. Y éste —comentaba mientras se hacía de nuevo con el Quix—, es el “Golpderrib”. Antes de lanzar el Quix tensas las cadenas como antes, mientras con la otra mano apuntas al objetivo con la bola grande. Después, colocas las manos como si estuvieras jugando al palo-piedra, y con mucha fuerza lanzas el aparato Así, con un solo movimiento, amarras y golpeas. Fijaos —y lanzó de nuevo el Quix contra el árbol, de tal forma, que al llegar al tronco las cadenas se enroscaron alrededor de él, y acto seguido, la bola grande lo golpeó por la parte de abajo.
—¿Qué es el palo-piedra? —preguntó Sandra.
—Un juego que consiste en lanzar una piedra al aire, y cuando cae, darle con un palo para lanzarla lo más lejos posible. Gana el que llegue más lejos sin romper nada de su alrededor. Los niños de Lutecia juegan mucho al palo-piedra. ¿Vosotros no?
—No —contestó Sandra—. Nosotros sólo jugamos con piedras cuando hacemos una casa para las muñecas.
—Ahhhh…. —dijo Lukuá levantando las cejas.
—En nuestro pueblo hay un deporte parecido —comenté yo.
—¿Si? —me preguntó Tom—. ¿Y cuál es, que yo no he jugado nunca?
—El tenis, por ejemplo, o el béisbol; también consiste en lanzar lejos una pelota, pero en ninguno de estos deportes se lanza una piedra.
—Bueno, en cualquier caso, después practicaréis un poco. Y por último, os explicaré un lance más; se llama Tumbing. Consiste en lanzar el Quix desde arriba, de forma que cuando baje, enrosque el cuerpo del enemigo y finalmente la bola grande le da un mamporrazo en la cabeza. Necesito algo más bajo para mostrároslo. A ver…… —comentó Lukuá mirando a su alrededor, hasta fijar su mirada en Tom.
—¡Ah, no! ¡En mí no practicas! —gritó Tom escondiéndose detrás de mí.
—No hijo; en ti no, pero en esa escoba que hay detrás de ti, sí —comentó Lukuá señalando un escobón de madera que estaba apoyado en el muro de la finca.
Inmediatamente se acercó a ella, cogió el Quix, y repartió las cadenas entre las dos manos; las elevó al máximo sobre su cabeza, arqueó un poco los brazos, y al tiempo que gritaba ¡Jiarááááá!, lo lanzó sobre la escoba, que inmediatamente apareció con el Quix rodeando su cuerpo mientras la bola grande le asestaba un buen golpetazo.
—¡Caray! ¡Como me gusta ese golpe! —gritó Tom lleno de entusiasmo.
—Me alegro; pues ya verás todo lo que puedes hacer con el Quaid —comentó Lukuá al tiempo que dejaba el Quix y cogía la espada plateada que él llamaba Quaid—. Fijaos: ¿Veis que la empuñadura tiene cinco botones?
—¡Si! —contestamos todos.
—Pues cada botón sirve para una cosa. El botón verde, ya lo conocéis; es el que dispara un chorro de agua —y sonrió mirando a Tom—. El azul, fijaos lo que hace.
E inmediatamente Lukuá apuntó a una de las paredes de la finca y salió un chorro de aire con tal fuerza, que hizo un pequeño agujero en la pared.
—¡Dios mío! —fue todo lo que se me ocurrió decir ante aquella escena— Menos mal que no nos pilló por medio.
—Pues ya verás lo que hace el naranja. Alcánzame una revista del interior de la casa, por favor— me pidió Lukuá.
Inmediatamente accedí al interior de la vivienda de Pékuat, y cogí una revista amarillenta que había colocada en el aparador de la sala. Se la di a Lukuá, que leyó el título de la revista:
—“Como beber sin atragantarse”. ¡Pero qué cosas más raras lee nuestro amigo! —decía con cara de asombro, mientras colocaba la revista en el suelo un poco alejada de nosotros —Fijaos, porque ahora voy a usar primero el botón naranja y luego el verde.
Lukuá dio unos pasos hacia atrás, apuntó con la espada al suelo y apretó el botón naranja. De la espada salió un rayo de fuego que incendió la revista, tras lo cual, Lukuá apretó el botón verde que hizo que la espada lanzara un rayo de agua, suficientemente grande como para apagar el fuego.
—¡Qué pasada! —gritó Tom.
—¡Alucinante! —comenté yo.
—¿Cómo haces eso? —preguntó Sandra, que no parecía muy impresionada por los rayos que salían de la espada.
—Yo no lo hago. Lo hace él —dijo Lukuá levantando el Quaid en alto—. Tiene en su interior un emisor de ondas y un mecanismo que genera energía de alto voltaje, que son los que emiten los rayos que acabáis de ver. ¿Entendido?
—Sí, claro —contesté yo rápidamente, que no entendía nada, pero tampoco quería recibir una clase de física en ese momento—. Y los dos botones que quedan, ¿Que hacen?
—Bueno, el blanco hiela lo que se cruce por su camino. A ver, a ver… —dijo Lukuá mientras buscaba algo con lo que poder mostrarnos lo que hacía el botón blanco— ¡Eso valdrá!
Y señaló una piedra que había en el campo. Lukuá apuntó a la piedra con la espada, apretó el botón blanco, e inmediatamente salió de ella un rayo muy brillante que cubrió la piedra, y la transformó en un gran cubo de hielo.
—Ohhh… —exclamamos después de ver esto.
—Y por último, el botón marrón —continuó hablando—. Este botón lo que hace es provocar mucho humo cuando se aprieta, así que mejor no lo apretaré ahora porque no nos veríamos. ¡Bueno chicos! Yo creo que con esto tenéis suficiente para enfrentaros a los soldados de Colungo, si os retaran a ello claro.
—Pero si te retan, ¿puedes ir a luchar con ellos con estas armas? —pregunté un poco extrañado, ya que si nosotros podíamos llevar estos aparatos, a saber que podrían llevar ellos.
—Si claro.
—Entonces… ¿Qué llevan los soldados?
—Bolas de acero que te machacan la cabeza— respondió Lukuá.
Al oír esto, no pude evitar tocarme la cabeza.
—Bueno chicos, visto esto voy a ir a preparar algo para comer; después descansaremos un poco y al atardecer, iremos a visitar al Sequana. ¿Os parece bien? Y mientras yo estoy con la comida, ¿por qué no practicáis un poco con las “armas de guerra”? —dijo señalando el Quix y el Quaid.
—¡Perfecto! —respondí.
—Pero con mucho cuidado de no haceros daño, no machacar nada de la casa de Pékuat, y de no montar mucho jaleo para que no despierte Carambita, ¿ok?
—No te preocupes. Lo haremos con cuidado. Sandra, ¿por qué no entras con Lukuá a casa y le echas un vistazo a algún libro de los que hay en los estantes? Tú eres un poco pequeña para jugar con esto y a lo mejor te haces daño.
—¡Vale! —gritó Sandra emocionada, que ya debía de estar un poco cansada de espadas que disparaban rayos, y de bolas con cadenas.
Cuando estuvimos Tom y yo sólos en el campo, nos miramos a los ojos y Tom me preguntó:
—¿Puedo empezar yo a practicar con el Quix?
—Bueno, pero con mucho cuidado, ¿eh? ¡Y no me apuntes a mí! —le contesté, al tiempo que me alejaba una distancia considerable de él.
—Apuntaré a la escoba.
Tras decir esto, se acercó a ella con el Quix en sus manos y apuntándole con un dedo desafiante, amenazó a la escoba:
—Voy a hacerte un Pérrib amiguita
—¿Un Pérrib? ¿Qué es eso?
—¡Esto! —contestó Tom.
Acto seguido apretó la boca y los ojos, y poniendo cara de “malo de película” gritó: ¡Jia Jia Jia!; después levantó los brazos sujetando el Quix, y le dio una vuelta por encima de su cabeza al aparato, consiguiendo que la bola más grande le asestará un buen mamporrazo en toda la frente.
—¡Vaya! ¡Menudo lance te has inventado! —le dije riendo mientras me acercaba a él, que había ido a parar al suelo con cara de dolor.
Al momento le salió un chichón enorme en el medio de la frente, por lo que decidí coger el Quaid para hacer un poco de hielo. Busqué una piedra como la que antes había congelado Lukuá, y apunté con el Quaid al tiempo que presionaba el botón azul. De repente salió un rayo que congeló la piedra; la cogí muy orgulloso de lo que acababa de hacer, y se la acerqué a Tom, que la tuvo un buen rato en la frente. Cuando se encontró un poco mejor, se levantó del suelo diciendo:
—¡Caray! ¡No entiendo que ha pasado! Porque Lukuá hizo lo mismo que yo, ¿verdad?
—Bueno, está claro que lo mismo, lo mismo, no hizo. Le diremos que nos explique de nuevo los lances, y que nos cuente cual debe ser la posición de la manos y de los brazos para que no nos pase lo que te acaba de ocurrir…. ¡Bueno! ¡Mejor ahora lo intento yo a ver si me sale!
Así cogí el Quix, levanté los brazos estirándolos lo máximo que pude, fijé mi mirada en la escoba, y lancé el aparato con mucha fuerza sobre ella; pero en lugar de enroscarse a su alrededor, le asestó un pequeño golpe.
—¡Tienes que lanzarla con más velocidad! —me indicó Lukuá, que en ese momento estaba llegando al huerto—. Fíjate como lo hago yo.
Y rápidamente cogió el Quix, levantó la escoba del suelo, se distanció un poco de ella y levantando los brazos lanzó el aparato a tal velocidad, que nuevamente se enroscó alrededor de la escoba y ésta fue a parar al suelo.
—¿Te has fijado? Lo he lanzado a gran velocidad, de forma que al llegar a su objetivo lo “abraza”. ¡Vaya! Veo que tú ya has probado el Quix, ¿eh? —dijo mirando a Tom que tenía un chichón ya bastante negro en medio de la frente —A ver; inténtalo de nuevo —me dijo mientras me acercaba el aparato.
Yo lo cogí, estiré los brazos todo lo que pude, y lancé a gran velocidad el Quix; al llegar éste a la escoba, le dio un semi-abrazo y fue cayendo al suelo sin llegar a agarrarse a ella.
—Bueno chico, ahora has puesto velocidad pero poca fuerza. Tienes que combinar ambos factores, o le harías una pequeña caricia al soldado. Practicad un poco más antes de comer y demostradme que sois ¡Los auténticos Guerreros de Cómit! —nos dijo Lukuá con una sonrisa.
Así, nos pusimos Tom y yo a lanzar el Quix, mientras Lukuá a nuestro lado nos corregía y nos indicaba como debíamos hacer. Finalmente, después de unos cuantos lances por fin conseguimos hacer algo semejante al Derrib y al Golp-Derrib. Incluso yo fui capaz de lanzar bastante bien un par de Tumbing, pero éste último a Tom se le resistía. Lukuá le indicaba que se estirara más para lanzar, pero Tom se encorvaba, sacaba el culo hacia fuera, y lo único que hacía el Quix, era subir un poco hacia el cielo para a continuación desplomarse en el suelo unos pasos delante de él. Unos ensayos más, y entramos todos a casa de Pékuat a comer.
Sandra estaba con un libro sentada en el sofá, y al vernos llegar, se levantó y nos sentamos todos alrededor de la mesa de la sala para degustar los platos que había allí colocados; así, fuimos comiendo carne asada, patatas y tomates también asados, y de postre, un buen trozo de queso. Una vez acabamos de comer nos fuimos a echar una pequeña siesta, ya que Lukuá dijo que hoy nos acostaríamos tarde. Nos acomodamos todos en el sillón de la sala, cerré los ojos, y empecé a soñar que era un príncipe y tenía que rescatar a una princesa del castillo del ogro malo, porqué la había secuestrado. Así, llegué hasta el castillo, bajé de mi caballo, desenfundé mi espada, y caminé con ella en alto hacia donde me esperaba el ogro malo y feo.
—¡Toma ogro feo! —grité mientras le asestaba un buen mamporrazo.
—¡Ayyyy! ¡Qué haces! —oí decir a Tom—. ¡Me has dado un buen puñetazo!
Abrí los ojos y vi a Tom a mi lado, con una mano en la cabeza, por lo que supuse que dormido le había asestado a él el puñetazo que iba dirigido al ogro.
—Perdón. Estaba soñando. Sigue durmiendo —le dije al tiempo que me daba media vuelta para hacer yo lo mismo.

—¡Arriba muchachos! Ha llegado la hora de buscar la estatua —gritó Lukuá— ¡Hay que levantarse!
—¡Vaya! Creo que me he quedado dormido —dije al tiempo que me incorporaba un poco— ¿Qué hora es?
—Sí, os habéis quedado dormidos los tres; y no sé qué hora es porque no tengo reloj, pero enseguida empezará a oscurecer, así que es la hora de buscar la estatua, ¿recuerdas?
—¡Es verdad! —exclamó Sandra que ya estaba sentada en el sillón colocándose los rizos detrás de la oreja.
—Ojrrrrrrrrrrrrr Ojrrrrrrr Ojrrrrrr…… —fue todo lo que dijo Tom, y se dio media vuelta en el sillón.
—¿Qué dices, muchacho? —le preguntó Lukuá.
—No dice nada. Está roncando. ¡Tom! ¡Tom! ¡Despierta que ya es la hora de buscar la estatua! —le grité al tiempo que le movía una pierna.
Tom se incorporó con los ojos cerrados para preguntar:
—¿Ya es la hora de comer?
—No hijo no. Es la hora de buscar la estatua. ¿Pero tienes hambre otra vez? —dijo Lukuá abriendo los ojos de par en par.
—Ah…. ¡No no! —contestó Tom rascándose un ojo y con una pequeña sonrisa en su boca— Tengo sed.
—¡Yo también! —gritó Sandra.
Así que nos levantamos todos y nos acercamos a la mesa, en la que había colocados unos vasos y una jarra de agua.
—Voy a darle de comer a Carambita. Acompañadme si queréis para hacer “vuestras cosillas” y salimos en busca de la estatua, ¿vale?
Así, fuimos todos detrás de Lukuá al patio. Una vez allí, usamos los tres los baños-agujero, los limpiamos, vimos como la extraña cabra se comía un revuelto de espinacas y un flan, y regresamos enseguida al interior de casa.
—Bueno chichos, es la hora de salir en busca de la figura Augusta Juliana —decía Lukuá al tiempo que guardaba las súper-ventosas, la lámpara parecida a la cafetera de mamá y el libro que tenía escrito los nombres de los emperadores, en la bolsa que se llevaba siempre que salíamos de casa— ¿Estáis listos para la aventura?
—¡Sí! —respondimos todos.
—¡Bien! —decía Lukuá mientras abría la puerta de casa para salir a la calle—. ¡Perfecto! Ha parado de llover.
Salimos a la calle, hicimos el mismo recorrido que habíamos hecho esa mañana, y llegamos rápidamente al parque donde estaban las estatuas de mujeres. Lo atravesamos, hasta que el muro de la familia de Colungo nos impidió avanzar más. No había nadie por allí en ese momento, y había muy poca luz, porque el cielo estaba cubierto de nubes y enseguida empezaría a oscurecer.
—Aquí estamos, y ahora… ¿Quién va a buscar la estatua con las súper-ventosas? —preguntó Lukuá mientras las sacaba de la bolsa.
—Oye, ¿Y por qué no salimos por la puerta que lleva a Las Arenas, y así no saltamos el muro? —le pregunté un poco extrañado.
—Porque está cerrada a cal y canto, y sólo se abre cuando alguien va a luchar a ellas. ¡Imposible!
Y una vez más, preguntó:
—¿Quién va a buscar la estatua con las súper-ventosas?
—¡Yo no! —exclamó Tom, y al momento le dijo a Lukuá— ¿Y por qué no las buscas tú?
—Porque si me pillan los soldados, me caerían unos palos encima que no podría soportar y después me arrojarían al Sequana.
—¡Mira qué bien! Así no seré yo el único que recibe palos continuamente…
—Tras lo cual —siguió diciendo Lukuá ignorando el comentario de Tom—, os quedaríais sólos buscando la estatua, el dinero y a vuestra mascota… Sólos en la isla, sin nadie que os eche un cable.
—¡Las buscaré yo! —intervine rápidamente antes de que Lukuá le arreara otro palo a Tom, y porque tenía claro que de todos modos, acabaría yendo yo.
—Muy bien; cuando la encuentres avísanos, y yo te lanzaré esta cuerda con la lámpara para que la ilumines y cuentes catorce pasos… —me dijo Lukuá
—¿Catorce pasos? ¿Seguro?
—Ayyyy… ¡No lo sé! ¡Más o menos! Bueno…. ¡Tú primero localiza esa figura y después ya veremos cuantos pasos contamos!
Yo tampoco estaba muy convencido, pero como no había muchas más opciones, me puse las ranas en los pies y empecé a trepar por el muro en busca de la estatua. Realmente, era muy curioso como eras capaz de trepar con esas ranas, así que puse los brazos en mi cintura y empecé a gritar:
—¡JuuuJuJú! ¡Estoy trepando! Ja ja ja….
—¡Apura muchachito! ¡Qué no estamos libres de que aparezcan los soldados! —me ordenó Lukuá gritando, lo que hizo que me asustara y me tambaleara un poco en el aire—. ¡Eso! ¡Encima cáete y rompe una pierna!
—Tranquilo, que eso no va a pasar —respondí cuando por fin recuperé el equilibrio—. Un paso más y llego a la cima.
Cuando por fin la alcancé, me detuve un momento a contemplar lo que desde allí se veía. Había agua por todos lados, salvo a lo lejos en el horizonte, que se divisaba tierra; le pregunté a Lukuá que era aquel sitio que desde allí se veía.
—Ahí es donde están las Arenas de Lutecia, donde vas a pelear con los soldados, ¿recuerdas? Escucha, ahí va el farol y las cerillas —gritó Lukuá y me lanzó todo atado a una cuerda—. Agárralo.
—¡Sí! —grité— ¡Ya lo tengo!
—¡Vale! —respondió Lukuá y continuó hablando— Oye, ¿ves alguna estatua por ahí?
—Espera un momento… —respondí, y empecé a mirar por detrás del muro en todas las direcciones en busca de la estatua —Allí parece que hay algo. Voy a bajar y me acerco. Seguidme por ese lado del muro.
Bajé de la cima del muro, me quité “las ranas” que llevaba puestas y empecé a caminar, más bien correr, hacia el lugar donde algo o alguien, sobresalía por delante del muro. Cuando me acerqué, pude comprobar que se trataba de una serie de estatuas de color blanquecino, en las que el paso del tiempo había dejado huella: A una le faltaba una mano, a otra un trozo de nariz… pero estuvieran como estuvieran, eran estatuas.
—¡Venid! ¡Aquí hay estatuas! —grité emocionado ante el descubrimiento que acababa de hacer.
—¿Hay estatuas ahí? —gritó Lukuá desde el otro lado.
—¡Sí! —respondí— ¡Hay tres estatuas!
—¿Alguna pone que sea de Augusto Juliano?
—No sé… ¡Espera! ¡Tienen unas inscripciones en sus pies!
Encendí el farol con una cerilla, me acerqué un poco más a ellas, y fui leyendo en voz alta lo que tenían escrito:
—La primera pone Servio Sulpicio Galba. Es un señor muy viejo y con los ojos muy grandes.
—Servio Sulpicio… ¡Nada! Este no vale —y al momento repitió lo que yo le acababa de decir— ¿Un señor con los ojos muy grandes?
—Sí. Tiene ojos de sapo.
—¿Ojos de sapo? —repitió nuevamente Lukuá— ¿Y cómo son los “ojos de sapo”?
—Como si llevaran un vaso dentro. ¡Así! —contesté al tiempo que ahuecaba mis manos y las ponía sobre mis ojos. Después me di cuenta de que estaba haciendo el tonto, porque no me podían ver desde el otro lado del muro —.Bueno, da igual; en casa te lo explico. Voy a ver las otras estatuas a ver de quien son.
Así, caminé un poco más y llegué hasta a la segunda estatua. A esta le faltaba un trozo de nariz, un codo y una mano, y el pobre, era bastante feo.
—Ya estoy con la segunda estatua. Aquí pone que se llama Lucio Domicio Ahenobarbo. ¡Caray! ¡Qué nombres más raros tenían! Tiene la nariz y las orejas muy grandes. Es más feo que el otro…. ¡Y más gordo! Sí; éste parece realmente gordo.
—Bueno, ¿¿¿y eso que importa??? ¡Lo importante es si tiene algo que ver con la estatua que buscamos! —gritó Lukuá—. ¡Éste tampoco nos interesa! Aún queda otra, ¿verdad?
—¡Sí! —grité al tiempo que me acercaba a ella—. ¡Anda! ¡Este tiene todo grande, muy grande! La nariz, los ojos, la papada… ¡Parece un lobo! Ja ja ja…
—¡Cuando acabes de reír, nos dices como se llama! ¿Eh? —gritó Lukuá, con voz de enfado.
—Ya voy…. —dije aún entre risas—. A ver, este es Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico ¡Vaya nombre le pusieron a este! ¡Sería por lo feo que era! Ja ja ja….
—¡Este tampoco nos vale! ¿Y no hay más estatuas por ahí?
—¡Le queda muy bien el nombre de Druso, porque es feo y gordo! Ja ja ja….
—¡¡¡He dicho que si ves otra estatua por ahí!!!
—Nada de nada. Ni una más —respondí intentando ponerme serio y que no se notara que seguía riéndome.
—¿Estás seguro? —insistió Lukuá.
—¡Hombre! O es la estatua del hombre invisible, o por aquí no se ve nada.
—Pues vuelve aquí y decidiremos que hacer.
Obedecí órdenes, me puse mis zapatillas de rana y empecé a trepar por el muro. Enseguida estaba de nuevo en el suelo, al lado de ellos.
—¿Y por qué no sabías tú de la existencia de estas estatuas? —le pregunté a Lukuá, porqué me extrañaba que un hombre, mejor dicho, un gnomo tan sabio no conociera su existencia.
—Pues supongo que porque nadie me lo contó nunca. Además, no creo que mucha gente conozca su existencia, ya que los pescadores sólo salen de aquí por una puerta que está en otro lado de la isla y sólo pescan por aquel lado, y si tienes que ir a las arenas a pelear, te llevan bajo cubierta para que no veas nada de tu entorno.
—Pues si no conocías esas estatuas, es posible que haya otras y tampoco las conozcas.
—Es posible….
—Entonces habrá que buscarlas, ¿verdad? —le pregunté esperando un si por respuesta.
—Sí, pero no se me ocurre dónde… —me dijo un poco abrumado.
—Mientras lo piensas, ¡Voy a dar un paseo con estas “ranas”! —gritó Tom, al tiempo que se acercaba a un árbol, se colocaba las ventosas en los pies y empezaba a trepar por él— ¡Ja ja ja! ¡Qué divertido!
—¡Alto! ¡Alto ahí! —gritó una voz de repente.
Empecé a mirar a mí alrededor, y pude ver entrando por una de las esquinas del parque a dos soldados de Colungo, que se acercaban a gran velocidad al árbol en el que estaba subido Tom. Tom se bajó rápidamente, y cuando alcanzó el suelo, empezó a correr hacia nosotros. Pero no le dio tiempo a llegar, ya que uno de los soldados lo agarró por un brazo gritando:
—¡Alto Maleante! ¿Qué buscabas desde ahí arriba? ¿Le estabas haciendo señas a otros guerreros para que nos atacasen?
—¡No no no! —empezó a llorar Tom—. ¡Estaba viendo el río, qué no lo he visto nunca! ¡Ah….! ¡Y buscando un libro que se nos cayó al otro lado! —decía entre sollozos.
Nosotros nos acercamos rápidamente, para intentar arreglar el entuerto en el que se había metido Tom. Fue Lukuá el que habló:
—No es un guerrero. Lo conozco yo. Vive cerca de mi casa.
—¿Y tú quién eres? ¡Identifícate! —ordenaron a Lukuá.
—Soy Lukuá, y vivo en la calle Saint Honore, Nº 7.
—¿Y qué hacía este petit porc subido a un árbol?
—Lo que os ha comentado: Admirar las vistas tan bellas que nos proporciona el grandísimo Colungo.
—¿Con tan poca luz? Eso es imposible.
—Sí señor; es que el pobre es un poco tonto, y creía que iba a ser capaz de ver un salmone saltando por el río.
—Pues sí que es tonto, si —afirmó un soldado.
—En cualquier caso… ¡Estaba alterando el orden! ¡Lucharás mañana con un soldado en las Arenas de Lutecia! —gritó el otro de los soldados mirando hacia Tom.
—¿Por qué? —preguntó rápidamente Lukuá— ¿Por admirar lo bello? Además, es demasiado joven y tonto para enfrentarse a un soldado. Sería un espectáculo deprimente.
—Pues que se intercambie cualquiera de vosotros por él, menos tú, que ya eres demasiado viejo y darías un espectáculo penoso y deprimente —contestó el otro soldado sin tan siquiera pestañear.
—Pero los demás también son muy jóvenes y no saben luchar.
—¡Pues enséñales, petit porc! —dijo uno de los soldados, al tiempo que empujaba a Lukuá con el escudo que sujetaba con una mano—. Mañana cuando el sol esté sobre nuestras cabezas, os quiero a todos aquí mismo para viajar a las Arenas, ¿entendido?
—¿Mañana? No me dará tiempo a enseñarle mucho y de verdad que será un espectáculo patético. No sé que dirá el grandísimo Colungo. Necesito un día más para hacer de él algo presentable.
Los soldados se miraron entre sí, uno se rascó la barbilla y después habló:
—¡Está bien, petit porc! Cuando el sol esté sobre nuestras cabezas, en el segundo amanecer, aquí os presentáis y seréis conducidos a las arenas, ¿¿ENTENDIDO??
—¡Entendido señor! —respondió Lukuá poniéndose muy tenso.
—Si no estáis aquí y nos hacéis perder el tiempo, ¡Os buscaré y os cortaré la cabeza a todos para entregársela al amo!!! ¿¿¿Entendido???
—¡Entendido señor! Estaremos puntuales.
—Y ya puedes entrenar bien al petit porc que vaya a luchar. Como dé un espectáculo deprimente, os cogeré a todos y os cortaremos la cabeza, ¿¿¿ENTENDIDO??? —repitió de nuevo el soldado.
—¡No lo dude, señor! ¡El espectáculo valdrá la pena!
Tras decir esto, los soldados dieron media vuelta y empezaron a alejarse de nosotros. Enseguida dijo Tom:
—Oh, Dios mío… Qué voy a hacer… No puedo ir a luchar…. —y empezó a llorar— Buah, buah, buahhhhhh…
—Tranquilo muchacho, que tenemos todo el día de mañana para entrenar.
—Pero me matarán… Yo no sé luchar… Buah, buah, buahhhhh…
—¡Iré yo a luchar! —dije al ver a Tom con los ojos todos rojos, y la cara llena de mocos y saliva.
—¿Irás tú? —me preguntó Lukuá con cara de asombro.
—Sí. Que no te parezca mal Tom, pero confío más en mí que en ti para luchar con un soldado.
—¡No no no! ¡A mí no me parece nada mal! —contestó Tom al tiempo que se limpiaba los mocos con una manga.
—¡Tú no puedes ir! ¡Eres mi hermanito mayor! —dijo Sandra con cara de susto al tiempo que agarraba mi mano.
—Tranquila Sandra, que yo venceré al soldado, y enseguida regresaremos a casa.
—Muy bien, muchacho. Eres bueno y valiente. ¡Felicidades! —me dijo Lukuá al tiempo que me daba una pequeña palmada en la espalda—. Bueno, volvamos a casa a entrenar y a pensar donde puede estar esa estatua, que se nos acaba el tiempo.
Así, comenzamos a caminar a través del parque en dirección a la vivienda de Pékuat. Estaba todo bastante oscuro, e iluminábamos nuestra caminata con el farol encendido. Yo estaba un poco nervioso y asustado, pensando en lo que me esperaba dos días después.
—Voy a pelear con un soldado… —pensé en voz alta un poco aterrado.
—Tranquilo —me animó Lukuá—, que te he visto con el Quix y el Quaid y eres bastante bueno. Entrenaremos mañana todo el día y verás como sales a Las Arenas sin miedo y bien preparado.
—Si… Ya… Pero ellos son soldados y llevan peleando toda su vida. ¿Cómo voy a ganarles yo, un niño de once años?
—Ganarás si crees que puedes hacerlo. Tienes que tener confianza en ti. Y yo te ayudaré a conseguirlo.
—¿Y por qué no nos vamos ya de aquí? —preguntó Tom de repente— ¿Por qué no volvemos ya a nuestra casa de Cómit?
—¿Recuerdas qué habéis llegado hasta aquí por otra buena razón, no para pelear con soldados? —le preguntó Lukuá.
—Pues dejemos aquí al chucho y regresemos ya —resolvió Tom de repente.
—No…. —suplicó Sandra entre sollozos— Quiero volver a casa con Topo….
—Tranquila muchachita, que de aquí no se mueve nadie —dijo Lukuá al tiempo que le daba a Tom un buen pellizco en todo el culo.
—Ayayayayyyyyyy… —protestó Tom—. ¿Por qué sólo me das a mí?
—¡Porqué tú eres el único que dice tonterías! ¿Recuerdas qué no podéis volver hasta que caiga el último pétalo de la flor? Si os vais ahora en el Buryuá… ¿con quién os intercambiaríais para salir de él cuando lleguéis a vuestro pueblo?
—No sé…. Con alguien que pase por allí…
—Si claro, con el primero que veáis paseando… ¡Total! Es muy normal que te encuentres con tres chiquitos dentro de una burbuja gigante, invitándote a entrar en ella para aparecer después en la Lutecia del año 510….Pasa todos los días, ¿verdad? Te has ganado otro pellizco. ¡Toma! —y le asestó un nuevo pellizco en el culo.
Tom me miró con cara de enfado, y yo le indiqué con un dedo que estuviera en silencio. No me apetecía nada que empezaran a discutir. ¡Bastante tenía ya con lo mío!
Continuamos caminando un rato más, hasta que llegamos a la plaza de la fuente que echaba mares de agua, pero para sorpresa de Lukuá, estaba apagada y no caía de ella una sóla gota de agua.
—¡Vaya! ¡Qué extraño! En todos los años que llevo viviendo aquí, nunca he visto esta fuente apagada.
—A lo mejor es para ahorrar agua o porque se ha estropeado el aparato que le suministra agua —se me ocurrió decir—. Oye, no iluminan mucho esas horribles farolas, ¿eh? Aquí no se ve nada.
—Es que están apagadas. Debemos estar en un día que no toca encenderlas.
—¿No se encienden siempre?
—¡No no no! Casi nunca se encienden. Así Colungo se asegura que no salga nadie de casa cuando es de noche.
—¡Oye! ¡Fijaros en la fuente! —exclamé al acercarme un poco a ella y verla mejor— Parece un cuerpo humano, ¿verdad?
—¡Sí! ¡A la mejor es lo que buscamos! —gritó Lukuá de repente—. Acerquemos el farol a ver si conseguimos ver quién es.
Nos acercamos todos a la fuente, y Lukuá iluminó la figura con el farol. Vimos que se trataba de un hombre de mediana edad bastante guapo, e iba vestido con una túnica que llevaba recogida en la cintura con una mano; El otro brazo estaba separado del cuerpo, y el índice de su mano, señalaba un punto en el suelo.
—¡Ahí tiene una placa! —grité al ver que en la base que sujetaba la figura había una placa colocada— ¡A ver que pone!
Me agaché y leí en voz alta lo que allí ponía:
—Este es Cayo Octavio Turino.
—¡Nada! —exclamó Lukuá— ¡Tampoco es la nuestra!
Se apartó un poco de nosotros y empezó a dar vueltas por la plaza, mirando hacia el suelo y con las manos enganchadas a su espalda.
—¿Y a dónde iremos ahora a buscar… ? —decía mientras seguía dando vueltas sin parar alrededor de la plaza.
De repente se detuvo y dijo:
—No se me ocurre ningún sitio más. Volvamos a casa de Pékuat a discurrir, porque ya está muy oscuro y no se ve mucho.
Así, empezamos a caminar hacia casa de Pékuat en silencio. Tan sólo habló Sandra para preguntar:
—¿Cuándo volvemos a nuestra casa con mamá y papá?
—Enseguida —le respondí.
—Si —habló Lukuá—. Ya no nos queda mucho tiempo y tenemos muchas cosas que hacer. ¿Dónde estará esa maldita estatua?
Seguimos caminando y llegamos a casa de Pékuat. En su interior, Lukuá se acercó a encender la chimenea porque ya hacía bastante frío. Nos sentamos todos alrededor de ella, y empezamos a hablar:
—¿Dónde estará esa estatua? —se preguntó otra vez Lukuá a sí mismo en voz alta y mirando hacia el techo.
—¿Ya no queda ningún rincón de la isla dónde mirar? ¿Hay algún sitio de por aquí que tú no conozcas? —le pregunté.
—No; lo único que no conozco de Lutecia es el subsuelo. El resto me lo conozco todo. ¡Y no digas ahora que porque no nos ponemos a cavar!, ¿eh? —dijo mirando a Tom.
Tom subió los hombros e hizo una extraña mueca con la boca, a modo de sonrisa.
—¿Y quiénes eran esos hombres tan importantes para que les hagan monumentos? —volvió a preguntarse Lukuá en voz alta.
—A lo mejor eran guerreros muy importantes —se me ocurrió decir a mí— ¿No tienes ningún libro de guerreros en la isla?
—Sí, pero no me hace falta consultarlo. Por aquí pasaron muchos vándalos, pero ninguno tenía ese nombre.
—¿Y qué nombres tenían?
—Hijo, no me sé el nombre de todos los guerreros que estuvieron peleando por aquí, pero sí de algún jefe. Por ejemplo estuvo Atila, Vercingetorix… Pero no he oído hablar nunca de Lucio Domicio, por ejemplo.
—Echemos un vistazo al libro de monumentos presentes en la isla. A lo mejor se nos ha pasado algo por alto —comenté mientras lo cogía y empezaba a mirarlo.
De repente, leí algo que nos podía ayudar:
—¡Oye! Aquí pone que “muchos de sus monumentos fueron desmantelados, saqueados y abandonados, pero aún se conservan, por ejemplo, los baños termales, a donde la gente va no sólo para lavarse sino también para reunirse con los amigos y divertirse”.
—Ya. ¿Y qué? —me preguntó Lukuá.
—Pues que nos hemos ido a ver estos baños. ¿Y si está allí la figura escondida?
—Ya te lo he dicho antes: Ahí no somos bien vistos, no tenemos el status necesario para entrar en ellos. Y además, ahora ya estarán cerrados.
—¿Y si está ahí la figura? ¿Estás seguro de que no está ahí colocada? —insistió Tom.
—No está ahí la figura, no. Me he colado alguna vez y no hay nada que merezca la pena. Bueno, algún humano en pelotillas dándose un baño, ¿Quieres ir a verlo?
—¡No no no! ¡Yo no! —respondió Tom poniéndose rojo como un tomate.
—¿Y no es un poco raro que no te suene ninguno de los nombres de esos señores? ¿Nadie los conocerá por aquí? —le pregunté yo.
—Ya sé que es un poco raro, pero ni tan siquiera sabía la existencia de esas estatuas. Quizás el señor Lalo…. —dijo Lukuá pensativo, pero enseguida empezó a mover la cabeza— No. Ahora ya habrá cerrado el bar, y no podemos ir a su casa a preguntarle si conoce a Lucio Domicio, o a Servio Sulpicio.
—Mi padre pescaba lucios en el río y mi madre nos los preparaba para cenar. ¡Qué ricos estaban! —dijo de repente Tom— Por cierto, ¿a qué hora cenamos?
—¿La tercera estatua no podría ser del emperador Nerón? —pregunté ignorando el comentario de Tom
—¿La tercera estatua? ¿La que ponía Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico? —se preguntó Lukuá con cara pensativa.
—Sí, esa. En los cuentos de emperadores del cole le ponían un nombre al bebé, y cuando se hacía mayor, un señor le ponía una corona de laurel en la frente y le cambiaba el nombre. Después le decía: “Bastante tienes ya con ser emperador, como para encima tener que estarle recordando continuamente a la gente cómo te llamas”. A lo mejor a ese señor le pasó lo mismo.
—¡Claro! —gritó Lukuá y de repente empezó a darse cabezazos contra la chimenea.
Al principio era capaz de contar los golpes, pero después empezó a hacerlo a tal velocidad que no fui capaz de seguir la cuenta.
—¡Lukuá! ¿Qué haces? ¡Deja de darte golpes o te romperás la cabeza!
—O romperás la chimenea —añadió Tom
Lukuá se detuvo unos mamporrazos después, se sentó en el suelo y empezó a dar golpes con una mano en la alfombra:
—¡Como no me he dado cuenta antes! ¡Me estoy haciendo viejo! —decía mientras unas lágrimas caían por sus mejillas.
—¿Cuenta de qué? ¿De qué se podía romper la chimenea? —preguntó Tom con cara de extraño.
Lukuá no le contestó; sólo negó con la cabeza. Un instante después me decidí a preguntarle yo:
—¿Qué pasa Lukuá? ¿De qué no te has dado cuenta?
—¡Te has hecho un súper-chichón! —le decía Sandra al tiempo que le acariciaba la cabeza.
Las caricias de Sandra calmaron un poco a Lukuá, que se secó las lágrimas, se sonó los mocos y empezó a hablar:
—Estoy avergonzado de no haberme dado cuenta yo, y me avergüenzo de que venga un chiquillo de once años a recordarme, que a los emperadores se les pone un nombre al nacer, y después cuando se les nombra emperadores este nombre se les cambia. Así que a lo mejor esas figuras del otro lado del muro, son emperadores romanos y en sus estatuas están grabados sus nombres de nacimiento.
Me fijé en el chichón que tenía Lukuá en la frente, que cada vez adquiría mayores proporciones.
—Oye, ¿no deberías ponerte hielo en ese chichón? Es que en estos momentos tú cabeza parece un balón de rugby.
—Sí, supongo. Me haré hielo con el Quaid… —dijo Lukuá y se dirigió hacia el patio dónde antes habíamos ensayado con el Quix y el Quaid.
—Me aburro y quiero volver con mamá —dijo de repente Sandra.
—Sandra, enseguida volveremos a casa. ¿Por qué no sigues viendo el cuento del Oso Petrosio? —le respondí, convencido de que enseguida volveríamos a casa.
—Porqué ya lo he visto muchas veces, y ahora me aburre.
—Pues miremos si hay otro cuento de animalitos, ¿eh? Te ayudo yo a buscar.
—¡Bueno! —respondió Sandra, y nos acercamos los dos al rincón de libros de Pékuat.
En ese momento Lukuá ya estaba regresando a la sala, con un trozo de hielo envuelto en un pañuelo que mantenía colocado en su frente. Se detuvo frente a la estantería y dijo:
—Habrá que buscar algún libro de emperadores romanos, o algún libro de Roma que nos cuente algo de los que pasaron por aquí.
Así, Tom y Lukuá comenzaron a revolver de nuevo entre los libros, mientras yo buscaba algo con lo que entretener a mi hermanita. Miramos unos cuantos libros en los que sólo había letra, hasta que encontré uno con el dibujo de una loba y dos niños colocados debajo de ella.
—¡Mira Sandra! Éste tiene dibujos de animalitos. Siéntate y échale un vistazo a ver que encuentras dentro. A lo mejor aparece otra vez Pékuat —le dije guiñándole un ojo y acercándole el libro.
Sandra sonrió, cogió el libro, y se acomodó en un sillón para ojearlo. Yo me acerqué a Tom y Lukuá, y empecé también a buscar libros de romanos que hubieran pasado por Lutecia y se mereciesen una estatua. Estuvimos revolviendo un buen rato, pero no encontramos nada que nos convenciera.
—Bueno chicos, voy a preparar algo para cenar y seguiremos pensando donde buscar datos. ¿Os parece bien? —preguntó Lukuá, al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia el estante dónde guardaba la comida.
—A mí me parece muy bien —contestó Tom mientras que se tumbaba completamente sobre la alfombra.
—¿Me lees el libro Oscar? —me preguntó de repente Sandra—Es que ya he visto todos los dibujos y me gustaría saber que le cuenta el lobo a los niños….
Como no tenía muy claro en que ocuparme hasta que regresara Lukuá, asentí con la cabeza y me acerqué a ella para leerle el libro.
—A ver como se llama el libro… —le dije al tiempo que se lo cogía de las manos—: “Rómulo y Remo. Los hermanos alimentados por una loba.”
El título me llamó bastante la atención, así que empecé a leerlo rápidamente:
—“Rómulo y Remo, eran dos hermanos gemelos que fueron abandonados en una cesta a las orillas del río Tiber. Al mediodía, estaban sólos y no tenían a nadie que les diera de comer, así que estuvieron llorando durante un buen rato”. ¡Vaya Tom! Estos niños hacen como tú: Lloran cuando tienen hambre, ¿eh? Ja ja ja…
Al oír esto, Tom me lanzó una zapatilla a la cabeza por lo que aún me reí más; Sandra me preguntó de qué me reía.
—¡Nada nada! —respondí y seguí leyendo—: “Una loba que paseaba por allí cerca, oyó los llantos y buscó a los hermanos; cuando los encontró, se acercó a ellos para darles de mamar y los niños dejaron de llorar. Cuando estos niños crecieron, construyeron la ciudad que hoy se llama Roma”. ¡Anda! —exclamé de repente al leer la palabra Roma— A lo mejor aquí está lo que estamos buscando. Sandra, voy a mirar rápidamente el libro a ver si encuentro lo que necesitamos para salir de aquí, ¿vale? Siéntate a mi lado y lo ojeas conmigo.
Sandra se colocó a mi lado, y empecé a pasar rápidamente las hojas. Me detuve al leer el título de un capítulo: “Emperadores romanos”.
—¡Eh, chicos! —grité— ¡Aquí hay un capítulo de romanos!
—¡Pues venga! ¡Lee a ver si encuentras algo! —me ordenó Tom al tiempo que se acercaba a mí.
Así empecé a ojear las hojas rápidamente, hasta que casi al final, encontré una lista con el título de Emperadores Romanos.
—¡Aquí hay una lista de emperadores! —exclamé— ¡A ver qué nombres aparecen!
Empecé a mirar la tabla, y vi que en ella aparecían desglosados los nombres que los emperadores recibían al nacer, la fecha y lugar de nacimiento, los nombres de sus padres, y también los nombres que recibían al ser coronados emperadores. Leí todos los nombres que allí figuraban, y enseguida localicé las estatuas que vi detrás del muro:
—¡Escuchad lo que pone aquí!
Emperadores romanos:
Servio Sulpicio Galba: Nombre imperial Galba.
Tiberio Claudio Nerón Druso: Nombre imperial Claudio I.”
—Pues sí que le mejoró el nombre a éste… —comentó Tom levantando las cejas.
—“Lucio Domicio Ahenobarbo, cuyo nombre imperial es Nerón”. Este debe ser el Nerón que conozco yo.
Continué mirando la lista y por fin localicé la última estatua que vimos:
—Y aquí está la figura de la fuente, que era “Cayo Octavio Turino, de nombre imperial Julio César Augusto”.
—Oye, ¿y todo esto nos ayuda algo? No hay ningún Augusto Juliano ni Augusta Juliana —comentó Tom.
—Tienes razón… Pero por lo menos hemos descubierto algo nuevo sobre lo que rastrear, y este último, se parece algo en su nombre a la estatua que estamos buscando.
—¡La cena está lista! —me interrumpió Lukuá, al tiempo que nos señalaba la mesa en la que había colocados unos vasos de leche, rebanadas de pan, mantequilla y unas galletas humeantes.
Tom se levantó del suelo rápidamente, y en unos instantes ya estaba sentado en la mesa con una galleta en su mano.
—¡Vaya muchacho! ¡Cuando tienes hambre casi te mueves tan rápido como yo! —comentó Lukuá con cara de asombro.
—¡Lukuá! ¡Hemos descubierto algo muy interesante! —le dije mientras me sentaba en una silla mostrándole la tabla— ¡Mira lo que aparece aquí!
Lukuá la miró, gritó ¡Vualá!, y se sentó en una silla a mi lado sin quitar ojo de la lista. Un rato después, comentó:
—Ninguno recibió el nombre de Augusto C. Juliano.
—¿Ves? —exclamó Tom mirando hacia mí—. Ya te lo dije yo.
—Bueno, pero por lo menos hemos encontrado algo sobre lo que podemos discurrir —respondí mientras mordía una galleta— ¿Cuál de estas puede ser la figura Augusta Juliana?
—Cómo no sea la de Galba…..—respondió Tom.
—¿Por qué dices eso? —le preguntó Lukuá.
—Porque es el único que tiene nombre de mujer —contestó Tom con cara de interesante mientras mordía la cuarta galleta.
—¿Y eso que tiene que ver? —insistió Lukuá.
—Pues está muy claro. El mensaje nos dice que busquemos una figura, en femenino, y de todos esos nombres el único femenino es Galba. Además, cuando mi madre era pequeña tenía una amiga de Francia a la que llamaban La Galba. A lo mejor hasta era familia del emperador, y seguramente, a esta niña la mandó a Cómit alguien del pasado para que yo pudiera resolver hoy este misterio. Seguro que alguien quiso mostrarme mi futuro, y que el día de mañana seré un buen detective—. dijo Tom levantando las cejas y engullendo lo que le quedaba de galleta.
Nos quedamos todos con la boca abierta ante la explicación que nos acababa de dar Tom. Lukuá miró hacia mí, después a Sandra, y finalmente de nuevo a mí.
—¿Vosotros habéis entendido algo de lo que acaba de contar?
—Yo no —respondió Sandra.
—Yo tampoco —dije al tiempo que corregía a Tom—: La niña francesa no era La Galba; le llamaban La Calva porque tenía muy poco pelo y lo llevaba siempre muy corto. Me lo contó mi madre que también jugaba con ella.
En cuanto Lukuá escuchó esto le dio un ataque de risa, tras lo cual, se puso serio, se acercó a Tom, pegó un pequeño saltito y con su gorra en la mano, le arreó un tremendo gorrazo. Después se acercó aún más a él y le dijo:
—Si vuelves a decir una tontería de ese tamaño, en el cole empezaran a llamarte a ti El Calvo, porque te rasuro los pelos de la cabeza, ¿Entendido?
—Entendido… —dijo Tom, al tiempo que ponía una mano por delante de su cara, para intentar esconder la sonrisa que se le había dibujado en ella.
—Bien. Sigamos pensando. A ver a ver… ¿cómo dice el mensaje? —dijo Lukuá al tiempo que se levantaba para coger la guía.
Con ella en la mano, se sentó de nuevo y leyó en voz alta:
— “Además, en este río descansan cajas que contienen bla bla bla… Para ver donde duermen estos juguetes, basta con que contempléis hacia atrás la figura Augusta C Juliana cuando ésta es iluminada por el sol. El índice de su mano, marcará el punto a partir del cual se deben contar los mismos pasos que contáis al caminar bla bla bla…”
Lukuá se quedó mirando hacia el techo en posición pensativa. Después me miró y dijo:
—Que contempléis hacia atrás la figura Augusta C. Juliana… ¿Qué querrá decir esto? ¿Qué la miremos por detrás?
—A lo mejor… —respondí pensativo—. Pero, ¿Por qué el mensaje no dice por detrás?
—Porqué si dijera eso sería muy fácil de descubrir y no habría misterio ¿no crees? —dijo Tom— Pero bueno, a lo mejor hay que contemplarla “caminando hacia atrás.
—¿Y cómo haces eso? —le pregunté yo— ¿Caminas y giras la cabeza hacia atrás?
—¡Sí claro!
—¿Y qué diferencia hay entre eso, y separarte unos pasos de la estatua y caminar hacia ella mirando para delante? —le preguntó Lukuá levantando las cejas.
Tom se quedó pensando y no respondió a la pregunta; tan sólo se protegió la cabeza con las manos ante el probable gorrazo que le iba a dar de nuevo Lukuá.
—¡Yo me sé el cuento de Caperucita hacia atrás! ¡Me lo enseñó mamá!—exclamó de repente Sandra—: “Bai tacirupeca jarro dotanca Latra Latra Latra, y ed tepenrre: ¡Saz! ¡Le bolo!” ¿A qué es muy divertido? Ja ja ja…
—¡Eso es! —grité yo de repente haciéndole una caricia a mi hermanita— ¡Puede ser mirar al revés la figura!
—¿Cómo al revés? ¿Haciendo el pino? —preguntó Tom.
—¡No hombre no! Leyendo el nombre al revés. Acércame la guía, por favor.
Lukuá me la pasó, y empecé a darle vueltas al nombre.
—Tagusua C. Naaliju. ¿Te suena? —pregunté mirando a Lukuá, pero la expresión de su cara, me bastó para saber que lo que acababa de decir era una auténtica tontería.
—Nosotros cuando nos aburrimos en el cole hablamos al revés; cambiamos el orden de las palabras, y nos reímos mucho con las frases que decimos —dijo de repente Tom.
—¡Es cierto! —grité—. Por ejemplo, para decir “quiero ir al baño” yo le digo a Tom: “Baño al ir quiero”.
—Sí, y yo le respondo: “Teresa señorita la a díselo pues”. Está muy bien nuestro idioma, ¿verdad? —se rió Tom mirando hacia Lukuá.
—¡Oye! ¡Puede ser eso! —gritó Lukuá fijando su mirada en el mensaje—. ¡Figura de Juliana C. Augusta!
—¡Y hay algo parecido en la lista! ¿verdad? —le pregunté.
—Sí. Aparece la figura de Julio César Augusto. ¡Tiene que ser ésta a la que se refiere! Al leerla de atrás hacia delante, es decir, al revés, aparece ¡Julio César Augusto! —respondió Lukuá con voz de alegría.
—¡Esa era la de la fuente que echa mucha agua! —les recordé— ¿Estás seguro de qué se refiere a esa?
—No. No estoy seguro pero no hay más opciones, así que habrá que salir a investigarla porque el tiempo se nos está acabando. Terminad rápido la cena que… ¡Nos vamos de excursión! —comentó Lukuá al tiempo que recogía en su bolsa la guía, el libro de Rómulo y Remo, un farol y una pala por si era necesario excavar para encontrar las monedas.
Unos instantes después, terminamos todos la leche, fuimos al baño-huerta, nos pusimos las chaquetas de color rojo y nos colocamos delante de la puerta.
Lukuá cerró la bolsa donde había guardado todo lo necesario para la excursión, y se la pasó a Tom.
—La llevarás tú muchacho, ya que eres el más fuerte.
Tom sonrió al oír esto, sacó el pecho hacia fuera, y se colgó la bolsa de un hombro. Al hacerlo, noté que le caía un poco el hombro pero después del piropo que le había echado Lukuá, no podía dar señales de dolor; así que se estiró y dijo:
—Estoy preparado.
—¡Perfecto! —exclamó Lukuá— Vayamos en busca de la estatua.

Salimos de casa de Pékuat, y comprobé que ya era prácticamente de noche.
—¿Por qué vamos ahora? Está todo muy oscuro… —decía Sandra al tiempo que se agarraba a mi mano.
—Porque el tiempo no espera, muchachita. Pero no te preocupes; no nos pasará nada y estaremos de nuevo en casa ¡Rápidamente! —le dijo Lukuá, que también se había dado cuenta de que tenía miedo.
Empezamos a caminar y atravesamos a buen ritmo el barrio de los gnomos, hasta que llegamos al barrio de los humanos. Aquí cogimos de nuevo la calle estrecha, y llegamos corriendo a la plaza donde estaba la fuente con la figura del emperador Augusto C. Juliano. Por fortuna para nosotros continuaba apagada, al igual que las horrorosas farolas de hombres sin pelo sujetando un dragón.
—¡Qué bien, chicos! La estatua no echa agua. Así trabajaremos más rápido —comentó Lukuá al tiempo que indicaba a Tom que dejase la bolsa en el suelo.
Después Lukuá la abrió y sacó de ella el farol; lo encendió y lo acercó a la estatua.
—Léeme de nuevo el mensaje, por favor —me pidió.
Lo cogí de la bolsa que Tom acababa de dejar en el suelo, me acerqué al farol, y empecé a leerlo:
—Para ver donde duermen estos juguetes, basta con que contempléis hacia atrás, la figura Augusta C Juliana cuando ésta es iluminada por el sol. El índice de su mano, marcará el punto a partir del cual se deben contar los mismos pasos que contáis al caminar……
—¡Vamos a ver! —me interrumpió Lukuá— Tom, busca por ahí un palo para sujetar el farol y que simule ser el sol.
Tom miró hacia mí; yo asentí con la cabeza y al tiempo le dije:
—Mira por detrás de esos bancos a ver si hay alguno en el suelo.
—¡Ya! ¡Para que los dragones de las farolas me echen un rayo y me quemen! ¿Por qué no vas tú?
—Está bien. ¡Iré yo! —dije mientras me acercaba a los bancos.
Eché una visual por encima y como no descubrí ninguno, me acerqué a una de las jardineras que allí había. En su interior, había muchas flores pero nada parecido a un palo. Me acerqué a la segunda, pero el resultado fue el mismo que con la anterior. Así, fui mirando una por una las jardineras de la plaza, con igual resultado.
—No hay nada que nos sirva —le dije a Lukuá cuando llegué a su lado—. ¿Por qué no te subes a los hombros de Tom e iluminas la estatua? El resultado puede ser parecido a cuando la ilumina el sol, ¿no?
—Buena idea, chico. ¡Ven aquí, valiente! —ordenó a Tom.
Tom se acercó a nosotros, se agachó para que Lukuá subiera a sus hombros, y una vez lo tuvo encima, estiró las piernas.
—¡Vaya! ¡Qué alto soy! —dijo Lukuá entre risas.
—¿Puedes darte prisa, por favor? Pesas mogollón —le apuró Tom.
—¿Yo peso mogollón? ¿Y tú? ¿Cuánto pesas? —contestó Lukuá al tiempo que le daba un coscorrón— ¡Vaya amigo! ¡Qué bien se te dan desde aquí los coscorrones!
—¿Podéis estaros calladitos por un momento? —les pedí, al recordar que era de noche y debíamos regresar a casa— ¿Ves algo desde ahí arriba?
—Acércate a la estatua por la parte de atrás —ordenó a Tom.
Una vez estuvieron allí, Lukuá levantó el farol e iluminó la estatua. Con la luz del farol apenas se veía, pero le pregunté:
—¿Qué hago ahora?
—Busca su mano y mira hacia donde apunta.
Hice lo que me pidió Lukuá: Localicé su mano y miré hacia donde apuntaba, pero allí sí que no vi nada de nada.
—No veo nada. Está muy oscuro— grité a Lukuá.
—Pues ven que te paso el farol— me respondió.
Así que me acerqué a Lukuá y me pasó el farol, pero al volver al sitio que marcaba la mano, dudé.
—¿Dónde era? ¿Más o menos por aquí?
—Pero… ¿Por qué no te has fijado? ¡Acércame de nuevo el farol, que ilumino la estatua otra vez!
Le pasé de nuevo el farol a Lukuá, que iluminó otra vez la estatua y me preguntó:
—¿Ves ahora el punto desde dónde contar los pasos?
—¡No! —le respondí— ¡No veo nada! ¡Préstame el farol!
—Está bien, pero recuerda el punto que marca, ¿entendido?
—¡Entendido! —respondí, e hice una raya con el pié en el sitio que marcaba la mano de la estatua.
Cogí el farol y regresé al punto marcado.
—Era más o menos por aquí, pero aquí no hay nada.
—Es que no tiene que haber nada; ahí, es dónde tienes que preguntarte que haces cuando sitis is, es decir, cuando tienes sed.
—¡Anda! Es verdad —respondí recordando el mensaje, tras lo cual dije con voz clara y fuerte—. Óscar, ¿qué haces cuando tienes sed?
Esperé unos instantes mirando a mí alrededor, pero no ocurrió nada. Así que decidí volver a preguntar:
—Óscar, ¿qué haces cuando tienes sed?
Y otra vez, no ocurrió nada.
—Oye Lukuá, ya me lo he preguntado dos veces y aquí no pasa nada.
En ese momento, Lukuá estaba bajando de los hombros de Tom y acercándose a mí a un paso acelerado. Al llegar a mi lado, me pidió que me agachase un momento. Cuando me agaché, empezó a darme con la gorra que llevaba hace un momento en su cabeza.
—¿Pero qué haces? —le pregunté mientras trataba de esquivar sus gorrazos.
—¡Darte porqué te lo has merecido! Vamos a ver: El mensaje viene escrito en sentido literario. No te dice que te lo preguntes a ti mismo, te lo pregunta él a ti. En este punto, deberás preguntarte que acción llevas a cabo cuando tienes sed, ¿entendido?
—Si… —respondí, aunque realmente no entendía mucho la explicación que me acababa de dar.
—Pues contesta: ¿Qué haces cuando tienes sed?
—Bebo agua.
—Pues ahí está la respuesta: Bebes agua. Así que tendremos que buscar algún sitio donde haya agua y que se vea desde aquí, ¿entendido? —comentaba Lukuá al tiempo que se subía de nuevo a los hombros de Tom.
—¡Ah, claro! Ahora sí que te he entendido —le respondí y me puse a buscar algún sitio por allí cerca de donde saliera agua.
Tras un buen rato buscando, me di por vencido:
—¡Yo no veo ninguna fuente ni nada parecido! ¡Sólo hay muro y rocas!
—¿Por qué no buscamos todos juntos alguna fuente cerca de este punto? —sugirió Tom, supongo que ya un poco cansado de estar allí quieto con Lukuá encima.
—Podemos buscarla, pero si dice que hay que buscar desde ese punto, será por algo… Bueno, a ver si localizamos algo por los alrededores y luego ya veremos que pasa —dijo Lukuá al tiempo que se bajaba al suelo, y le indicaba a Tom que cogiera la bolsa con todos los artilugios para la búsqueda del tesoro.
Nos pusimos todos a buscar algún sitio del que saliera agua o algo parecido. Pero un buen rato después de buscar, seguíamos en la misma. Nada. Ahí no había nada de donde saliera agua.
En ese momento, oímos unas voces y Lukuá nos indicó que nos escondiésemos tras dos de los pinos colocados en la plaza. Estuvimos allí escondidos bastante tiempo, hasta que dejamos de oír las voces.
—¿Qué pasa? ¿Quién era? —pregunté susurrando a Lukuá.
—Los soldados de Colungo haciendo la ronda correspondiente. Si nos pillan aquí se nos cae el pelo, pero ahora que han pasado no volverán hasta dentro de un buen rato, así que volvamos con el mensaje.
—Menos mal que están aquí estos altísimos árboles, porque si no, nos pillan seguro— comenté al tiempo que intentaba ver el final del pino tras el que nos escondíamos.
—Si hijo. Estos árboles lo esconden todo, hasta el sol, por eso es tan desagradable y oscura esta plaza.
—¿Esconden el sol? —repetí.
—Sí, impiden que el sol ilumine completamente la plaza. Llevan ahí colocados muchísimo tiempo. Antes eran más pequeños, pero ahora que han crecido tanto, crean en la plaza un ambiente un poco tétrico, ¿no crees?
—Yo creo que son más tétricas las farolas —comentó Tom.
—Entonces ésta no es la figura que buscamos —dije yo.
—¿Por qué dices eso? —me preguntó Lukuá con el rostro muy serio.
—Porqué el mensaje dice cuando la figura es iluminada por la luz del sol, pero si el sol no ilumina la plaza, menos a la figura.
—¡Claro! Claro, claro, claro. ¡Tú has dado la respuesta! ¡Has dado con la solución!
—¿Yo? —pregunté abriendo los ojos como platos— ¿Qué respuesta? ¿Qué solución?
—El punto desde donde se deben contar los catorce pasos. Vamos a buscarlo— decía Lukuá al tiempo que se acercaba a la estatua.
—Pero, ¿por qué? ¡No te entiendo Lukuá! —le dije mientras corríamos todos detrás de él.
—Porque el sol sólo entra en esta plaza por ese lado —dijo, al tiempo que señalaba hacia el cielo el lado por el que habíamos entrado en la plaza—. Por tanto, sólo puede iluminar la estatua por ese lado.
—¿Y por qué no lo has dicho antes? —le pregunté sin entender porqué no se había dado cuenta antes.
—Porqué hace bastante tiempo que no me acerco a esta plaza. La última vez que estuve aquí, los árboles no eran tan altos, y aunque impedían bastante el paso del sol, no tanto como lo impiden ahora.
—¿Hace tanto tiempo? ¿Hace muchísimo tiempo, o es que aquí los pinos crecen muy rápido?
—Hace muchísimo tiempo que no paso por aquí. Me muevo por otras zonas. No me gusta esta plaza.
—¡Por cierto! —le preguntó Tom— ¿Tú no trabajas? ¿Y de qué vives?
—Trabajo ayudando a quien me lo pide, hijo. Por ejemplo, el Sr. Pope alguna vez me pide que le vigile la tienda porque tiene que hacer algún recado, y después me regala pan o un trozo de carne. De eso vivo: De lo que me da algún vecino, de lo que cultivo en mi huerta, de mi cabra y de la bolsa de sólidos que te dan al vencer a un soldado en las Arenas.
—¿Pero no has dicho que te daban gotas de cola mágica? —le pregunté.
—Gotas de cola mágica, y además, una bolsa de sólidos a los gnomos. Si te administras bien, te dura mucho, mucho, mucho tiempo. Bueno, investiguemos la estatua.
Así nos colocamos todos alrededor de ella, y Lukuá le pidió a Tom que se agachase para subirse de nuevo a sus hombros. Una vez arriba, le indicó el sitio desde donde debía ser iluminada la estatua. Tom se movió hasta allí, y Lukuá encendió el farol e iluminó la estatua.
—¡Óscar! —me ordenó—. Fíjate a donde apunta el dedo de nuestro amigo el emperador.
—¡Ya está! —respondí, al tiempo que ponía un pie sobre la sombra que el dedo hacía en el suelo.
—Pues desde ahí, cuenta catorce pasos.
—Ya, ¿pero hacia dónde?
—¿Qué dice el mensaje? —me preguntó Lukuá.
—Que camine catorce pasos, pero no dice hacia dónde —respondí, mientras pensaba que estábamos teniendo una conversación bastante estúpida.
—Sí. Dice eso; pero además, dice que los juguetes han estado bailando en la cuna del Sequana, así que podemos suponer, que los pasos son en la misma dirección que circula el Sequana. Por tanto, camina hacia allí —me ordenó Lukuá, señalando hacia la derecha.
Hice lo que me pedía, pero una vez allí miré a mi alrededor y como había pasado antes, salvo el muro y unas grandes rocas, no vi nada.
—¡Espera ahí! —me gritó Lukuá desmontándose de los hombros de Tom.
Al llegar a mi lado, empezó a hablar:
—Vamos a ver: ¿Qué haces aquí cuando tienes sed? Desde aquí se verá la respuesta, así que busquemos todos desde este punto algo que emane agua.
Así, miramos con interés a nuestro alrededor mientras Lukuá enfocaba con el farol, pero no vimos nada.
—¡Aquí no hay nada! Estamos haciendo el tonto. —comentó Sandra.
—¡Oye! —se me ocurrió de repente—: Si el mensaje habla de cuando los pinos eran pequeños, y ahora ya han crecido ¿No puede ser que se refiera a algo que estuvo antes aquí, pero que ahora ya no está?
—Puede ser… Habrá que consultar el plano de Lutecia —me respondió Lukuá pensativo, mientras regresábamos todos junto a la estatua.
—Pero el plano que trae la guía es el de la Lutecia que ya conoces —le recordé.
—Ya… Pero aunque el plano de la guía sea el mismo, a lo mejor aparece algún detalle en las calles que ahora ya no está —dijo Lukuá al tiempo que sacaba la guía de la bolsa.
Una vez localizó el plano, nos pusimos todos alrededor de él y miramos con detalle lo que allí aparecía, pero nadie encontró nada para saciar la sed.
—Ningún detalle que yo no conozca —dijo Lukuá.
—Oye, ¿por qué no nos acercamos al muro a ver que hay por allí? —pregunté.
—Por allí sólo hay muro.
—Ya, pero a lo mejor antes de que se levantase el muro había algo, y a lo mejor han quedado sus restos. Total, ¿Qué más podemos hacer?
—Sí, bueno, no tenemos muchas opciones así que miraremos por ahí antes de regresar a casa.
—¿Y Topo? ¿Nos lo darán igual sin tesoro? —preguntó Sandra.
—Bueno, ya veremos cómo conseguimos a Topo —le respondió Lukuá—. Mantened la línea recta. No os desviéis del punto marcado por la mano.
Así, caminamos los catorce pasos en línea recta, acercándonos al muro, y llegamos hasta una de las rocas que había colocadas en la plaza. Yo toqué la roca a ver si pasaba algo, pero nada se movió de su sitio. Y otra vez empezamos todos a buscar algún objeto que indicara que de allí había salido agua alguna vez. Y miramos hacia la izquierda, hacia la derecha, incluso palpamos el muro a ver si había algo por allí escondido, pero nada de nada.
—Por aquí no hay nada especial. ¿Qué hacemos ahora? —le pregunté a Lukuá.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Tom, refiriéndose a un murmullo bastante ensordecedor que se oía a veces.
—Es el río Sequana, que pasa por detrás del muro —le aclaró Lukuá al tiempo que señalaba el muro —. Bueno muchachos, creo que ha llegado la hora de regresar a casa.
—¿Sin un tesoro? —preguntó Sandra.
—Ya no se me ocurre donde buscar… —respondió Lukuá.
—¿Y Topo? ¿Cómo lo recuperaremos? —insistió Sandra.
—No sé muchachita, pero está claro que hemos enfocado mal el mensaje. Por aquí no debe de estar el tesoro.
Tom se apoyó en la roca, cogió aire, y preguntó:
—¿Y si la figura Augusta Juliana a la que se refiere es alguna de esas farolas? ¿Alguien ha mirado si tienen una inscripción que nos diga quiénes son?
Todos miramos hacia las horrorosas farolas y después volvimos a mirar a Tom.
—¿Pero no me has oído cuando te dije que Colungo había colocado ahí esas farolas? —le preguntó Lukuá.
—Ya, pero a lo mejor el mensaje se refiere a ellas.
—¿Tú crees que un mensaje que habla de los Parisii, del Sicano, un mensaje que da alguna pista en romano, va a referenciar la localización de un tesoro a una cutre y horrorosa farola?
—Ja ja ja… —empezó Sandra a reírse.
—Es gracioso, ¿verdad? —preguntó Lukuá.
—Te ha salido el pipi del pantalón. Ja ja ja… —dijo Sandra señalando a Tom.
Miré hacia donde señalaba Sandra, por si acaso le había ocurrido algo en el pantalón a mi amigo, y comprobé que Sandra se refería un tubito que Tom tenía colocado entre las piernas.
—¿Qué pasa? —preguntó Tom, al tiempo que se levantaba de la roca en que estaba apoyado y se revisaba enterito, por si estaba enseñando algo que debiera ocultar inmediatamente.
—Nada, nada —tranquilicé a Tom—. Sandra se refiere a un tubito de la roca.
—¡Claro! —exclamó Lukuá de repente— ¡La roca era una fuente y por ese tubito salía el agua!
Lukuá enfocó con el farol a la roca.
—¿Qué dices Lukuá? ¿Esta roca era una fuente? —le pregunté, con la esperanza de que aún tuviésemos alguna oportunidad de encontrar un tesoro con el que recuperar a Topo.
—¡Sí jovencito! ¿Ves que la parte de arriba es hueca? —comentó al tiempo que me mostraba la forma cóncava de la roca en la parte de arriba.
—Sí —respondí.
—Pues aquí quedaba recogida el agua de la lluvia que después salía por este tubo. Ahora la roca ya está muy rota y desgastada, pero antes, estoy seguro de que almacenaba bastante agua en su interior.
—Entonces —dije—, cuando tienes sed bebes agua de esta fuente, ¿verdad?
—¡Sí! ¡Bebían el agua de esta fuente!
—¿Y dónde está el tesoro? —preguntó Tom.
—¡Muy buena pregunta! Pues habrá que buscarlo por aquí, porque tiene que estar aquí mismo —respondió Lukuá al tiempo que cogía la guía y volvía a leer el mensaje:
“Y ahí colocados, debéis preguntaros que hacéis cuando sitis is. Si encontráis la respuesta, veréis donde están los juguetes durmiendo”.
—¡Pues no lo entiendo! —comenté yo— Si me pregunto que “hago cuando tengo sed”, la respuesta es “bebo”, y aquí está la fuente, pero no los juguetes durmiendo. ¿Dónde están?
—Pensemos… —dijo Lukuá, e inmediatamente acercó su boca al tubito de la roca, de donde se supone que salía el agua para beber. Se separó de la roca, negó con la cabeza, miró al cielo y se acercó de nuevo a la roca, pero esta vez, en lugar de acercar sus labios acercó sus ojos.
—¿Ves algo? —le pregunté.
—Nada de nada. Ilumíname con el farol.
Iluminé con el farol la piedra y Lukuá volvió a mirar a través del tubo.
—¡Ah! ¡Una mariquita acercándose a mi nariz! —gritó al tiempo que se separaba de la roca.
—¡Ja ja ja! Pues no creo que sea ese el tesoro —fue todo lo que se me ocurrió comentar ante la cara de susto de Lukuá—. Oye, ¿y si la fuente es el tesoro?
—¿La fuente? ¿Y qué tiene de tesoro?
—A lo mejor era un tesoro en épocas en que no había mucha agua. Mi madre siempre me dice que el agua es el mayor tesoro que tenemos.
—Pues mi madre dice que el mayor tesoro que tenemos, es una sortija de un metal dorado que le regaló su madre cuando se casó —comentó Tom.
Lukuá hizo caso omiso del comentario de Tom, y mirando hacia mí, dijo:
—Sí. La fuente es un tesoro porque nos da agua, pero el mensaje habla de unos objetos de incalculable valor, así que no creo que se esté refiriendo al agua. ¿Estarán esos juguetes escondidos bajo la fuente? —decía Lukuá al tiempo que sacaba la pala de la bolsa—. ¡Habrá que cavar!
—¿Cavar? ¿Levantar la roca? —preguntamos Tom y yo al tiempo.
—Eso he dicho. Empieza tú a cavar a su alrededor —ordenó a Tom al tiempo que le pasaba la pala.
—¿Yo? ¿Por qué siempre yo?
—Porque eres el más fuerte. No querrás que amanezca y aún estemos aquí cavando, ¿eh? —respondió Lukuá todo lleno de razón.
Tom farfulló algo en voz baja, cogió la pala y empezó a cavar. Un buen rato después, cuando ya había dejado bastante roca al aire, me pidió que siguiera yo porque él estaba bastante cansado. Así que cogí la pala y continué cavando, pero por más que cavara, allí no aparecía ni el tesoro ni el fin de la roca.
—¡Oye Lukuá! —comenté al tiempo que me apoyaba en la roca para descansar—. Creo que así no vamos a encontrar nada. Esta roca tiene mucha profundidad y no hay quien la mueva.
—Tienes razón muchacho; no creo que está sea la fuente del tesoro. Pero, ¿Cuál puede ser? —comentó al tiempo que se sentaba en el suelo con cara pensativa.
En ese momento, Sandra cogió el farol e iluminó la roca en busca de la mariquita que antes había visto Lukuá. Acercó la luz al tubo y de repente gritó:
—¡Mira Óscar! ¡Aquí hay dos mariquitas! —y dejó apoyado el farol en la roca-fuente para iluminar a aquellos bichitos que acababa de encontrar.
En ese momento, mis ojos se fijaron en un punto de luz en el suelo un poco alejado de la fuente y busqué su procedencia. Vi enseguida que salía del tubo del que antes se bebía agua, pero al ser iluminado por el farol, lo que salía ahora de él era un rayo de luz. Me incorporé y hablé muy decidido:
—¡Oye Lukuá! ¿Estás viendo como el tubo marca un punto en el suelo cuando recibe luz?
—¡Sí! ¡Lo veo! —me contestó al tiempo que se levantaba del suelo y cogía la guía de la bolsa. La abrió y empezó a leer—: “Ahí colocados e iluminados por la luz, debéis preguntaros que hacéis cuando tenéis sed…” Antes no le di demasiada importancia a lo de la luz, pero supongo que sí la tiene. La guía no se refiere al sol iluminando la fuente.
—¿No? ¿Y a que se refiere? —preguntó Tom.
—¡No hay que iluminar la fuente al completo! ¡Hay que iluminar el tubo del agua! —grité emocionado ante el descubrimiento que acabábamos de hacer— ¿Cavamos Lukuá?
—¡Ahora mismo! —me contestó al tiempo que me acercaba la pala.
Empecé a cavar en el punto indicado por la luz, y un rato después tropecé con algo duro.
—¡Aquí hay algo!
—¿Qué has tocado? —me preguntó Lukuá.
—No lo sé. Habrá que seguir cavando para verlo.
—¡Dame la pala que sigo yo! —me dijo Tom, e inmediatamente empezó a cavar.
Unos minutos después, Tom dejó al descubierto una caja de madera bastante grande que originalmente debía de ser de color marrón, pero en estos momentos parecía de color gris oscuro, casi negro. Dos grandes cintas de cuero la rodeaban, y supuse que en su día impedían que la caja se abriera con facilidad, pero actualmente, estaban bastante rotas y deterioradas.
—¡Mon dieu! ¡Qu´est ce! —gritó de repente Lukuá.
—¿Qué has dicho? —le pregunté.
—¡Qué qué es esto! ¡He preguntado qué es esto! —respondió sin parar de dar vueltas alrededor de la caja.
—¡Habrá que abrirla y lo vemos! —respondí, y acabé de romper las cintas de cuero que impedían abrir la caja.
—¿Qu´est que tu fait? ¡Quieto! —me gritó Lukuá, al tiempo que se interponía entre la caja y yo y me empujaba hacia atrás.
—¡Pero Lukuá! ¿Puedes volver a usar un idioma que entendamos, por favor? ¿Qué te pasa?
—¡¡¡Qué te quedes quieto!!! Ayyy… ¡¡¡Qué nervios!!! —gritó, y de nuevo comenzó a dar vueltas alrededor de la caja—: ¡¡¡Hay que abrirla con mucho cuidado, no sea que se rompa lo que guarde en su interior!!!
—¡Pues eso iba a hacer! —respondí— ¡Abrirla con cuidado! ¿Puedo?
—Sí pero con sumo cuidado!!! Como si fueras a abrir la caja de tu vida —respondió Lukuá dando vueltas sin parar alrededor de la caja.
—¿¿¿Ahora puedes estar tú quieto, por favor, que me pones nervioso??? Abramos la caja para ver que tiene.
Tras decir esto, me acerqué a ella para intentar abrirla. Era una caja bastante grande, y prácticamente no me tuve que agachar para poner mis manos sobre la tapa; así que agarré la parte de arriba y empecé a tirar de ella, pero ahí no se movió nada. Probé empujando en lugar de tirando de la tapa, pero el resultado fue el mismo. Miré a Tom y le indiqué con la cabeza que se acercara a mí para intentar abrirla entre los dos, pero el efecto final fue el mismo: Aquella tapa no se movía.
—Esto no hay quien lo mueva, Lukuá. ¿Se te ocurre algo? —le pregunté.
—Pero… ¿Por qué? ¿Pesa tanto? —me respondió al tiempo que se acercaba a la caja, e intentaba levantar la tapa.
Al comprobar que no se movía ni un ápice, empezó a observarla y analizarla de arriba abajo para acabar diciendo:
—Creo que la tapa está pegada. Por aquí se ve algún material blanco, que supongo sirve para que no se separen ambas partes de la caja.
—¿Y cómo las despegamos? —preguntó Tom.
—No lo sé —contestó Lukuá.
—¿Por aquí no tenéis disolventes de pegamento? —volvió a preguntar Tom.
—¿Disolvente de qué? —repitió Lukuá.
—De pegamento. Un líquido con el que se pegan cosas— le aclaré yo.
—Ah…. Pues no, por aquí no hay disolventes de pegamento. Pero… ¿¿¿Cómo va a haber disolventes de pegamento si ni tan siquiera hay pegamento??? —nos gritó Lukuá y de nuevo empezó a dar vueltas alrededor de la caja.
—Mamá una vez pegó mal la pata de una silla de la cocina y la despegó mojándola con agua caliente —dijo de repente Sandra.
—¿Si? ¿Le viste hacer eso en casa? —le pregunté
—Sí sí.
—Pues hay que conseguir agua caliente —dije mirando a Lukuá.
—Agua caliente… —repitió Lukuá— ¿Con agua despegaremos las tapas?
—No lo sé, pero habrá que probar. O es con agua caliente, o rascando con un cuchillo
—¡No no no! ¡Con un cuchillo no! —exclamó Lukuá al tiempo que acariciaba la caja. —Sólo se me ocurre un sitio donde puedo conseguir agua caliente: Los baños termales.
—Pues vayamos allí a buscarla.
—Ya…. Pero allí no somos bien vistos…. Bueno, me acercaré yo a ver si consigo colarme.
—¿Y dónde la traerás? ¿No llevas algo para cogerla?
—Pasaré antes por casa en busca de una jarra, y luego a ver si me cuelo en los baños. ¡Deseadme suerte, chicos! ¡Vuelvo en seguida……! —gritaba Lukuá al tiempo que desaparecía de nuestra vista.
—Oye Óscar —me preguntó Tom—: ¿Nos creerá la gente cuando contemos todo esto en Cómit?
—No lo sé, pero yo por si acaso no contaría nada. Creo que te tomarán por loco, así que para no disgustar a tu madre, mejor no contaremos nada, ¿Hecho? —le pregunté a los dos.
—¡Hecho! —respondió Sandra.
—¡Jo! ¡Pero molaba un montón contarlo! La gente envidiaría nuestra aventura y creo que incluso nos pedirían autógrafos… —replicó Tom.
—Sí, te pedirían autógrafos los del manicomio porque te encerrarían allí. ¿Quieres ir al manicomio una temporada a dar autógrafos?
—No no no…
—Entonces, guardaremos todos silencio. ¿Entendido?
—Entendido… —dijo Tom bajando la mirada.
—Además, ¿recuerdas que Lukuá dijo que olvidarías el francés cuando estuvieras de nuevo en casa?
—Sí, es verdad. Pero… ¿Olvidaremos todo?
—No lo sé. A lo mejor. Le preguntaremos a Lukuá cuando vuelva.
—Óscar, ¿cuándo volvemos con mamá? —me preguntó Sandra con cara de cansancio, al tiempo que se sentaba en el suelo.
—Enseguida volveremos. Nos queda aquí un día más. Pero hay que conseguir el tesoro para recuperar a Topo, ¿recuerdas?
Sandra asintió y enseguida sonrió diciendo:
—¡Ahí viene Lukuá!
En un instante se colocó Lukuá a nuestro lado.
—¡Aquí está, chicos! —dijo señalando una jarra con un líquido en su interior—: Me he colado en el Caldarium y he conseguido agua caliente. Estaban a punto de cerrar. ¡He llegado justo a tiempo!
—¿En dónde te has colado? —le pregunté.
—En el Caldarium. Son los baños de agua caliente.
—¿Y no te han visto?
—No. Como están a punto de cerrar, la guardia ya se ha retirado y no había nadie dentro. Sólo había una mujer limpiando el suelo, pero no me ha visto.
—¿Y ahora qué hacemos con eso? —preguntó Tom señalando la jarra.
—Mamá mojó un trapo, lo pasó por encima de lo que había pegado mal, y despegó la pata —respondió Sandra.
—¡Pues eso haremos! —dijo Lukuá al tiempo que se quitaba el gorro de la cabeza, lo introducía en la jarra, y con él empapado humedecía los bordes de la caja que estaban pegados a la tapa—. Aquí no pasa nada. ¡Esto no se mueve! —exclamó una vez hubo mojado la tapa.
—¡Hombre! ¡No creo que el agua haga magia! —le dije yo—. Habrá que humedecer la tapa durante un buen rato.
—¡Ah! ¡Claro! —dijo Lukuá, y empezó a mojar el gorro en la jarra y a continuación pasarlo por la zona donde se veía la cola.
Lo hizo unas veinte veces a toda velocidad. Después se detuvo; buscó un palo por el suelo y empezó a pasarlo por la unión de la tapa a la caja, donde estaba la cola ya reblandecida. Nos miró a los ojos y dijo:
—Probemos ahora. Intentad sacar la tapa vosotros.
Así, Tom y yo nos acercamos a la caja, agarramos la tapa, hicimos un considerable esfuerzo y por fin la levantamos.
Nos colocamos los cuatro alrededor de ella y vimos que en su interior había una gran cantidad de monedas bastante grandes. Estaban bastante ennegrecidas y casi no se distinguía el dibujo que había en ellas, pero bajo la capa de hollín se acertaba un cierto tono dorado.
—¿Son monedas de oro? —le pregunté a Lukuá que se había quedado embelesado mirando la caja.
Lukuá no me contestó, así que repetí en un tono más alto, casi gritando:
—¡Qué si son monedas de oro!
—¡Chsssssssssss! —respondió poniendo un dedo en la boca— ¡Qué te van a oír…! Claro que son monedas de oro —me dijo en tono de voz casi inaudible.
—¿Entonces era cierto lo del tesoro?
—Eso parece.
—¿Y por qué no son doradas? —preguntó Tom.
—Porque están sucias, pero verás como cuando les saque brillo relucen como el sol. ¡Mamma mía! ¡Cuánto oro! —susurraba Lukuá, sin quitar la mirada de la caja de monedas.
—¿Y cómo nos las llevamos a casa? —preguntó Sandra.
—¡Buena pregunta!— respondió Lukuá—. Tendremos que repartirlas entre nuestra ropa y a ver cuánto somos capaces de llevar así. ¡Ah! Y tú Tom, podrás llevar algo en la bolsa donde venía la pala, ¿eh? Así que, pongámonos en marcha!
Tras decir esto, Lukuá empezó a coger monedas de la caja y repartírselas por todos los huecos que su ropa le dejaba. Guardó monedas en los bolsillos de sus pantalones, en la gorra, en la chaqueta… ¡Hasta se llenó los calcetines con monedas! A nosotros nos ordenó que hiciéramos lo mismo, y todos nos fuimos cargando de monedas, pero cuando ya no tuvimos un centímetro de ropa por donde encajar una moneda, la caja aún no se había vaciado ni tan siquiera por la mitad.
—¿Y ahora qué hacemos? Tom no puede con todo eso —dije señalando la caja de monedas—. ¿No tienes un carro para transportar la caja?
—¡Sí, claro! —contestó Lukuá— Puedo conseguir un carro, ¿pero quién tirara de él?
—¡Tu cabra! —respondió Tom.
—¿¿¿Mi cabra??? —gritó Lukuá con cara de susto— ¿¿¿Mi cabra??? Mi cabra no está para estas cosas. Pero, ¿por qué no tiras tú del carro? ¿Voy a por él?
Antes de que empezaran de nuevo a discutir o a darse gorrazos, intervine:
—Oye, ¿Y por qué no las transportas tú, qué tan rápido te mueves, mientras nosotros nos quedamos aquí haciendo guardia?
Lukuá se quedó un rato pensando, y finalmente dijo:
—De acuerdo. Voy a hacer el primer viaje hasta casa. No os mováis de aquí, y escondeos si oís acercarse a alguien.
Dijo esto y desapareció de nuestra vista. Un rato después estaba de vuelta, pero esta vez traía consigo una pequeña tabla con cuatro ruedas debajo.
—¡Mirad esto chichos! Lo encontré en la huerta de Pékuat. Seguro que es donde pasea a Carambita. Me he acercado hasta su cabaña para darle de comer y allí estaba. ¡He conseguido un medio de transporte! —dijo Lukuá, al tiempo que se tumbaba en el suelo a descansar.
Instantes después se levantó, y ordenó que cargásemos en el nuevo carruaje la caja de monedas. Tom cogió la caja por un lado y yo por el otro, y haciendo de nuevo un considerable esfuerzo, subimos la caja al carro. Lukuá se agachó, agarró la cuerda por la que se tiraba del carro y empezó a tirar de él pero por más que lo intentó, la caja no se movió ni un centímetro.
—¡Ah! ¡Esto es imposible! Yo no puedo. ¡Muévelo tú! —le ordenó a Tom.
Tom cogió la cuerda, y empezó a desplazar el carro tras él.
—¡Perfecto! —gritó Lukuá—. Espero que nadie nos vea.
Así empezamos todos a cruzar la plaza, cuando de repente oímos voces de alguien.
—Soldados de Colungo… —susurró Lukuá— Escondámonos tras los bancos.
Allí estuvimos encogidos, hasta que los soldados desaparecieron.
—¡Vamos chicos! ¡Vayamos rápido antes de qué nos vea alguien! —nos ordenó Lukuá.
Y empezamos a atravesar rápidamente los distintos barrios que llevaban hasta la casa de Pékuat. No nos cruzamos con nadie por el pueblo, porque ya era de noche y nadie salía de sus casas por temor a los soldados de Colungo. Una vez estuvimos todos dentro de casa, nos tumbamos en los sillones y Lukuá encendió la chimenea mientras gritaba:
—¡¡¡Prueba superada!!! Ya tenemos el tesoro para que nos devuelvan a vuestra mascota.
—¿Seguro que es un tesoro? —preguntó Sandra con vocecita de cansancio.
—Seguro. Ya verás como brilla cuando lo limpie. Pero eso lo haré mañana. Ahora nos tomaremos un vaso de leche y a dormir, que ya es muy de noche— respondió Lukuá, al tiempo que se acercaba a la alacena donde había comida y cacharros guardados, y empezaba a sacar tazas.
—Voy a ordeñar a Carambita. Vuelvo enseguida.
—Oye, ¿Tú nunca te cansas? —le preguntó Tom antes de que saliera por la puerta que lleva al huerto.
—Sólo me cansé el día que tuve que llevar a mi cabra a caballito, en la carrera de amos y mascotas. Quedé de tercero en la carrera, así que desde entonces, he hecho mucho ejercicio y me he preparado a fondo. Yo creo que este año ganaré la carrera.
—¿Hacéis una carrera de amos y mascotas, y tienes que correr con la mascota encima? —le pregunté todo extrañado, porque nunca había oído cosa igual.
—Sí. Una vez al año recorres Lutecia con tu mascota encima. El ganador, es premiado con un carro de espinacas y tomates para el animal, y una bolsa de sólidos para el amo. Si te quedas aquí, tú harías la carrera con tu mascota encima.
—¿Con Topo?
—Sí, claro. ¿Quieres quedarte para correr con él?
—¡No gracias! —contesté mirando a Tom y abriendo los ojos de par en par.
Tom empezó a reírse y añadió:
— ¡Ja ja ja….! Si te quedaras a la carrera, sería mejor que Topo fuera debajo y tú encima. ¡Ja ja ja…!
—¡Oye! —intervino Lukuá— ¿Por qué no te quedas tú, Tom? Puedo conseguirte un cerdo para que hagas la carrera con él encima.
Al oír esto fui yo el que empecé a reírme, imaginando a Tom con un cerdo encima.
—No no. No me interesa, gracias —respondió Tom mirando hacia la mesa—. ¿Nos sentamos para tomar la leche?
—Sí. Voy a por ella. Sentaros que vuelvo ahora —dijo Lukuá mientras ya se alejaba dirección al huerto para ordeñar a la cabra.
En un momento, ya estaba de vuelta con una jarra de leche. La repartió en las tazas de la mesa, cogió una, la acercó a nosotros, exclamó “Santé” y se bajó la taza de un solo trago. Todos hicimos lo mismo, y cuando las tazas estuvieron vacías, Lukuá nos ordenó que nos cambiásemos de ropa y nos fuésemos a dormir.
—Mañana será un día largo, así que nos acostaremos ya para levantarnos tempranito frescos y descansados. Dormiremos como la pasada noche, ¿ok?
Todos respondimos que sí y fuimos a cambiarnos de ropa. En cuanto tuvimos todos puestos los extraños “pijamas”, nos dijimos buenas noches y nos metimos en cama. Una vez más, Sandra se durmió abrazada a mí, mientras decía que quería volver a casa.
—Tranquila Sandra, que sólo nos queda un día más aquí. Buenas noches, hermanita —le dije, mientras notaba que mis ojos también se cerraban por el sueño.

 

—¡Arriba chicos! ¡Enseguida será de día! —gritaba Lukuá mientras avanzaba por la habitación— ¿Qué tal habéis dormido hoy?
—¡Lukuááá! —protesté mientras intentaba ver algo en la oscuridad— ¡Que aún es de noche!
—¿De noche? Porque aún están cerradas las cortinas, pero mira como se hace de día —dijo Lukuá al tiempo que las abría y un montón de claridad inundaba la habitación.
—¡Es verdad Oscar! ¡Ya es de día! —gritó Sandra que ya estaba sentada en la cama.
—Id a desayunar, que vuestro amigo ya lleva un buen rato en la mesa y os dejará sin nada.
Al oír esto, Sandra saltó de la cama, se calzó las pantuflas y salió de la habitación.
—¡Pues sí que se ha despertado con hambre hoy! —le dije a Lukuá mientras yo también me levantaba de la cama.
—¡Venga chiquillo! Ve a desayunar rápido que tenemos mucho que hacer —me ordenó al tiempo que salía de la habitación.
Me puse las zapatillas puntiagudas, bajé la cabeza para echar un vistazo a las pintas que llevaba con aquella ropa que Lukuá nos había dejado para dormir, me estiré para desentumecer los músculos, y salí en busca de mi desayuno.
Al llegar a la sala, lo primero que vi fueron los bigotes blancos que llevaba Tom pintados en la cara, y que dejaban al descubierto que se había zampado más de una galleta de nata.
—¡Buenos días, dormilón! —me dijo, mientras yo me sentaba a la mesa en busca de algo que llevarme a la boca.
—Buenos días, Tom. Ya has desayunado, ¿eh?
—He empezado pero aún no he acabado —respondió al tiempo que agarraba un bollo de leche, y le metía un buen mordisco.
—¡Mira cuanto nos ha puesto Lukuá para el desayuno! —exclamó Sandra mientras mordisqueaba una galleta.
Eché un vistazo a la mesa, y la verdad sí que estaba repleta de dulces; allí había colocados un plato de bollos, otro de croissants, otro de galletas de nata y otro de tostadas con mantequilla extendida por encima. Además, había un vaso de leche para cada uno.
—¡Venga chiquillo! Desayuna bien que hoy tenemos mucho trabajo —me ordenó Lukuá.
—¿Qué tenemos que hacer hoy? —le pregunté mientras cogía un bollo de la mesa.
—Ufff… ¡Un montón de cosas! ¿Te has olvidado mientras dormías? Tenemos que limpiar las monedas, llevárselas a Colungo, entrenar para la pelea de mañana….
—¡Se ha caído otro pétalo! —dijo Sandra de repente.
—¿Otro pétalo? —exclamé mientras me giraba para ver la flor— Y sólo queda uno, que se caerá mañana por la mañana. ¿Cómo voy a ir a luchar si mañana se caerá el último pétalo y tendremos que regresar a Cómit?

—El último pétalo indica que es vuestro último día aquí, pero no tenéis que atravesar el Buryuá en cuanto se caiga. Podéis hacerlo a lo largo del día, antes de que se haga de noche.
—¿Y si se hace de noche y aún no hemos entrado en el Buryuá, que pasa? —preguntó Tom.
—Pues que tendréis que quedaros aquí, porque se cerrará la puerta y ya no habrá forma de abrirla. Os quedaréis a vivir en Lutecia.
—Yo no quiero quedarme aquí… Buaaaa… —empezó a llorar Sandra.
—¡Eh, Sandra! No llores que no nos quedaremos a vivir aquí, ¿verdad qué no, Lukuá? —le pregunté mientras le arreaba una patada por debajo de la mesa.
—¡Eh! ¡Claro que no! —respondió Lukuá mirándome con cara de enfado— Volveremos a tiempo para atravesar el Buryuá. No te preocupes, muchachita.
—Pues a mí no me importaría quedarme una temporadita aquí —dijo Tom mirando con cara de felicidad el bollo que acababa de morder—. Lukuá: ¿Cómo haces estas cosas tan ricas?
—En otra visita te lo explico. Ahora termina de desayunar, por favor, que ya llevas… ¡cinco galletas y tres bollos!
Rápidamente terminamos todos de comer dulces, nos bebimos la leche, fuimos a vestirnos y volvimos a la sala. Encontramos a Lukuá sentado en el suelo frente al carro de monedas, y a su lado, la lámpara de aceite y unos pañuelos.
—¿Ya estáis listos? Perfecto. Sentaros conmigo para sacarle brillo a las monedas. Ya veréis como relucen después.
Los tres asentimos y nos sentamos en el suelo. Cada uno cogió un pañuelo, lo mojamos en el aceite de la lámpara, y fuimos frotando las monedas hasta conseguir quitarles la capa de polvo y óxido que tenían encima.
—¡Guauuuu! ¡Pues sí que brillan estas monedas! —exclamó de repente Tom, cuando en sus manos apareció una moneda dorada que brillaba como el sol.
—¡Sí! ¡Qué bonitas son! —gritó también Sandra—. ¿Quién es este señor? —preguntó al descubrir una cara que aparecía en una moneda.
—Supongo que será algún emperador de la tribu de los Parisii —le contestó Lukuá—. Las monedas son de esa tribu.
Estuvimos durante un buen rato sacándoles brillo. Bajo ellas, iban apareciendo rostros de hombres, mujeres, de algún que otro animal, incluso descubrimos una con un árbol y un conejo. Las monedas eran increíblemente bonitas.
—¿Nos podemos quedar alguna? —le pregunté a Lukuá cuando ya teníamos unas cuantas limpias.
—Claro que te puedes quedar alguna muchachito —me contestó con una sonrisa, y adelantándose a Tom, dijo—: Y tú también, Tom…. Os llevaréis más de una moneda a vuestro pueblo.
—Por cierto, Lukuá —le interrumpí cuando recordé mi duda—: Cuando volvamos a Cómit, ¿recordaremos esta aventura?
—Sí que recordaréis todo lo que os ha pasado.
—Pero antes le dijiste a Tom que si iba a Francia, olvidaría el francés al volver a casa.
—Claro muchacho; porque eso es hacer trampa. Si llega a vuestro pueblo hablando francés, es muy evidente que algo le ha pasado. Empezarían a investigar y se revolucionaría el mundo si sabe nuestro secreto. Así que el Buryuá se asegura de que nadie haga trampa. Borra el francés o cualquier otro idioma de vuestra mente. Pero si contáis que habéis estado en un pueblo de gnomos, donde el mandamás es un humano que se llama Colungo, os tomarán por locos y no os prestarán demasiada atención. Así que esta aventura no será borrada de vuestras cabezas. Vosotros sabréis si debéis contarla o no.
—¿Ves Tom? Te avisé. No podemos contar nada o nos tomarán por locos… —le dije muy orgulloso de haber pensado del mismo modo que Lukuá.
—¿Ya habías pensado contarlo, muchachito? —preguntó Lukuá a Tom al tiempo que levantaba las cejas.
—¡No no! Que va… —le respondió tapándose la cabeza con las dos manos.
—¡Eso espero! —dijo Lukuá, que de esta vez no le asestó ningún gorrazo y siguió limpiando monedas.
Las teníamos prácticamente todas limpias, cuando me asaltó una nueva duda:
—Lukuá, ¿Vamos a ir a por Topo antes de mi lucha? ¿Nos dejarán salir del castillo? ¿No creerán que una vez que tengamos a Topo no volveremos?
—¿Cómo van a pensar eso, si ni tan siquiera sabe que sois de otro mundo? Además, ¿recuerdas que tienen mi dirección? ¿Qué crees que me harán si no aparecemos mañana para ir a las Arenas de Lutecia?
—Que vendrán a por ti.
—Pues eso harán, muchachito, así que más vale que nos presentemos en la orilla del Sequana cuando el sol esté sobre nuestras cabezas.
Continuamos limpiando las monedas en silencio durante un buen rato, y cuando abrillantamos la última, las colocamos todas juntas en el centro de la alfombra y nos sentamos alrededor del montón de oro.
—¡Caray! ¡Cómo brillan todas juntas! —exclamó Tom.
—¡Esto sí que es un tesoro! ¡Si lo viera mamá…! —dije yo, pensando en la de veces que vi a mamá pedirle un tesoro al aire.
—Le llevaremos alguna moneda, ¿verdad? —preguntó de nuevo Sandra a Lukuá.
—Claro que sí, muchachita. Pero le diréis que la encontrasteis por el pueblo, y que no debe contar nada porque si no os robarán o pensarán que las habéis robado y os perseguirán por ladrones, ¿entendido?
—¡Si sí! —contestó Sandra con cara de felicidad.
—Bueno muchacho; aún queda un rato hasta que pueda ir a comprobar si está encendida la vela cabo, así que practicaremos un poco con el Quix y el Quaid. ¿Te parece bien?
—Me parece bien. Bueno, no es que me parezca bien ir a luchar con un soldado, pero no tengo muchas más opciones, ¿verdad?
—No. No hay muchas más opciones, así que vayamos a la huerta a practicar sin hacer demasiado ruido. ¿Vale, Guerrero de Cómit?
Yo asentí con una sonrisa en mis labios, nos pusimos todos en pie, y fuimos hasta el terreno llevando con nosotros el Quix y el Quaid. Practiqué bastantes veces el Derrib, el Golpderrib y el Tumbing con el Quix; Lukuá me explicaba continuamente como tenía que tensar las cadenas y como debía de orientar la gran bola, para que cumpliera el objetivo de asestar un buen golpe al llegar a su destino. Cuando dominé bastante bien estos lances, pasamos a practicar con la espada plateada, el Quaid:
La agarré firmemente, apunté al objetivo y apreté los botones sin mirar cual apretaba, ya que según Lukuá, mi mano debía memorizar los distintos colores del Quaid. Estuve un buen rato practicando, hasta que ya no sentía las puntas de los dedos después de tanto apretar botones.
—Necesito un descanso —le dije a Lukuá.
—Está bien; siéntate un rato que ya casi dominas las armas de guerra, pequeño guerrero.
—¿Y de verdad te dejan llevar esto? — pregunté, pensando que sería pan comido derribar al soldado si le apuntaba a la cabeza, apretaba el botón amarillo, y salía de la espada un rayo de fuego que como mínimo le dejaría ciego.
—Si muchacho, pero no creas que va a ser tan fácil apuntar al objetivo en Las Arenas como lo es aquí. El soldado se estará moviendo y lanzándote bolas de acero, así que estarás más preocupado de escapar, que de apuntar. En cualquier caso, tú lanza rayos a ver si alguno le da.
Mientras yo descansaba, Tom se remangó los pantalones; cogió el Quix, lo agarró con las dos manos, lo levantó por encima de su cabeza, y empezó a saltar al tiempo que cantaba:
— ♫ ¡Eh, Jeya, Omaseya, eh eh…! ¡Ooooomaseyaaaaaa! ¡Ooomaseya, tutankare, oooomaseyaaaa….! ♫ ¡¡Jiapppp!!
Nos quedamos todos boquiabiertos contemplando la escena, hasta que un buen rato después, Lukuá se decidió a hablar:
—Chusssss…. Baja un poco la voz, que duerme Carambita. Y… ¿¿¿Se puede saber que estás haciendo???
—¡Sí claro! Me preparo para la lucha. Es como se preparan los indios sioux antes de ir a la guerra.
—¿Los indios sioux? ¿Y quiénes son esos? —siguió preguntando Lukuá.
—Unos señores que van por ahí con faldas y muchas plumas en la cabeza. ¡Ah! ¡Y con hachas y cuchillos! ¡Y también tienen búfalos! ¡Los indios son una pasada!
—Chusssss… Habla más bajo…
—Tom, ¿Dónde has visto indios? —le pregunté, una vez que reaccioné ante lo que acababa de ver.
—En alguna película que he visto con el señor Ramiro. ¿Tú no has visto nunca ninguna?
—Sí… Bueno, de indios no.
—Pues están muy chulas. La próxima vez que anuncien una, le diré que nos avise a los dos.
—Oye oye oye… —intervino Lukuá en la conversación— ¿Vas a ir a luchar tú o irá Óscar?
—¡No no no no! ¡Yo no voy! Quedamos en que iba Óscar… —respondió Tom con cara de susto.
—¿Entonces por qué haces esas cosas tan raritas, muchacho? —preguntó Lukuá que ya tenía el gorro preparado en una mano para darle unos gorrazos.
—Para que me copie y también las haga él, y así vaya preparado para la lucha —respondió Tom, mientras se alejaba un poco de nosotros por temor a los gorrazos, supuse.
Lukuá se quedó un buen rato en silencio y cuando por fin se decidió a hablar, fue para decirme:
—¿Le das tú o le doy yo?
—Dale tú, que yo estoy cansado —respondí y volví a tumbarme en el campo.
Oí como Lukuá se acercaba a Tom, le daba cuatro golpetazos con la gorra y le ordenaba que se estuviese quietecito y calladito.
Después volvieron los dos a mi lado, y nos pusimos a practicar de nuevo con el Quix y el Quaid. Tras un buen rato dando golpes, Lukuá dijo por fin que estaba preparado para la lucha:
—Ya estás listo para luchar. Verás como todo sale bien; allí demostrarás que eres un auténtico guerrero. Pero ahora, pasad adentro conmigo que voy a preparar algo para comer. Después descansaremos un rato, y enseguida me acercaré a ver si está encendida la vela-cabo.
Así, pasamos todos al interior de la casa y nos acomodamos en el sillón esperando por la comida. Enseguida empezó Lukuá a correr de un lado para otro de la casa, hasta que un rato después, nos indicó que nos sentáramos en la mesa. Allí, había colocados un plato con trozos de carne, un recipiente con un guiso de carne parecido al que mamá hace a veces en casa, un plato con una pasta de color blanco-amarillento, parecido al puré de patatas que también nos pone mamá a veces para comer, y un plato con unos trozos de manzanas humeantes.
—Oye Lukuá, ¿Has preparado todo esto ahora? ¿Hasta ese guiso? —pregunté un poco incrédulo por todo lo que estaba viendo colocado encima de la mesa.
—Bueno, el guiso lo hice ayer por la noche, pero el puré de cereales, la carne y las manzanas asadas los he preparado ahora. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque mamá siempre se está quejando de que se pasa las mañanas cocinando. Como viera lo rápido que lo haces tú…
—Sí. Mi madre se queja de lo mismo. La próxima vez que lo haga, le diré que tiene que adelgazar y encoger un poco para hacerlo más rápido —añadió Tom al tiempo que se echaba un eructo.
—¡Ni se te ocurra decirle nada! —le dijo Lukuá asestándole un nuevo gorrazo— Y la próxima vez que vayas a hablar con el estómago, te vas al patio a hacerlo, ¿Entendido, grand porc? ¡Te estás pareciendo a Colungo!
—Entendido… —dijo Tom con una pequeña sonrisilla.
La comida estaba deliciosa, y prácticamente no dejamos nada en la mesa. Ayudamos un poco a Lukuá a recoger los platos, ya que estábamos llenos y necesitábamos movernos para bajar la comida. Estuvimos echando un vistazo a los libros que por allí había, cogimos unos cuantos, y nos sentamos en el sillón para verlos. Sandra volvió a coger el del Oso Petrosio, y me pidió que se lo leyera.
—¿Pero no estabas ya aburrida de él? —le pregunté.
—No no… —me contestó en medio de un bostezo.
—Está bien; te lo leeré de nuevo.
Estaba leyendo como el abuelo de Pékuat venció a los soldados invocando a las fuerzas de la naturaleza, cuando vi a Sandra dormida sobre mi barriga y noté como también se me cerraban a mí los ojos.
Un rato después, que no sé si fue mucho o poco, oí a Lukuá llamándonos:
—¡Despertad muchachos! ¡Es la hora!
Sandra y yo nos incorporamos inmediatamente. Tom se movió un poco en el sillón, pero siguió con los ojos cerrados.
—¿Es la hora de qué? —pregunté en medio de un bostezo.
—La hora de ir a ver si está la vela encendida, para después ir a pedirle a Colungo vuestra mascota.
—¡Anda! ¡Es verdad! Me había olvidado ¡Sandra! —le dije mientras le pasaba una mano por el pelo— ¡Hoy veremos de nuevo a Topo!
Sandra empezó a saltar de alegría.
—¡Es verdad! ¡Hoy veremos a Topo! Ja ja ja ja…
—Sí, pero antes debemos de preparar bien nuestro argumento— dijo Lukuá.
—¿Qué argumento? —preguntó Tom, que ya estaba despierto y se estaba levantando del sillón.
—Pues donde diremos que hemos encontrado las monedas, donde se las llevaremos…
—Ahhh… ¿Y dónde diremos que las encontramos?
—Pues diremos que las encontramos donde encontramos las otras. Diremos que una vez más, sacamos a pasear a Carambita por el parque del pueblo, que hizo allí sus necesidades, que cavó un poco de tierra para taparlas y dejó al descubierto una pequeña bolsa llena de gusanos y de monedas. La cogimos, nos deshicimos de los gusanos, limpiamos las monedas, y ahora se las llevamos al grandísimo Colungo.
—Muy buena historia… ¿Se la creerá? —pregunté yo esta vez.
—Claro que se la creerá.
—¿Y no nos pedirá que sigamos buscando monedas?
—No. A nosotros no. En todo caso pondrá a sus soldados a cavar por el parque.
—¿Y no protestará por qué matamos a los gusanos?
—¡Hombre! ¡No creo…! —me contestó Lukuá levantando las cejas.
Tras un buen rato en silencio, volvió a hablar:
—Bueno muchachos, quedaros aquí quietecitos que me acercaré a ver si está encendida la vela cabo, y no abráis a nadie, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, pero no tardes mucho —respondí yo.
—No tardaré; ya sabes que nunca tardo. Y tú —dijo mirando a Tom—, cuidadito con lo que dices, ¿eh? No me pongas nervioso a Óscar, que mañana tiene que luchar.
Tras decir esto Lukuá desapareció de nuestra vista, y yo me acerqué a Tom intentando no reírme, para decirle que o guardaba silencio, o le decía a Lukuá que me había molestado. Al ver la cara de susto que puso Tom, no pude evitar que una carcajada saliera de mi boca. Cuando conseguí parar de reír, me recosté de nuevo en el sillón y empecé a pensar que mañana volvíamos a casa. Un cosquilleo recorrió de repente mi barriga. Supuse que eran nervios, porque realmente ya me apetecía regresar a casa. Ya tenía ganas de un poco de tranquilidad en mi vida. Eran muchas emociones en muy poco tiempo:
Estábamos en un pueblo de gnomos, vivíamos en la casa de un gnomo que se movía a la velocidad de la luz, las cabras del pueblo comían espinacas y flanes, iba a combatir con un soldado… ¡¡¡Iba a combatir con un soldado!!! Cuando me di cuenta de lo que acababa de pensar, me incorporé rápidamente del sillón y empecé a gritar:
—¡Mañana voy a pelear con un soldado! ¡No puedo! ¡Me machacará la cabeza!
—¡Óscar! ¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre? —me gritaba Tom que se había acercado a mí y me agarraba una mano— ¿Estás dormido? ¡Despierta!
—¡No estoy dormido! Es que me acabo de dar cuenta de que mañana voy a luchar con un soldado. ¿Y si me hunde la cabeza?
—¿Hundirte la cabeza? ¿En dónde? ¿En el suelo?
—¡En ningún sitio! ¡Es una forma de hablar…! Lo que quiero decir, es que pasará si me machaca la cabeza.
Tom se quedó pensando un buen rato, hasta que soltó:
—Pues lleva casco.
—¿Casco? ¿Puedo llevar casco?
—No lo sé, pero a lo mejor Lukuá tiene un casco de motorista y te lo presta.
Me quedé mirando fijamente a Tom, hasta que reaccioné:
—¿¿¿Pero cómo va a tener Lukuá un casco de motorista??? ¿¿¿Tú has visto por aquí a alguien en moto??? Ayyy… ¡Me va a machacar el cerebro!
—Bueno, pues le diremos que te haga un casco con un orinal, que a lo mejor de eso sí que tiene.
En esos momentos, me imaginé a mí mismo con una bacinilla en la cabeza, sujeta a la misma por una cuerda que rodeaba mi barbilla. La imagen fue suficiente para que se me escapase una carcajada.
—¿De qué te ríes ahora? —me preguntó Tom.
—Nada nada.
—Bueno, ¿ya estás mejor?
—Sí, gracias —le dije, y me senté en el suelo al lado de Sandra que estaba mirando los libros que allí había, pero aún seguía temiendo por mi cabeza.
Un rato después, regresó Lukuá diciendo que ya estaba encendida la vela.
—Debemos de preparar nuestra visita, muchachos; ya tenemos vía libre. Vamos a ver… Donde están las normas para visitar a Colungo… ¡Ah! ¡Aquí están! —exclamó mientras cogía otra vez el papel amarillento del bote colocado encima de la chimenea. Vamos a ver:
1ª Norma- “Encendida la vela.” Esto está listo; 2ª Norma- “Ropa limpia y oliendo bien.” A ver a ver si tenéis alguna mancha en la ropa… No; estáis bastante limpios, pero tendré que aplicaros de nuevo agua de lirios para que emanéis un grato olor. ¡Ah! Y tendréis que mascar menta fresca para que os huela bien el aliento. Y a ti —le dijo a Tom—, ni se te ocurra echarte un eructo en presencia de Colungo, ¿entendido?
—Pues él se echó uno cuando estábamos allí, ¿recuerdas?
Al oír esto, no pude evitar intervenir en la conversación:
—Sí. Yo lo recuerdo. Y… ¿¿¿Tú recuerdas lo que me pasó a mí por intentar ocultar tus risas??? Así que si te ríes, eructas, o expulsas un gas por algún orificio de tu cuerpo… ¡Te quedarás de por vida en las mazmorras! ¡Porqué yo no te vuelvo a defender!
—De acuerdo… No haré ninguna guarrada…. —contestó Tom bajando un poco la vista.
—¡Perfecto! —continuó hablando Lukuá—. Sigamos con las normas. A ver, a ver… ¡Ah! Sí. La tercera es la de llevar un presente para que nos reciba. Bueno, esta norma y la cuarta, las cubriremos con las monedas.
—¿Cuál era la cuarta? —le pregunté.
—La de llevar un regalo de gran magnitud, y se va a caer de la silla cuando vea la magnitud del regalo que le llevamos. Ja ja ja…
—Oye Lukuá, ¿Y le impresionarán las monedas si el tío está forrado y vive en un palacio de oro?
—¡Si claro! ¡Ni lo dudes! Es un avaricioso, y cuanto más rico sea, más feliz será. Pero habrá que colocar las monedas en algo realmente bonito, llamativo…. ¿Tendrá por ahí algo Pékuat que nos sirva? Busquemos.
Y así empezamos todos a mirar por la habitación, pero por más que buscamos, no encontramos nada que llamara nuestra atención.
—¿Vale una de nuestras mochilas? —preguntó Tom.
Lukuá las buscó por el suelo. Estaban depositadas a los pies del sillón. Las miró y a continuación le preguntó a Tom:
—Una mochila con una pelota y una mano en el medio, ¿Te parece buen envoltorio para unas monedas de oro?
—No sé… Bueno, tal vez no —respondió Tom encogiendo los hombros—. ¡No! Mejor buscar otra cosa.
A mí se me ocurrió acercarme a la alacena donde estaban guardados los alimentos y utensilios de cocina; los revisé todos, y finalmente cogí un cacharro parecido a las ollas que usa mamá para hacer comida. Era redondo y de un color dorado bastante ennegrecido. A modo de tapa, tenía una pequeña tela de color blanco unida al recipiente con un cordón de color rojo.
—Esto puede valer, ¿verdad? —dije al tiempo que lo levantaba del estante.
Pesaba bastante, por lo que supuse que no estaba vacío. Tiré del cordón para deshacer el nudo y retirar la tela, y pude comprobar que allí dentro había guardados un montón de caramelos.
—¡Vaya! Pékuat es un poco goloso, ¿eh?
—Eso parece —respondió Lukuá que ya estaba colocado a mi lado observando el recipiente—. ¡Esto es perfecto! Sólo habrá que sacarle un poco de brillo, y… ¡Listo!
Enseguida se puso Lukuá en acción: Vació el cacharro de caramelos, le quitó la tela que lo cubría, y le pasó la mano a modo de plancha hasta que quedó tiesa; fue a por la lámpara de aceite, mojó un pañuelo, y se puso a frotar el recipiente hasta que brilló como si fuera oro. Volcó unas cuantas monedas en su interior, colocó de nuevo el trozo de tela a modo de tapa, y lo sujetó con el cordón de color rojo.
—¡Perfecto! —exclamó observando el resultado de su trabajo— Ahora colocaremos unas pocas monedas en un pañuelo para enseñárselas a los soldados de la puerta, y ya tendremos vía libre para visitar a Colungo.
Tras decir esto, se levantó inmediatamente y salió de la sala. Al momento regresó con un pañuelo, y otra vez empezó a pasarle la mano para estirarlo. Al instante estaba tieso como una tabla. Cogió unas pocas monedas y las colocó en el interior del pañuelo. Lo dobló y buscó algo con que unir las puntas:
—Muchachita, ¿No tendrás más lazos por ahí, verdad? —le preguntó a Sandra
—No no… — respondió Sandra negando con la cabeza.
—Yo tengo dos gomas en el estuche de la cartera; ¿Valdrán? —le pregunté.
—¿Gomas? A ver; enséñamelas.
Así me acerqué a la mochila, y cogí mi estuche. Abrí la cremallera y saqué de allí dos gomas marrones, que a veces usaba a modo de tirachinas.
—Bueno, no es que sean una monada pero valdrán para cerrar el paquete —dijo Lukuá al tiempo que cogía una de mi mano—. Pues ya estamos listos para la visita… ¡Ah! ¡No! ¡Un momento! Aún tenéis que oler a gloria, así que salid al huerto que os salpicaré con agua de lirios. ¡Ah! Y también debéis masticar la menta.
Y enseguida salimos todos al huerto, mientras Lukuá cogía los utensilios para perfumarnos. Cuando se reunió con nosotros, nos dio menta para mascar mientras nos salpicaba con el agua perfumada. No sé si oleríamos a lirios, pero a fresco seguro, porqué nos estaba empapando.
—¡Para ya! —le dije cuando ya nos había salpicado durante un buen rato— ¡Que nos vamos a constipar! Y será peor llegar junto a Colungo estornudando que oliendo un poco mal.
Al oír esto, Lukuá se detuvo.
—Tienes razón, muchacho; debéis recordar que allí ni se ríe, ni se tose, ni se estornuda, ni se echan gases, ¿eh? —le preguntó a Tom.
—Sí, sí. ¡Claro!
—¡Muy bien! Pues ya estamos listos para nuestra aventura. Vayamos pues al castillo, y vosotros permaneced en silencio; dejadme hablar a mí.
Así, nos pusimos todos las chaquetas, Lukuá guardó los regalos en una bolsa, se la dio a Tom que se la colgó del hombro, y salimos de casa. El sol estaba ya bastante bajo así que apuramos el paso, y rápidamente llegamos a la puerta de acceso al puente que unía las dos islas, y otra vez, dos soldados allí colocados más tiesos que el palo de una escoba.
—Buenas tardes —dijo Lukuá una vez estuvimos frente a ellos—. Un día más, desearíamos hablar con el grande grandísimo. Le traemos el tesoro que nos pidió, a cambio de recuperar a la peligrosa mascota de otro mundo que obra en su poder. Hemos traído estas monedas, para que otra vez, ose el grandísimo en recibirnos.
Tras decir esto, Lukuá le mostró el paquete de monedas, abriendo un poco el pañuelo para que el soldado pudiera ver las relucientes monedas que en su interior había. Los soldados ojearon el interior del paquete, después se miraron entre sí, y uno de ellos, que tenía la nariz larga y retorcida como una judía del huerto de mamá, cogió el paquete y se encaminó hacia el interior del castillo.
Un rato después volvió con cara inexpresiva; se acercó a nosotros, nos miró de arriba abajo, nos olió, encogiendo y estirando su larguísima nariz que después se limpió con una manga, y nos dio las mismas indicaciones que nos había dado el día anterior, para llegar al castillo y entrar en una habitación a esperar por Colungo.
—¡Y ya sabéis! —concluyó el soldado— Al menor desvío de cualquiera de vosotros, ¡Dormiréis todos una temporada en las mazmorras! ¿Entendido?
—¡Entendido! —respondió Lukuá, y comenzamos todos juntos a caminar por el puente.
Atravesamos el puente, cruzamos la muralla y llegamos al foso donde estaban los asquerosos peces saltando. Y una vez más, Sandra me dio la mano al verlos.
—¿Estarán buenos esos peces asados a la parrilla? —se le ocurrió decir a Tom.
A oírlo se me escapó una pequeña carcajada, mientras Lukuá le daba un tremendo pellizco en el culo, diciéndole:
—O estás en silencio, o irás al foso a hacerles compañía. ¿Has entendido?
Tom asintió llevándose las manos a las nalgas y seguimos avanzando, hasta que llegamos a la segunda muralla; la atravesamos por la puerta-arco y nos colocamos delante del palacio más pequeño. Ahí colocados, no pude evitar mirar hacia arriba y echar un vistazo a lo horrorosos animales que coronaban las puertas. Un escalofrío recorrió mi espalda, así que rápidamente bajé la mirada y seguí a Lukuá hasta el interior del palacio. Una vez dentro, buscamos la puerta de piedras rojas y entramos en la sala. Nos sentamos en los taburetes que había por allí desperdigados y un rato después, entraron en la estancia dos soldados, que una vez más nos miraron de arriba abajo y nos olieron, para finalmente, desplazarse hasta el escenario situado al fondo de la sala. Cuando estuvieron ambos colocados a cada lado del sillón, uno de ellos gritó:
—El grandísimo, guapísimo y majestuoso señor Colungo hace su entrada para atender a los petit porc. Pónganse en pie y firmes. Sean rápidos y no hablen más de lo que se les pide. ¡Urekaaaaa!
—Pues sí que son repetitivos… —pensé mientras nos levantábamos, al recordar que eran exactamente las mismas palabras que habían dicho la vez anterior.
En cambio a Tom una vez más, se le escapó una pequeña risita. Uno de los soldados se giró para ver de donde procedía la risa, pero Lukuá fue rápido y fingió que se caía al suelo, e inmediatamente después, se levantó, se sacudió la ropa y se puso firme justo cuando Colungo hacía presencia tras las cortinas. Vi como Lukuá miraba a Tom y una vez más, se pasaba un dedo por el cuello simulando un cuchillo, al tiempo que movía sus labios diciendo “te voy a matar”. Tom palideció de repente, asintió con la cabeza, y se quedó mirando al escenario sin pestañear.
Yo también miré hacia el escenario, y pude comprobar que Colungo ya se había sentado en el sillón. Al verlo, con sus pelos naranjas tiesos como alambres y su tremenda papada, recordé lo feo que era ese señor, y no entendía porque los soldados se empeñaban en presentarlo como alguien guapo.
—¿Qué pasa, petit porc? ¿Estás viejo, acaso enfermo y por eso te has caído? —le gritó uno de los soldados a Lukuá.
—No señor, no estoy enfermo. Me he puesto un poco nervioso ante la presencia del grandísimo Colungo y he perdido el equilibrio. Pero no volverá a ocurrir. No se preocupe.
—¡Preocúpate tú de no volver a caer, o te atravieso con una lanza para que te quedes tieso y no pierdas el equilibrio! ¿¿¿¿¿Entendido????? —le gritó el soldado, ante lo que Lukuá asintió con la cabeza y guardó silencio.
—¿Qué queréis, petit porcs? ¿De dónde habéis sacado estas monedas? ¡Acércate rápidamente a contarme! —ordenó Colungo a Lukuá.
Lukuá inmediatamente se acercó a él haciendo reverencias. Empezó a contarle, que su mascota una vez más había desenterrado unas pocas monedas en el parque, y que él las había limpiado cuidadosamente para regalárselas a Colungo, y que esas sólo eran una pequeña muestra del tesoro, porque habíamos traído un pequeño cofre con más monedas. Le habíamos llevado el tesoro, que en su día, nos pidió que encontrásemos.
—¿Y dónde están las otras monedas? —le preguntó Colungo.
—En esa bolsa —le contestó Lukuá señalando la bolsa que estaba a nuestros pies—. Es el tesoro que nos ha pedido a cambio de liberar a la terrible mascota que obra en su poder.
—¡Acerca esa bolsa! ¡Rápido! —ordenó a uno de sus soldados.
El soldado obedeció, y al momento Colungo ya tenía la bolsa en sus pies.
—¡Ábrela! —ordeno otra vez al soldado.
—¡Si señor! —contestó al tiempo que se alejaba un poco de ella y estiraba los brazos para abrirla.
Sacó de la bolsa el recipiente que acabábamos de pulir, y se lo acercó de nuevo a Colungo. Colungo lo observó, y finalmente ordenó a Lukuá que le quitase la tapa de tela que impedía ver el contenido de la vasija. Lukuá tiró del cordón rojo que ataba la tela al cacharro, recogió la tela, e inclinó la vasija hacia Colungo para que pudiese ver lo que contenía. Colungo observó el interior, metió sus manos y cogió un puñado de monedas. Al verlas, empezó a decir cosas muy extrañas:
—¡Reiensssss! ¡Doblereiessssss! ¡Qué es esto! ¡¡¡Seguro que son mis antepasados!!! Ja ja ja ja…. ¡¡¡Por fin han aparecido mis antepasados!!!
Las miró con cara de satisfacción y fue analizando una por una, hasta que un rato después, las cambió por otras que volvió a revisar a fondo:
—¡Reienssss! —repitió de nuevo— ¡Estoy seguro de que éste era mi abuelo! —dijo al tiempo que le enseñaba una moneda a los soldados.
Los soldados la miraron, y sin apenas moverse, asintieron con la cabeza.
—¿De dónde habéis sacado a mi abuelo? —le preguntó Colungo a Lukuá, que una vez más contó la historia de Carambita en el parque.
—¿Y no hay ninguna moneda de mi abuela?
—No lo sé, señor. No conocí a su excelentísima abuela, pero supongo que estará en alguna de las muchas monedas que le traemos.
—¡Buscaréis a mi abuela! —ordenó a los soldados que abrieron los ojos de par en par ante el encargo de Colungo— ¡Y después levantareis ese parque en busca de más monedas! Bueno, ¿Y qué queréis por todo este tesoro? ¿La mascota?
—Así es, señor. Debemos de devolverla a su mundo antes de que vengan los guerreros a buscarla.
—¡De acuerdo! Un soldado os acompañará a buscarla, y la sacaréis de aquí ¡¡¡Inmediatamente!!! ¡Qué no se os escape o pasaréis a vivir en las mazmorras! ¿¿¿Entendido petit porc???
—¡Entendido excelentísimo señor! ¡No se nos escapará!
—¡Acompáñalos a por la mascota! —ordenó a uno de los soldados. Después, cogió más monedas y siguió analizándolas.
—¡Si majestad! —gritó el soldado.
Inmediatamente, el otro soldado dio un paso hacia delante, hizo una reverencia y se acercó a hablarle al oído a Colungo.
—¡Un momento! ¡Quietos todos! —gritó Colungo— ¿Sois vosotros los que lucharéis mañana en las arenas de Lutecia?
—Si señor —respondió Lukuá con voz temblorosa.
—¡Estaréis puntuales para cruzar el Sequana! ¿¿¿Verdad??? —preguntó Colungo con voz amenazadora.
—Sí señor —dijo otra vez Lukuá.
—Eso espero, porque sé dónde vives, y si no estás, ¡¡¡¡Mandaré a buscarte!!!! ¿¿¿Entendido??? —gritó otra vez desencajando su horrorosa cara.
—Estaremos puntuales, grandísimo señor —contestó Lukuá con un hilito de voz.
—¡Muy bien! ¡Podéis iros! —ordenó Colungo mientras volvía a revisar las monedas.

 

Todos hicimos unas cuantas reverencias y el soldado que debía acompañarnos, nos ordenó que caminásemos delante de él. Con su lanza nos iba marcando el camino. Así salimos de la sala por una puerta diferente a la que habíamos entrado, y llegamos a una pequeña habitación bastante oscura, donde no había ningún mueble; tan sólo una vieja puerta de color marrón. El soldado la abrió y nos ordenó que bajásemos las escaleras que había tras la puerta. Lukuá encabezó el descenso y todos le seguimos. Al final de la escalera, tuvimos que abrir una nueva puerta y llegamos a un túnel oscuro en el que hacía bastante frío.
—¡En esa celda del fondo está la mascota! —gritó el soldado señalando una de la muchas puertas que allí había— ¡Cogedla, agarradla bien, y seguid caminando en esa dirección que os llevará fuera del palacio! ¡Y hacedlo rápido! ¡Os estaré vigilando!
—¿Usted no nos acompaña, grandísimo guardián? —le preguntó Lukuá.
—¡No! ¡Os vigilaré desde aquí!
—¡No se ve nada! —protestó Tom.
—¡Pues abre los ojos, Petit porc! —ordenó el soldado al tiempo que golpeaba su lanza contra el suelo— ¡Andando!
Le hicimos caso, e inmediatamente nos pusimos a caminar por aquel oscuro túnel.
—No se ve nada —protestó Sandra al tiempo que se detenía.
—Chussss… —le ordené— ¡Dame la mano que yo sí que veo!
Mentí, porqué realmente casi ni veía sobre lo que pisaba, pero estaba deseando salir de aquel lugar, así que no podía perder el tiempo convenciendo a Sandra de que debíamos continuar. Toda la luz que allí había, era la que salía de dos pequeñas velas encendidas en el medio del pasillo. Enseguida me di cuenta de que estábamos caminando entre celdas, que tenían por puertas unos barrotes de hierro. En una de ellas, me pareció ver algo moverse y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Apreté la mano de Sandra y aceleré el paso. A medida que avanzábamos, el frío era más intenso y el olor a humedad se hacía cada vez más insoportable. Por fin llegamos hasta la celda que el soldado había señalado.
—Ésta es la celda —dijo Lukuá.
Los cuatro contemplamos el interior de la misma. Al fondo, se veían unos ojos amarillentos. Sandra se acercó a la puerta y exclamó:
—¡Topo!
De repente, los ojos se movieron y se abalanzó sobre las rejas el animal más extraño y horroroso que había visto en mi vida. Era como una cabra de color negro, pero tenía tres cuernos repartidos por la frente. Sus ojos eran grandes y amarillos, y no tenía nariz, pero si una gran boca por la que enseñaba unos afilados colmillos. Tenía cuatro patas, pero se abalanzó sobre la puerta con las dos patas traseras. Con las delanteras, se agarró a los barrotes y nos enseñó unos dedos alargados y huesudos, que terminaban en unas retorcidas y largas uñas negras. Instantes después, estiró una de las patas, lanzó un profundo gruñido, e intentó agarrar a Sandra.
—¡Cuidado! —le gritó Lukuá al tiempo que la apartaba hacia atrás.
—¡Gracias Lukuá! —le dije yo mientras me separaba también de la celda— ¡Qué rápido has sido!
Sandra se llevó un tremendo susto; se sentó en el suelo y empezó a llorar. Me senté a su lado a consolarla:
—Tranquila Sandra, no pasa nada. Ese bicho no puede salir de su cárcel.
—Tranquila muchachita, que enseguida estaremos fuera de aquí —le dijo también Lukuá.
—¿Ese es Topo? ¿Qué le han hecho? —preguntó Sandra entre lloros.
—¡Claro que no! —respondí—. Nos equivocamos de celda.
—¿¿¿¿Qué pasa ahí???? —gritó de repente el soldado.
—¡Nada nada! ¡Una de las bestias nos ha increpado pero ya está todo controlado! —gritó Lukuá.
—¡Pues terminen y váyanse ya!
—¡Enseguida!
El horroroso animal de la celda, seguía sacando su pata por entre las rejas y gruñendo, así que levanté a Sandra del suelo y nos alejamos bastante de él.
—¿Dónde está Topo? —le pregunté a Lukuá.
Lukuá me indicó con una mano que esperase, y se acercó a la celda de enfrente. Echó un vistazo a su interior y un momento después, nos indicó que nos acercáramos. Llegamos a su lado, pero nos mantuvimos a una distancia prudencial de la celda, por lo que pudiera salir de allí.
—¿Es ésta vuestra mascota? —nos preguntó señalando hacia el interior.
Miramos al fondo de la celda, y vimos a un animal allí tumbado. Tenía la cabeza escondida entre las patas delanteras, así que no le veíamos la cara, pero el cuerpo sí que parecía el de nuestro perro.
—¿Topo? —susurré yo.
De repente el animal se levantó, y cojeando se acercó a toda velocidad hacia nosotros. Al llegar a los barrotes de la celda, empezó a mover la cola y a ladrar con un tenue hilito de voz.
—¡Topo! —gritó Sandra, y se acercó a los barrotes para acariciarlo.
—¡Topo! —dije yo también al reconocerlo tras aquella puerta que nos impedía cogerlo.
No se veía mucho, pero al tocarlo, pude apreciar que estaba temblando.
—¿Cómo lo sacamos de aquí? —le pregunté a Lukuá.
—Habrá algún cerrojo por aquí colocado —me contestó al tiempo que empezaba a analizar la puerta; de repente gritó— ¡Ya lo veo! ¡Está ahí arriba!
Miré hacia donde Lukuá señalaba, y vi un cerrojo similar al de la puerta de nuestro huerto. Le dije a Tom que lo abriese, ya que nosotros no llegábamos a él. Tom estiró la mano y rápidamente liberó la puerta. La empujé y Topo se arrastró hasta nosotros. Enseguida se abalanzó sobre Sandra y empezó a lamerla. Sandra lloraba de alegría. Montamos bastante jaleo, y una vez más, el guardián preguntó gritando:
—¿Qué ocurre? ¿Aún no os habéis ido? ¿¿¿¿Queréis pasar la noche en una celdaaaaa???
—¡No señor! Ya hemos cogido a la bestia y ahora mismo nos la llevamos de aquí. ¡Vámonos! —nos ordenó Lukuá, y empezamos todos a caminar hacia donde el soldado nos había indicado que estaba la salida.
Topo casi no podía andar, por lo que lo cogí en brazos y empecé a caminar con él encima. Noté que respiraba muy agitado, escondiéndose en mi pecho y emitiendo un sonido similar al que hace cuando llora en el huerto de mamá.
—Tranquilo, Topo, enseguida estaremos de nuevo en casa —le susurré mientras avanzábamos por aquel oscuro túnel.
Unos pasos más adelante empezamos a ver un poco de claridad, y los últimos pasos por aquel túnel los hicimos casi corriendo, deseando volver a ver la luz del día. Al final del trayecto, nos encontramos con unas escaleras que conducían a otra puerta de barrotes. Subimos las escaleras, buscamos el cerrojo, y Tom lo abrió haciendo un considerable esfuerzo.
—¡Oye muchacho! —me dijo Lukuá—: Sácate la chaqueta y tapa a tu mascota hasta que lleguemos a casa; prefiero no tener que explicar a nadie a quien llevas en los brazos.
Obedecí a Lukuá y me saqué la chaqueta que coloqué por encima de Topo, de tal modo que no se veía lo que llevaba entre las manos. Tan sólo se veía un trozo de tela enroscado en ellas. Observé la explanada a la que habíamos salido; no la reconocía, ya que nunca habíamos estado en esa parte del castillo. Lukuá ordenó que lo siguiésemos. Ya había oscurecido bastante y yo estaba deseando salir de aquel horroroso lugar, así que corrimos todos detrás de él y enseguida llegamos al puente que conducía a la Isla de la Cité. Lo cruzamos rápidamente y llegamos a la puerta de salida, flaqueada por dos soldados. Lukuá habló de nuevo con ellos:
—Buenas, caballeros. Tenemos que salir rápidamente de aquí. Llevamos con nosotros una mascota de otro mundo, y Colungo nos ha ordenado que la sacásemos del palacio rápidamente.
—¡Pues obedezcan! ¡Apuren el paso! —contestó uno de los soldados, al tiempo que se apartaban los dos de la puerta y nos dejaban continuar nuestro camino.
Así empezamos a correr a través de la explanada de los sauces llorones, y enseguida llegamos al barrio de los humanos. Allí yo aminoré la marcha, ya que estaba realmente cansado.
—¡Déjame a Topo qué lo llevo yo! —me dijo Tom.
Le hice una caricia a Topo y se lo pasé a Tom. Continuamos caminando a buen ritmo, hasta que llegamos a la casa de Pékuat.
Una vez dentro, nos dejamos caer todos en la alfombra. Sandra retiró mi cazadora de Topo y empezó a hacerle caricias y hablar con él, pero todo lo que obtenía por respuesta, era un pequeño lamento.
—¿Qué pasa Topo? ¿Qué te ocurre? —le dijo Sandra.
—¡Hola Topo! ¡Hemos venido todos aquí a buscarte! ¿Cómo estás? —le pregunté yo al tiempo que le cogía una pata.
Pero una vez más, Topo tan sólo emitió un pequeño gruñido y un profundo suspiro. Lo observé y noté como temblaba, así que le pregunté:
—¿Por qué tiemblas? ¿Qué te pasa? ¡No te preocupes, que ya estás con nosotros a salvo!
—¿Queréis dejar al pobre animal tranquilo? —nos gritó de repente Lukuá— ¡Estará asustado! En dos días acaba de cambiar de mundo, incluso de época, y ha estado encerrado en una celda oscura con los soldados de Colungo y otras bestias. ¿Cómo estaríais vosotros? Ahora mismo encenderé la chimenea y le preparo algo para comer, y ya veréis como en un rato, es el de siempre.
—¡Ah! ¡Vale! —respondimos Sandra y yo con una sonrisa.
Y enseguida se puso en marcha Lukuá. Lo primero que hizo fue encender el fuego de la chimenea, lo que todos agradecimos porque en la sala había empezado a hacer bastante frío. A continuación se acercó a la alacena, y sacó de ella unos trozos de carne, platos, cubiertos, y algún que otro utensilio de cocina. Después puso una plancha sobre las brasas, pinchó con un tenedor un trozo de carne y lo colocó en la plancha al fuego.
—¡Opsssss! —dijo de repente sacando la carne del fuego— La mascota la come sin cocinar, ¿verdad?
—Si —asentí yo.
—Pero yo la como asada… —protestó Tom.
—¿Pero ya tienes hambre otra vez? ¿Te vas a comer carne ahora? —le preguntó Lukuá con cara de susto.
—Si sobra un trozo…. ¡Sí que comería, si!
—Oye muchacho, ¿en tu casa comes tanto o es sólo Lutecia que te abre el apetito?
—No sé… —respondió Tom.
—Come come…. —dije yo, recordando algún día que en el recreo se había zampado un bocata de chorizo y otro de queso— Oye Tom: ¿No te has planteado que tu madre no te reconocerá al llegar a casa con mofletones y el culo más gordo?
De repente, Tom puso cara de susto y se empezó a tocar la cara y el culo; un rato después, dijo:
—Pues yo creo que incluso he adelgazado. Los pantalones me quedan un poco flojos, así que debí de perder peso. Entonces, creo que tendré que comer un poco de carne.
Lukuá y yo nos miramos. A mí me dio la risa, pero Lukuá levantó los brazos, abrió las manos como si fuera a rezar, y negó con la cabeza. Un rato después, se sacó la gorra, le aplicó con ella a Tom y le dijo:
—¡Ve al armario del cuarto y coge tus pantalones! Si te quedan grandes, yo te hago un buen trozo de carne; pero si te aprietan un poco, hoy cenaremos leche con ¡Cinco galletas! ¿¿¿Te parece bien???
Tom de repente se quedó inmóvil mirándose a las piernas. Después se puso rojo como un tomate, al tiempo que exclamaba con una pequeña sonrisa:
—¡Anda! ¡Me olvidé que estaba con pantalones prestados! Me parece bien cenar leche con galletas….
Yo sonreí y volví a mirar a Topo. Sandra le estaba acariciando, y parecía que tenía mejor cara. De repente, empezó a chuparle la mano y enseguida me di cuenta de que probablemente tuviera sed. Cogí un pequeño bol de la alacena, eché en él un poco de agua de la jarra que había sobre la mesa, y se la acerqué a Topo. Rápidamente se incorporó del suelo y empezó a beber al tiempo que emitía grititos de alegría. Enseguida tuve que rellenarle el bol de agua, y otra vez lo bebió a toda velocidad.
—¡Tranquilo, muchacho, que te vas a ahogar! —le dijo Lukuá al tiempo que le ponía un buen trozo de carne en un plato.
A Topo se le iluminó la cara al verlo, y se lo devoró en el mismo tiempo que Lukuá preparaba nuestra cena. Nos sentamos todos a la mesa a tomar la leche con galletas, mientras Topo roía el hueso con el rostro bastante más relajado. Incluso había empezado a mover la cola.
—Bueno muchachos, vuestra última cena por aquí— dijo de repente Lukuá.
—¡Sí! —afirmó Sandra—. ¡Mañana volvemos a casa con Topo!
—¿Y no volveremos a verte nunca más? —le preguntó Tom.
—Sí, claro. A lo mejor nos vemos en otro viaje. O no… Bueno, yo estoy aquí por si queréis volver de visita, ¿eh?
—¡Claro que sí Lukuá! Si tenemos opción, volveremos —dije yo, pero francamente, no me apetecía mucho volver por allí. Sobre todo pensando en que mañana lucharía con un soldado —¡¡¡¡¡Mañana lucho con un soldado!!!!! —grité de repente— ¡Lo había olvidado!
—¡Eh! ¡Vaya susto me has dado! —protestó Tom.
—¿Lo habías olvidado? —me preguntó Lukuá—. Bueno, no te preocupes, que de luchar seguro que no te has olvidado y saldrás victorioso de allí.
—¿Puedo llevar casco? —le pregunté al tiempo que me tocaba la cabeza.
—No hace falta que lleves nada. Ellos te vestirán allí.
—¿¿¿¿¿¿Va a ir desnudo?????? —preguntó Tom abriendo los ojos de par en par.
—¡¡¡No hombre no!!! —exclamó Lukuá— Irá vestido, pero allí le dan casco y escudo.
—Ufff… ¡Menos mal! —dije yo tocando mi cabeza.
—Pero el escudo lo dejarás en la sala donde estarás antes de salir a las arenas, porque con él, no podrás manejar bien el Quix y el Quaid. ¿De acuerdo?
—Sí, claro —respondí y una vez más, me toqué la cabeza—. Oye Lukuá, ¿no crees que debería practicar un poco ahora?
—¿Te apetece hacerlo?
—Sí, a ver si no me he olvidado.
—Está bien, muchacho. Tómate la leche y saldremos a practicar un poco; pero enseguida hay que acostarse, porque mañana, deberemos ir a coger la embarcación que nos lleve a las Arenas.
—¿Iremos todos? ¿Topo también? —preguntó Tom.
—¡No no no! —respondimos Lukuá y yo al tiempo.
—¡Yo me quedo aquí con Topo! —dijo Sandra.
—Claro, muchachita; los soldados no pueden ver a Topo, porque acabaríamos todos en las mazmorras.
—Yo también quiero quedarme… ¿No te importa, Óscar? —me preguntó Tom.
—No sé si le importa mucho, pero tú por supuesto que te quedas. Eres capaz de saltar al palco de Colungo a por un trozo de carne, y entonces, ya no hay quien nos saque nunca jamás de las mazmorras.
Tom me miró con cara de bueno, y yo le sonreí al tiempo que le decía:
—No me importa, Tom. Te quedarás aquí cuidando de Sandra y de Topo. Así yo estaré más tranquilo…. Oye Lukuá, ¿Colungo lleva trozos de carne para comer en Las Arenas?
—Sí, claro, para darse el festín mientras hay espectáculo. Lleva trozos de carne, vino, uvas, mujeres….
—¿¿¿También come mujeres??? —preguntó Tom.
Rápidamente contesté yo, antes de que Lukuá empezara a sacudirle:
—¡No hombre! ¡Será para hacerle compañía!
—Para hacerle compañía, para servirle la comida y el vino, para peinarle, para darle masajes en la espalda y en las piernas, para decirle lo guapo que es…
—¡Yo de mayor quiero ser como Colungo! —gritó Tom mordiendo la sexta o séptima galleta.
—Si sigues comiendo así, serás como dos Colungos juntos. ¡No te preocupes muchacho! —le dijo Lukuá, asestándole una vez más con el gorro en la cabeza.
—¡Te lo has merecido! —dije yo, indignado porque mi amigo se quisiese parecer a Colungo.
—¡Ja ja ja… ! —se rió Lukuá al tiempo que me decía— Bueno muchacho: Salgamos a practicar un poco.
—De acuerdo. ¿Topo, vienes con nosotros a tomar un poco el fresco? Te sentará bien.
Topo se intentó levantar, pero dobló una pata y volvió a tumbarse en el suelo.
—¡Topo! ¿Qué te pasa? —le preguntó Sandra al tiempo que se sentaba al lado de él.
—Debe tener una pata rota —dije yo—. En la celda también cojeaba.
—Déjame verla— dijo Lukuá, que se acercó a él y se la movió un poco.
Topo empezó a emitir gemidos de dolor, intentando esconder la pata.
—No, no está rota. Tiene algo clavado en ella. Se lo quitaré y después se la vendaré. Un momento… —dijo Lukuá al tiempo que salía al huerto.
—¿Qué te han hecho, Topo? —le pregunté al tiempo que lo acariciaba y me fijaba en su pelo, bastante sucio y enredado. Incluso tenía algún bicho raro pegado en su piel— ¡Está todo sucio! ¡Habrá que lavarlo!
—¿Podemos lavarlo aquí? En el patio hará frío y se constipará…. —me preguntó Sandra.
—Pero aquí no podemos porqué mancharemos todo… Bueno, que nos diga Lukuá donde podemos lavarlo…
—¿Lavar el qué? —preguntó Lukuá, que ya estaba de vuelta con una pinza y un trozo de tela.
—Lavar a Topo. Está todo sucio y tiene algún bicho pegado en su pelo.
—¡Serán Colunguitos chupasangre! Ja ja ja… —se rió Lukuá, pero al ver que ninguno de nosotros se reía, rápidamente se puso serio—: Bueno, lo lavaremos primero; después le echaré una loción anti bichos, y luego le curaré la pata.
—¿Y dónde lo lavamos? Si lo sacamos fuera a lo mejor se resfría… —dijo Sandra, con la vocecita angelical que le pone a mamá cuando le pide un pastel de chocolate.
—Tienes razón, muchachita; será mejor lavarlo aquí, pero habrá que buscar algo para cubrir la alfombra y que no se manche mucho. No podemos dejarle la casa a Pékuat hecha un sucio desastre. ¡¡¡¡Me mataría!!!! —dijo Lukuá tocándose el cuello mientras empezaba a buscar algo que nos sirviera para cubrir la alfombra.
Empezó a moverse, una vez más, a gran velocidad. Topo lo miraba con una expresión un poco extraña; incluso le ladró un poco para finalmente acercarse a mí y empezar a gemir, supongo que pidiéndome explicaciones sobre lo que estaba haciendo Lukuá.
—¡Tranquilo muchacho! —le dije acariciándole el lomo— Se mueve así muchas veces. No pasa nada.
—Aquí no encuentro nada que me sirva —dijo Lukuá una vez hubo acabado de abrir y cerrar cajones y puertas— Voy a casa a buscar algo, y de paso, a ver que tal está mi cabra.
Tras decir esto, salió de casa a toda velocidad y una vez más Topo le ladró.
—No te preocupes, Topo. A mí también me asustó al principio, pero es inofensivo. No te hará nada— le dijo Tom con cara de valiente.
—¡Y ya verás como enseguida está de vuelta! —le dijo Sandra— Es que a él no le afecta la ley de la gravilla. Pero cuando volvamos a casa, no puedes decir nada. ¡Chussss! ¡Será nuestro secreto!
Topo le lamió una pierna a Sandra, y yo no pude evitar sonreír al oír a Sandra llamar Ley de la Gravilla a la Ley de la Gravedad.
—¡Ya estoy aquí! —gritó Lukuá entrando por la puerta con un paquete entre sus manos— Me he traído un mantón.
—¿Un mantón? —le pregunté.
—Sí. Un mantón.
—¿Cómo uno de flecos que se pone mamá encima de un vestido de flores los días de fiesta?
—No sé cómo es el de tu mamá, pero este mantón no tiene flecos —decía Lukuá al tiempo que empezaba a cubrir con él la alfombra de Pékuat.
Cuando acabó de extenderlo, me preguntó abriendo los ojos de par en par:
—¿Tú mamá se pone una manta, encima de un vestido de flores los días de fiesta para salir de casa?
—¡¡¡Ah!!! ¡No no! Pensé que hablabas de un trozo de tela con flecos, al que mamá llama mantón…
Lukuá me miró subiendo las cejas, y siguió extendiendo la manta.
—Listo. Ya podemos empezar con los baños. Voy a traer agua y una esponja. Un momentoooo… —dijo mientras se acercaba al patio de Pékuat.
Regresó a la sala con una tina, unos trapos, una pastilla de jabón amarilla, y un cepillo de cerdas que parecían alambres.
—¡Oye! —exclamé al fijarme en el cepillo—: ¿No irás a frotar con eso a Topo, eh?
—¿Con qué?
—Con ese cepillo rastrillo.
Lukuá miró el cepillo, y de repente exclamó:
—No no. Esto es para limpiar mis dientes…
Nos quedamos todos pasmados mirando hacia el cepillo.
—¿Te cepillas los dientes con eso? —preguntó Tom con cara de susto.
—Si claro. Después te lo paso si quieres.
—No no. Gracias…—le dijo Tom, y me miró levantando los hombros.
—¡¡¡Pues claro que voy a limpiar la mascota con esto!!! —gritó Lukuá rojo como un tomate— Con esto limpiamos a nuestras mascotas, y quedan limpias y relucientes. No sé porque no puedo usarlo con la vuestra. ¡Quedará perfecta!
Tras decir esto, se puso en acción:
Mojó el cepillo en la tina de agua, y a continuación empezó a frotarlo en repetidas ocasiones contra el jabón. Cuando tuvo el cepillo bastante impregnado, empezó a frotar a Topo. Yo miré de reojo porque temía que mi perrito empezara a sangrar, pero para mi sorpresa se puso a hacer unos ruiditos raros por su boca, al tiempo que relamía la mano de Lukuá.
—¡Se está riendo! —gritó Sandra— ¡No le hace daño!
—¡Pues claro que no le hace daño! —dijo Lukuá.
—¡Óscar! ¿Y por qué llora cuando lo lava papá?
—Porqué papá le da manguerazos de agua y no le rasca con un cepillo; supongo que el cepillo le está haciendo cosquillas.
—Pues hay que comprar un cepillo para lavarlo. Se lo dices a papá, ¿vale?
—Vale. Se lo diré… —respondí, y me quedé ensimismado contemplando el lavado de Topo.
Una vez que estuvo enjabonado por todos lados, Lukuá empezó a pasarle trapos mojados en agua por el cuerpo, hasta que le quitó todo el jabón de encima. Después lo secó con una toalla, y le aplicó una especie de aceite que sacó de un bote.
—¿Qué es eso? —le preguntó Sandra— ¿Crema para que huela bien?
—Es crema para que huela bien y le despegue los bichos que tenga encima. Ahora le sacaré lo que tiene clavado, y le vendaré la pata —dijo Lukuá, y se acercó a coger las pinzas y el trozo de tela que antes había traído de su casa.
A continuación cogió la pata de Topo, se la estiró mientras nuestro perro protestaba ladrando, le apartó los pelos y con la pinza le extrajo de la pata algo parecido a un trozo de madera; después le lavó la herida y le vendó la pata. A continuación, le hizo una caricia y le ordenó que se tumbase a descansar en la manta. Finalmente, Lukuá se sentó en el sillón y me preguntó:
—¿Aún te apetece practicar un poco con el Quix y el Quaid antes de ir a dormir?
Dudé sobre lo que debía responder, ya que ahora no me apetecía tanto ir a hacer el indio al huerto de Pékuat, pero tampoco me apetecía quedarme sin cabeza al día siguiente, así que dije:
—¡Está bien! ¡Vamos!
Lukuá Tom y yo, nos fuimos al patio de Pékuat, mientras Sandra sentada al lado de Topo, lo acariciaba y peinaba con el cepillo que tanto le había gustado.
—Coge tus armas, chiquillo y ven hacia mí —me ordenó Lukuá, al tiempo que me señalaba el Quix y el Quaid, que estaban colocados al lado de la caseta de la cabra.
Me agaché a cogerlos, me di la vuelta, y una pelota hecha con papeles enroscados golpeó mi cara.
—¡Óscar! ¡Tienes que estar atento! ¡No puedes perder de vista al soldado en ningún momento, o te pasará esto! Pero sus bolas son de acero, y si te golpea la cabeza, hará que tus pies vayan hacia un sitio y tú cabeza mire hacia otro.
—¡Qué guay! ¡Serás como la atracción que vino al pueblo en las últimas fiestas! —dijo Tom de repente.
—¿Qué atracción? ¿Estuvo en vuestro pueblo un hombre con la cabeza hacia atrás? —preguntó Lukuá con cara de susto.
—¡Sí! —gritó Tom— Era “U home ca cara na espalda” y si le tirabas una bola, se reía.
—¿Pero de qué hablas? —insistió Lukuá.
—¡De nada, Lukuá! —aclaré yo rápidamente—: De un señor que vino a nuestro pueblo y que se ponía de espaldas a la gente; después se metía una bolsa de cartón en su cabeza y cuando se la sacaba, tenía una careta de una cara parecida a la suya, colocada por detrás de su cabeza. Después la gente le tiraba bolas y el señor saltaba. Y por todo esto, cobraba un uro.
—No entiendo mucho…. —dijo Lukuá pensativo.
—¡No importa! Tom, ¿¿¿puedes estar en silencio un momentito??? Por favor, ¿practicamos, Lukuá?
—Claro muchacho. Date la vuelta un momento.
Me di la vuelta, y al momento noté como la bola golpeaba mi espalda.
—¡Y otra vez lo has hecho! —me gritó Lukuá— ¡No puedes perder de vista al soldado! ¡Ainssss!!! ¡Venga! Coge el Quix y practica un poco contra el árbol.
Me agaché a recoger el Quix, y otra vez noté la bola en mi cabeza.
—¡Oye! —le grité enfadado a Lukuá—. ¿No puedes parar un poco con esa bolita?
—¿Eso le vas a decir mañana al soldado? ¿Qué se esté “quieto con la bolita”? Ja ja ja… —se rió Lukuá, para después gritar otra vez— ¡¡¡¡No pierdas de vista al soldado ni para coger tus armas!!! De lo contrario, no saldrás vivo de allí.
Me quedé pensando y digiriendo lo que me acababa de decir Lukuá, mientras observaba el cielo; ya estaba oscureciendo, y en seguida llegaría la hora de embarcar hacia las arenas de Lutecia para pelear con un soldado. Al pensarlo, me flaquearon las piernas y me caí al suelo.
—No puedo hacerlo… Lukuá, no puedo pelear con un soldado…. —le dije entre lloros.
—¡Claro que puedes, muchacho! ¡Levanta y ponte a practicar! —me ordenó Lukuá mientras me tocaba el brazo— Además, mañana te irás a pelear con mi pañuelo de la suerte; con ese pañuelo, ¡Siempre se gana!
—¿Un pañuelo de la suerte? ¿Qué es eso? —le pregunté al tiempo que me secaba las lágrimas con una manga.
—Un pañuelo que ya era de mis tatarabuelos, con el que se ganan todas las batallas. Pero debes practicar un poco ¡Venga! ¡Vamos!
Al oír a Lukuá decir esto, respiré un poco aliviado y me levanté del suelo. Cogí el Quix, lo tensé y le hice un Derrib al árbol.
—¡Muy bien, Óscar! ¡Veo que no te has olvidado! —me gritó Lukuá con cara de felicidad.
—¡Gracias! —le respondí al tiempo que me agachaba a coger el Quix para lanzarlo de nuevo. Según me agaché, noté otra vez la bola en mi cabeza, y a Lukuá regañándome:
—Óscar, Óscar, Óscar… ¡No pierdas de vista ni un momento al soldado! Ellos son muy rápidos y al menor despiste, te clavan la bola en la cabeza. ¡Concéntrate, por favor!
—¡De acuerdo! —le dije y preparé el Quix para hacer un Golpderrib— ¡Ahí vas!
Y lo lancé contra el árbol.
—¡Bravo! Muy bien, muchacho. Te están saliendo muy bien los lances. Mañana machacarás al soldado.
Le dije gracias mientras me agachaba a recoger el Quix, pero esta vez, recordé mirar al frente mientras lo cogía, y pude esquivar la bola que me acababa de mandar Lukuá.
—¡Bravo otra vez, muchacho! Ya empiezas a recordar todo —me gritó Lukuá sonriendo—. Pues venga, practica un poco más y entramos a descansar, que ya casi es de noche.
Así, estuvimos en el patio durante un buen rato. Lukuá intentó pillarme en alguna ocasión más desprevenido, pero afortunadamente, tenía muy presente que no debía perder nunca de vista al contrario, ni tan siquiera para coger aire.
—Bueno, ya podemos entrar —dijo Lukuá mientras apagaba la vela que nos iluminaba—. Estás preparado para vencer.
Y entramos todos al interior de casa de Pékuat. Yo me encargué de coger el Quix y el Quaid, y los dejé al lado de la puerta por la que íbamos a salir mañana. Tenía muy claro que si los olvidaba, al día siguiente sería “U home ca cara na espalda”. Encontramos a Sandra y a Topo dormidos encima del sillón.
—Sandra, Sandra… —le susurré mientras le movía un hombro— Vamos a cama a dormir.
Sandra dijo algo y se incorporó con los ojos aún cerrados. Yo la acompañé hasta la cama, y le ayudé a entrar en ella. La arropé, y después yo me puse la ropa de dormir. Cuando volví a la sala, Tom ya había bajado a Topo al suelo y se estaba acostando en el sillón, sin cambiarse de ropa. Estaba claro que estábamos todos muy cansados.
—Tom, ¿Y Lukuá?
—Fue a darle de comer a su cabra. Viene ahora.
—¡Ah! Vale. Buenas noches… —le dije, y me retiré a la habitación para dormir un rato antes del combate.

—¡Arriba chicos! ¡¡¡Es la hora!!!! ¡Hoy habéis dormido demasiado! —gritó Lukuá mientras nos quitaba las mantas de encima— ¡Venga Óscar! Levántate a comer algo que en seguida saldremos hacia las Arenas.
Al oír esto, mi corazón empezó a latir fuertemente. Abrí los ojos y vi a Lukuá sentado a los pies de la cama, y me di cuenta de que no era un sueño; hoy me iba a enfrentar a un soldado…
—¡Lukuá! —le grité al tiempo que saltaba de la cama— ¿Y si me corta la cabeza? ¿Qué hago?
—A ver… —me contestó Lukuá con toda la tranquilidad del mundo— Si te corta la cabeza, ya no tienes mucho que hacer, así que deberás evitar que lo haga; pero pocas cabezas he visto yo rodando por allí, así que se listo y hábil y le vencerás, y hoy regresarás a tu pueblo. ¡Venga! ¡Vamos a desayunar, qué enseguida estará el sol sobre nuestras cabezas! —me ordenó Lukuá que ya estaba saliendo por la puerta.
Me calcé las pantuflas y vi a Sandra a mi lado mirándome con los ojitos aún un poco cerrados.
—¡Buenos días, Sandra! ¿Vamos a desayunar?
—Óscar, ¿Y si hoy no vuelves? ¿Yo qué haré?
La pregunta me cogió por sorpresa, y tardé un rato en contestar preparando la respuesta.
—¿Eres tonta? ¡Sí que volveré! ¡Claro que volveré! ¿A dónde voy a ir? No te preocupes. ¡Volveré! —repetí esto varias veces, porque parecía que cuantas más veces lo decía, más posibilidades tenía de volver.
De repente recordé que teníamos que coger el Buryuá antes de que oscureciera, y me pareció útil dar nuevas instrucciones a Sandra, así que le dije:
—Escucha Sandra; lo único que puede pasar, es que me retrase un poco y no llegue antes de que oscurezca. Si esto pasa, Tom y tú debéis coger a Topo, atravesar el Buryuá y volver a Cómit, ¿Entendido?
—¿Y tú? ¿Te quedarás aquí?
—¡No! ¡No digas eso…! —le dije, y en ese momento, sentí un nudo en mi garganta.
Aclaré mi voz, y le di nuevas órdenes:
—¡Cuéntale todo a papá y mamá y ellos sabrán que hacer! ¿Vale?
—Vale… —respondió Sandra no muy convencida, mientras se calzaba sus pantuflas.
—¡Venga! ¡Vamos a desayunar!
Agarré su mano y salimos a la sala. Vi a Topo tumbado a lado de la chimenea.
—¡Buenos días, Topo! ¿Qué tal estás? —le dijo Sandra mientras se sentaba a su lado.
Topo emitió un pequeño ladrido y le chupó una mano.
—Ya veo que ya has desayunado, ¿eh? —le dije cuando vi un plato con un trozo de carne a su lado, medio comido.
Topo ladró, movió la cola, y se volvió a tumbar en la alfombra.
Caminamos hacia la mesa y vi que Tom ya estaba sentado en ella, comiendo como no podía ser de otra forma, una galleta de nata.
—¡Buenos días, dormilones! ¡Sentaros a comer que las galletas no esperan! —nos dijo con la boca llena.
Hicimos caso y nos sentamos en la mesa.
—Oye Tom; ya le he dicho a Sandra que si no regresamos a tiempo, vosotros debéis entrar en el Buryuá con Topo antes de que anochezca, ¿vale?
—¡Vale vale! —respondió mientras cogía otra galleta— No te preocupes, que yo me largo de aquí antes de que sea de noche. Pero volverás a tiempo, ¿no?
—¡Claro que volverá a tiempo! —respondió Lukuá que regresaba del patio con una jarra de leche en las manos—. Estaremos los dos antes de que anochezca.
—¡Oh! —gritó Sandra— ¡Se ha caído el último pétalo!
Todos miramos a la flor; efectivamente, ya no tenía ningún pétalo.
—¡Claro muchachita! —intervino rápidamente Lukuá— Porque hoy es vuestro último día aquí. ¡Vaya! Se me hecho corta vuestra estancia en Lutecia. ¿A vosotros no?
—¡No! —respondimos los tres al unísono.
—Ah… —dijo Lukuá levantando las cejas—. Bueno chicos, tomad la leche, haced vuestras cosillas en el campo y lavaos un poco la cara para despejaros, que enseguida saldrá el sol y Óscar y yo debemos ir a coger la barca.
Al oír esto, Tom y Sandra miraron hacia mí. Yo me arreé un buen pellizco para olvidarme de que iba a luchar con un soldado, y centrarme única y exclusivamente en lo que me dolía el brazo, y así no empezar a llorar. Pero creo que Sandra no se pellizcó; en su lugar, se levantó, me abrazó y empezó a llorar.
—¡Óscar, Óscar! ¡No puedes ir a ese sitio! No vayas, por favor…
—¿Cómo qué no puede ir? —exclamó Lukuá un poco alborotado— ¡Claro qué puede! No es que pueda, es que debe ir a Las Arenas. Pero no te preocupes, muchachita, que estaremos a tiempo. A la hora de la comida, entraremos los dos por la puerta. Confía en mí y en tu hermano, el gran Guerrero de Cómit.
Yo le acaricié la cabeza mientras le decía:
—Sí que volveré, Sandrita; no te preocupes. ¿Sabes que puedes hacer mientras tanto? Revisa esos libros de dibujitos a ver si encuentras algo de nuestra época, y después entre tú y Tom, preparadnos algo para comer, ¿eh?
—Bueno… ¿Pero es obligatorio que vayas a ese sitio? —insistió.
—Es obligatorio muchachita, porque si no va, los soldados vendrán a por mí y me machacarán la cabeza —dijo Lukuá—. Pero no debes preocuparte. Tu hermano es bueno con el Quix y el Quaid, y regresaremos a tiempo.
—¡Venga Sandra! Confía en mí y prepárame la comida para cuando regrese, ¿vale? —le pedí con una sonrisa intentando que se calmara un poco.
—¡Vale! —me respondió al tiempo que se sonaba los mocos con una servilleta.
Terminamos todos de desayunar, y nos lavamos la cara con la tina de agua que Lukuá nos había puesto para ello. Después cogí a Topo, y con él en brazos, salimos todos al baño-huerto. Cuando acabamos allí, regresamos al interior de la casa, nos cambiamos de ropa y regresamos a la sala.
Lukuá se acercó a mí con algo en sus manos.
—Mira Óscar —me dijo al tiempo que me enseñaba un pequeño pañuelo blanco, hecho de una fina tela un poco desgastada—. Es el pañuelo de la suerte de mi antepasado; Con él, vencerás.
Lukuá ató firmemente el pañuelo a mi muñeca, me dio una palmadita en la pierna y me dijo:
—Con lo que sabes y con este pañuelo, derrotarás al soldado.
Yo miré el pañuelo que tenía atado en mi muñeca. Lo toqué y sentí mucha tranquilidad y fuerza.
—¡Claro que venceré! ¿Ya hay que irse? —le pregunté a Lukuá con una sonrisa.
—Enseguida. En cuanto el sol esté sobre nuestras cabezas.
—¿Practico un poco con el Quix y el Quaid?
—Practica si quieres, pero tampoco te me vayas a cansar demasiado ahora, ¿eh?
Asentí con la cabeza, y me acerqué a coger mis “armas de guerra”. Cogí el Quaid, pues ayer había ensayado mucho con el Quix y yo creo que ya lo dominaba bastante bien. También cogí alguna de las revistas amarillentas que había en el estante de la sala, y salimos todos al patio.
—Escucha Tom, ¿Por qué no metes a Topo dentro de casa, no sea que sin querer le mande un rayo con el Quaid y lo deje tieso? Y entra tú también para cuidarlo, Sandra, pero antes dame un beso.
Sandra se acercó; me abrazó, me dio un beso, y se metió en el interior de la casa de Pékuat con Tom y Topo. Cuando estuvo el patio vacío de gente, repartí las revistas por el campo y me distancié un poco de ellas. A continuación, cogí el Quaid, lo agarré con fuerza y apunté al objetivo:
—¡Fuera de mi patio! —grité mientras le lanzaba un rayo de fuego.
Inmediatamente después, mis dedos se posaron sobre el botón verde, y salió un chorro de agua que apagó la pequeña hoguera en que se había convertido la revista.
—¡Has sido aniquilado! —sentencié.
—Oye Óscar, ¿por qué no practicas con el Quix y el Quaid al mismo tiempo, a ver qué tal se te da manejar los dos juntos? —me sugirió Lukuá.
—¡De acuerdo! —respondí y me acerqué a coger las dos armas.
—Lánzale un chorro de hielo a una revista, y acto seguido, hazle un Derrib al árbol — me propuso Lukuá mientras colocaba la revista al pie del árbol.
—¡Vale! —respondí, y apunté con el Quaid a la revista.
Apreté el botón azul y salió un chorro de hielo que acabó en el tronco del árbol. Inmediatamente me dispuse a lanzar el Quix, así que dejé el Quaid en el campo, cogí con mi mano derecha el Quix, y apunté….
—¡Óscar! —gritó Lukuá.
Miré hacia él, y un tremendo bolazo cayó en toda mi cara.
—¡Ayyy…! —protesté.
—¿Ya te has olvidado de lo qué pasa cuando pierdes de vista al enemigo? —me riñó Lukuá.
—No, pero… —intenté justificarme.
—¡No valen peros! —siguió sermoneándome Lukuá— Dentro de un rato estarás en las arenas, y todas tus armas serán el Quix, el Quaid y tu cerebro, así que usa todas, ¿Entendido?
—Entendido…
—No debes perder de vista ni un instante al soldado, ¿Entendido? —preguntó de nuevo Lukuá.
—¡Entendido! —aseguré un poco más convencido.
—Pues venga: Sigue practicando. Hazle un Golpderrib al árbol y luego lánzale un rayo… ¡No no no! Mejor un trozo de hielo, no sea que incendiemos el jardín de Pékuat.
—¡De acuerdo! —respondí sonriendo.
Fui a preparar el Quix para el Golpderrib, pero me di cuenta de que necesitaba las dos manos para hacerlo, así que deposité el Quaid en el suelo y cuando me estaba levantando, me cayó otro bolazo encima.
—¡Qué no puedes perder de vista ni un momento al soldado! —me gritó Lukuá rojo como un tomate.
—¡Es verdad! Lo siento…
—Por mí no lo sientas, jovencito. Siéntelo por ti que dentro de unas horas tendrás la cabeza llena de coscorrones.
Al oír a Lukuá decir esto me dieron ganas de llorar, pero vi el pañuelo de la suerte atado en mi muñeca y me estiré, respiré profundo, y le dije a Lukuá que me propusiera otro Lance.
—De acuerdo. Haz el de antes: Un Golpderrib y luego lanza un trozo de hielo.
Dejé el Quaid en el suelo, preparé el Quix para el golpe y lo lancé con todas mis ganas; rápidamente, recogí el Quaid del suelo sin perder de vista a Lukuá y le mandé un trozo de hielo al árbol.
—¡Bueno! —exclamé todo orgulloso—. Ahora me ha salido bien, ¿eh?
En ese momento, por tercera vez, Lukuá me mandó un bolazo a la cabeza.
—¡Te has quedado sin armas! Has de ser rápido, y mientras le lanzas un rayo de lo que sea al soldado, te acercas a él y recuperas el Quix.
—¡Qué barbaridad! ¡Pues sí que es esto complicado! —dije mirando al cielo y pensando que de allí no salía con cabeza.
—Pues claro que es complicado, pero no imposible. Has de ser rápido, listo y hábil. ¿Entendido?
—Si yo entender lo entiendo todo, pero llevarlo a la práctica es más complicado. Oye… ¿Por qué no engancho el Quix en alguna parte de mi cuerpo, para manejar bien el Quaid, sin tener que dejarlo en el suelo?
—Prueba a hacerlo. Busca algo donde engancharlo.
Me miré el cuerpo, y decidí sujetar el Quix con el cinturón. Me miré y sonreí: Parecía un vaquero.
—Parezco Larry el Sucio, ¿verdad? Ja ja ja…
—¿Y ese quién es? —preguntó Lukuá abriendo mucho los ojos.
—¡Da igual! —le respondí, y me preparé para intentar de nuevo derribar al árbol.
Así lancé el Quix contra el árbol haciéndole un Derrib, e inmediatamente después, empecé a correr hacia él desenfundando el Quaid. Al estar bastante cerca, le lancé un rayo de hielo y me hice de nuevo con el Quix. Me coloqué otra vez el Quaid en el cinturón y regresé al punto de partida.
—¡Bueno! ¡Ahora lo has hecho bastante bien!
—¿Sólo bastante bien? ¿Por qué “bastante”?
—Repite todo y te explico.
Así que una vez más preparé el Quix, lo lancé contra el árbol, corrí hacia él desenfundando el Quaid, le solté un rayo de hielo, recogí las armas, y regresé al punto de partida. Cuando estaba volviendo, otra vez una bola de cartón fue a parar en mi cabeza.
—¡Eso es lo que has hecho mal! —me gritó Lukuá— ¡Perder al soldado de vista! Has de regresar apurando el paso, pero marcha atrás. ¡No dejes de mirar al soldado! ¡Nunca!
—¡Vaaaale! ¡Vale vale vale! —exclamé mientras me preparaba para hacerlo de nuevo.
Y repetí todos los pasos que había dado antes, pero esta vez no perdí de vista ni por un momento ni al árbol, ni a Lukuá. Practiqué el Derrib, el Golpderrib, lancé rayos de agua, de hielo, de fuego a una revista… E hice todo esto, sin dejar de mirar al adversario. Finalmente, Lukuá me dijo:
—Muy bien, muchacho. Estás preparado para las Arenas de Lutecia. Ahora descansaremos un poco hasta que el sol esté sobre nuestras cabezas.
Así, entramos en el interior de la casa, y yo me acomodé en el sillón. Tom y Sandra leían cuentos encima de la alfombra, y al vernos llegar, Sandra se me acercó corriendo:
—¿Ya has vuelto?
—No Sandra; ni tan siquiera nos hemos ido. Vamos a descansar un poco y enseguida nos vamos; pero no te preocupes, que rápidamente regresaremos.
—Toma agua, muchacho, que supongo estarás seco —dijo Lukuá ofreciéndome un vaso de agua—. Después lávate la cara y las manos, mastica una hoja de menta y yo te refrescaré con agua de lirios para que huelas bien.
Obedecí e hice todo lo que me indicó Lukuá que debía hacer. Después, me estuvo salpicando hasta que estornudé, lo que hizo que se detuviera inmediatamente.
—¿Estás bien, muchacho? No te me resfríes ahora, ¿eh?
—¡Pues deja ya de mojarme!
—¡Está bien! Ya estás limpio y oliendo a lirios. ¡¡¡Delicius!!!
—¡Eh! —protesté ya harto de tanta historia— ¡Qué no soy un pollo!
—No te enfades, Óscar… Debes ir a las arenas sonriendo y relajado y así vencerás más fácilmente al soldado.
—Ya…
Descansamos un rato tumbados en el sillón de la sala, hasta que Lukuá salió al patio. Al momento regresó diciendo:
—¡Venga Óscar! ¡Arriba! Debemos irnos, porqué enseguida estará el sol sobre nuestras cabezas.
—¡De acuerdo! —respondí y me acerqué a darle un beso a Sandra.
—¿Ya te vas? —me preguntó.
—Sí, pero muy pronto volveremos. Tú cuida de Topo y me preparas después algo para comer, ¿Vale?
—¡Vale! —me respondió devolviéndome el beso.
—Oye Tom, léele algún cuento a Sandra y recuerda lo que hablamos antes, ¿de acuerdo?
—Sí sí, no te preocupes, que haré de profe durante un rato y recordaré las órdenes dadas. Pero tú debes ganar al soldado y volver a tiempo, ¿Eh?
—Pues claro, ya sabes que soy un Guerrero de Cómit, ¿eh? —le dije mientras chocaba mi mano contra la suya.
Después metí el Quix y el Quaid en una bolsa, me la colgué del hombro, y le dije a Lukuá que estaba listo para ir a pelear. Lukuá asintió y salimos los dos al exterior de la casa. Recorrimos el barrio de los gnomos y el de los humanos en silencio. Tan sólo hablamos para decirle “Buenos días” al señor Lalo, que estaba en la puerta del bar.
—¡Buenos días! ¿No entráis a tomar un mulsum o un vaso de leche? —nos dijo.
—Hoy no podemos; nos esperan los soldados de Colungo en el embarcadero para ir a luchar a las Arenas —respondió Lukuá.
—¿Quién va a luchar? —preguntó el señor Lalo con cara de susto.
—¡El chico! —respondió Lukuá señalando hacia mí.
—¿¿¿Y sabe luchar???
—¡Lo suficiente para ganar al soldado!
—¡Pues que tengas mucha suerte, muchacho! —me dijo el señor Lalo que ya estaba a mi lado dándome un abrazo.
—¡Gracias! —respondí un poco avergonzado y continuamos andando.
Enseguida llegamos al gran terreno, y vi al fondo del mismo, pegados al muro, a tres soldados. Por allí colocadas había unas cuantas personas más. Lukuá me dijo que era gente adinerada del pueblo que iría a ver el combate.
—¡Dios mío! ¡Tendré público! —exclamé.
—Claro muchacho, pero ellos sólo miran. No hacen nada más, así que olvídate de ellos.
—¿Vosotros sois los qué vais a luchar? —gritó de repente un soldado.
—¡Sí señor! ¡Somos nosotros! —respondió Lukuá.
—¡Pues apurad el paso que llegáis tarde! —gritó otro de los soldados.
Lukuá y yo obedecimos y aceleramos el paso; en un momento ya estábamos a su lado, junto a la puerta que sólo se abría para ir a Las Arenas.
—¿Quién va a luchar? —preguntó el mismo soldado.
—Yo.
—¿Y tú a qué vienes? —le preguntó a Lukuá.
—Soy su entrenador, así que debo estar junto a él.
El soldado dudó y miró a los otros soldados, que asintieron con la cabeza. Volvió a mirar hacia nosotros y dijo:
—¡De acuerdo!
Después se giró para meter una llave en un gran candado que cerraba la puerta. Cuando la abrió, pude ver una escalera que conducía a algo parecido al espigón de un puerto, y varias barcas por allí desperdigadas
—¡Seguidme! —nos ordenó.
Así cruzamos la puerta tras el soldado, bajamos la escalera y accedimos a una barca dorada. En su interior nos sentamos y los soldados nos cubrieron con una lona.
—¿Qué ocurre? —le susurré a Lukuá.
—Nos tapan para que no veamos nada —me respondió, y se acomodó un poco mejor en el banco que ocupábamos.
—¡En marcha! —oí gritar a un soldado y enseguida empezamos a movernos.
Un rato después, que a mí se me hizo eterno, la embarcación se detuvo. Un soldado retiró la lona que nos cubría y nos ordenó que bajásemos. Obedecimos y saltamos a la tierra. Observé el lugar al que acabábamos de llegar, pero sólo vi frente a nosotros un pequeño monte, y en medio de él, una construcción bastante grande hecha en piedra.
—¡Seguidme! —nos ordenó ahora otro soldado, y empezamos a caminar tras él.
Los otros dos, iban detrás escoltándonos. Poco a poco iban llegando las demás embarcaciones que habían partido con nosotros, y la gente que las ocupaba, corría hacia la construcción donde sería el combate; supuse que apuraban el paso para llegar a tiempo al “espectáculo”.
Casi corriendo, empezamos a subir unas escaleras y llegamos al edificio de piedra. Los soldados no indicaron que cogiésemos una puerta, mientras los “mirones” se desplazaban hacia otra parte del edificio.
Cruzamos la puerta tras el soldado, y llegamos a una especie de recibidor, en el que había muy poca luz y que olía muchísimo a humedad. Allí había colocadas dos puertas. El soldado no señaló una de ellas:
—¡Entrad ahí! El que vaya a luchar que se prepare para ello, porque en muy poco tiempo saldrá a las arenas a luchar. ¿¿¿Entendido???
—¡Entendido señor! —respondió Lukuá, que con una mano me indicó la puerta que debíamos coger.
Y así accedimos al interior de una habitación, más oscura todavía que el recibidor y con un asqueroso olor a humedad y podredumbre.
—¡Puajjj! ¡Qué mal huele! —dije al entrar allí.
—Será de alguna rata que hay por ahí muerta —dijo Lukuá.
—¿Qué? ¿Aquí hay ratas?
—Si alguna se escapó de las fauces de Colungo, estará por aquí escondida.
—¿Colungo come ratas? —pregunté, torciendo la boca del asco.
—Supongo… —dijo Lukuá con cara de condescendencia— Semejante elemento, comerá todo lo que se mueva y se le cruce por delante.
—Ufff… ¡Pues menos mal que no se ha comido a Topo!
—Demasiado grande; no le cabría en una barra de pan…. ¡Bueno venga! ¡A prepararse!

 

Me quedé mirando al suelo un poco bloqueado, pensando en lo que Lukuá me acababa de decir. Me estaba imaginando a Topo dentro de una barra de pan, y me asustó Lukuá cuando gritó de nuevo:
—¡Venga Óscar! ¡Despierta! ¡Hay que buscar la ropa de lucha, que enseguida vendrán a buscarte para que salgas a pelar!
Al oírlo, moví mi cabeza y regresé a la realidad. Contemplé el habitáculo en el que estábamos, y aunque se veía muy poco, divisé hacia el fondo un baúl y frente a él, un taburete con sólo tres patas.
—¡No te sientes ahí! —me advirtió Lukuá— Ese taburete es así, para ir eliminando enemigos y que no combatan en la arenas.
—¿Cómo? No entiendo…
—¿No ves qué sólo tiene tres patas?
—Si… —respondí mirando hacia la silla— Pero… ¿Cómo se sujeta en el suelo?
—Porque el suelo tiene agujeros donde encajan las patas, y así se aguanta la silla. Pero con un poco de peso encima, ya no aguanta y se rompe. ¿Qué pasa entonces? Pues la silla y el que esté encima de ella, van a parar al suelo. ¿Y qué pasa al tocar el suelo? Pues que se abre una trampilla que conduce a una oscura celda, donde viven bestias como la que vimos en el sótano del castillo, y que harán del nuevo visitante un delicioso manjar.
—¡Oh! ¡Dios! ¡Qué animalada! —fue todo lo que se me ocurrió decir, mientras guardaba distancias con la diabólica silla.
Nos acercamos los dos hasta el baúl, y Lukuá se dobló un poco para abrir la tapa. Inmediatamente, saltó de ella una rata gris y gorda enseñando sus dientes. Lukuá se cayó hacia atrás, y la rata le pasó por encima, en su carrera hacia la puerta para escapar de allí.
—¿Estás bien, Lukuá? —le pregunté mientras le ayudaba a levantarse del suelo.
—¡Yo sí! No estará tan bien Colungo cuando se entere que se le ha escapado un bocadillo de rata… Bueno, miremos en el baúl a ver que encontramos.
Nos acercamos de nuevo al baúl, y Lukuá metió una mano en él. Sacó de allí un trozo de tela acartonada, doblada por la mitad. La estiró, la miró y se la probó; tan sólo le tapaba media cabeza, y además por la parte de arriba, se veía un gran agujero.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—El casco que has de llevar puesto. ¡Pruébatelo! —me dijo mientras se lo sacaba de la cabeza y me lo pasaba.
Cogí el casco, lo observé detalladamente y no muy convencido, me lo probé. Al verme, Lukuá soltó una tremenda carcajada:
—Ja ja ja…Ja ja ja… ¡Pareces mi madre cuando se ponía un pañuelo en la cabeza para que no le quemara el sol! Ja ja ja…
Al oír esto, me sentí aún más ridículo y me lo saqué inmediatamente.
—¡Oye, Lukuá! ¿Te hace gracia pensar qué voy a luchar con un soldado sin casco? —le dije todo enfadado.
—No no no… Ja ja ja…Perdóname pero no puedo evitarlo…Ja ja ja…..
—¡Lukuá! —grité enfadado— ¡Vendrán a por mí y saldré a luchar sin nada!
—¡Está bien! ¡Lo siento! Bueno, tú tranquilo. Veremos que más hay por ahí… —dijo Lukuá y volvió a meter una mano en el baúl.
Lo siguiente que sacó de ella, fue un protector del cuerpo, bastante grande. Dijo que me lo pusiera por delante del cuerpo y que me diera la vuelta. Cuando lo hice, Lukuá se subió al baúl y me ató dos cuerdas por la espalda, con las que el protector se quedó pegado a mi cuerpo.
—Oye… —dijo con tono de admiración— ¡Esto protegerá bastante tu cuerpo!
Yo me estiré, junté las manos en mi espalda, y dije:
—Bueno, por lo menos esto me protegerá de las bolas que aterricen en mi cuerpo, ¿verdad?
—¡Claro que sí, muchacho!
Me llevé una mano al pecho y me di un manotazo, para comprobar que efectivamente no sentía nada, pero con el golpe, el protector se hundió hacia dentro.
—¿Pero qué es esto? ¿Un protector de cartón? —dije mientras tiraba de él para quitármelo.
—¿De cartón? —repitió Lukuá.
—¡Eso parece! —contesté, mientras se quedaba en mis manos la mitad del protector.
—¡Maldito Colungo! No te dan protección. Toda la protección que tienes eres tú, con el Quix y el Quaid. ¡Maldita sea!
—¡Oh, no! ¿Y ahora qué hago?
—No sé… —dijo Lukuá dando vueltas alrededor de la habitación.
Instantes después, dijo:
—¡Un momento! —y se acercó con cuidado al taburete de tres patas.
Lo estuvo mirando, y después me dijo:
—Óscar, acerca el baúl hasta aquí. Yo contaré, y a la de tres, levantaré la silla y tú inmediatamente empujarás el baúl hasta el sitio que deje libre el taburete. ¿Me has entendido?
—Sí, claro.
—¡Pues venga! ¡Acércalo! A ver si no pesa mucho y lo mueves bien.
Me incliné sobre el baúl y lo moví sin demasiado problema.
—¡Muy bien! —dijo Lukuá—. ¡Vamos allá! A la de una, a la de dos, y ¡A la de tres!
Tras decir eso, Lukuá movió la silla hacia un lado y yo inmediatamente, empujé el baúl para que no se abriese la trampa que conducía a la habitación de las bestias.
—¡Perfecto! ¡Muy bien! Bueno, veamos ahora que podemos hacer con este taburete…
Y empezó a mover una de sus patas repetidamente. Al cabo de un rato se quedó con ella en sus manos.
—¡Vualá! —exclamó con una sonrisa mientras iba moviendo las otras patas del taburete.
Un poco más tarde tenía en sus manos la tabla central de taburete, el sitio donde la gente pone sus posaderas para sentarse. La miró por ambos lados, y me ordenó que le acercase el casco que tanta gracia le había hecho antes. Se lo pasé, lo estiró todo lo que pudo, y en un momento ya lo había colocado alrededor de la tabla.
—Bueno muchacho, llevarás esto por casco —dijo Lukuá mientras me lo enseñaba—. Ahhhh…. ¡Un momento! Hay que colocar algo con que sujetarlo a tu cabeza… ¡Mi cinturón!
E inmediatamente se quitó el cinturón de su cuerpo; introdujo un extremo por encima de la tabla del taburete, lo sacó por el otro lado y mostrándomelo, gritó:
—¡Pruébate tu casco, por favor!
Lo cogí de las manos de Lukuá, me lo puse encima de la cabeza y me até los dos extremos del cinturón bajo la barbilla. No muy convencido con el nuevo artilugio, miré a Lukuá y le pregunté:
—¿A quién me parezco ahora? ¿A tu madre cuando iba a lavar ropa al río con una tabla en la cabeza?
—No no no… —respondió Lukuá disimulando una sonrisa que se le escapaba por la boca— ¡Ahora estás perfecto! Por lo menos te protegerá de los bolazos en la cabeza.
—¿Y por el cuerpo? ¿Qué llevo?
—¡¡¡Salgan ustedes del cuarto!!! —gritó un soldado de repente.
Lukuá me miró y me dijo en voz bastante baja:
—El Quiz, el Quaid, la pulsera, tu inteligencia y que eres el Guerrero de Cómit. ¡Vamos allá!
Tras decir esto, caminó hacia la puerta. Yo recogí el Quix, me enfundé el Quaid en el cinturón, y le seguí. Allí fuera había dos soldados esperándonos. Se fijaron en mi casco, comentaron lo guapo que estaba, y se echaron a reír. Yo me avergoncé un poco, pero Lukuá murmuró que no hiciera caso.
—¡Caminen! —gritó uno de los soldados, indicando con su lanza que siguiéramos en línea recta.
Al fondo del pasillo había una puerta, que uno de los soldados abrió y empezamos a subir por unas escaleras colocadas tras ella. Al final de las mismas, caminamos por un pequeño rellano que conducía a otras escaleras. Las subimos, y salimos a una zona exterior.
—El anfiteatro… —susurró Lukuá.
Se trataba de una gran superficie circular cubierta de arena, rodeada por unas gradas de piedra donde estaba sentada bastante gente aplaudiendo y gritando.
—¡Tú espera ahí! —le gritó un soldado a Lukuá, ordenándole que se colocase en una grada al lado de las escaleras— ¡Y tú ven conmigo!
Yo miré a Lukuá, que asintió con la cabeza al tiempo que me deseaba suerte. Así que comencé a caminar detrás del soldado. Atravesamos toda la superficie circular, y nos detuvimos al llegar al fondo. El soldado me ordenó que mirase hacia arriba, y que hiciese una reverencia después. A continuación, empezó a gritar:
—¡Excelentísimo, grandísimo Señor Colungo! ¡Aquí le traigo a quien ha osado romper la paz de Lutecia para que se enfrente al soldado Rambón!
Tras decir esto, señaló a un lateral de la plaza y todos miramos hacia allí. No podía creer lo que estaba viendo:
Un soldado, tan alto y tan ancho como dos veces yo, empezaba a caminar rápidamente hacia mí. En su cabeza llevaba colocado un inmenso casco dorado, agarrado a su barbilla por una cuerda que presionaba su cara y hacia que le sobresalieran a ambos lados de la misma, unos prominentes mofletes rojos. Su cuerpo grande y gordo, lo llevaba protegido por una armadura de metal. Tan sólo llevaba al descubierto sus piernas y sus brazos, de los que salían músculos del tamaño de mi cabeza. Con ambas manos, sujetaba un par de bolas de acero de un tamaño similar a su casco.
—¡Dios mío! ¡Estoy muerto! —le dije al soldado que me acompañaba en ese momento.
—¡Ahí te quedas! Ja ja ja… —se rió el soldado mientras regresaba al sitio donde se estaba sentando Lukuá.
Y yo me quedé allí sólo, inmóvil, contemplando al gigante que se acercaba hacia mí. Pensé en correr y miré a mí alrededor, a ver si localizaba algún sitio hacia dónde escapar; pero no localicé ningún lugar que me diese confianza. Sabía que por más que corriera, me alcanzaría y me haría trizas, así que volví a mirar hacia el gigante. Y una vez más pensé en huir. Pero era imposible. El gigante Rambón ya estaba bastante cerca, y ahora llevaba levantado un brazo.
—¡Me va a lanzar una bola! —pensé, así que desenfundé el Quaid, y me preparé para apretar el botón naranja y mandarle un rayo de fuego.
Cuando tuve al soldado bastante cerca, le lancé el rayo; pero el muy animal lo esquivó y me mandó un bolazo de acero. Yo también traté de esquívalo, y me giré al tiempo que me colgaba el Quaid en el cinturón; pero no fui bastante rápido y la bola rozó mi espalda. Vi estrellas de todos los colores, pero reaccioné al ver al soldado levantando el otro brazo, para lanzarme la segunda bola.
Coloqué el Quix entre mis manos y le lancé como pude un Derrib; la cadena llegó al soldado, y se enroscó en una de sus piernas, pero en lugar de tirar al soldado, debió de hacerle cosquillas porque se echó una carcajada. De repente, Rambón empezó a correr. Yo pensé que escapaba, pero para mi frustración, descubrí que corría para recuperar la bola que me acababa de lanzar. Reaccioné y yo también salí corriendo en busca del Quix, que afortunadamente no había ido muy lejos, sin perder al soldado de vista; aún estaba recogiendo las bolas del suelo. En ese momento vino a mi cabeza Manu, el profe de Taekwondo en el cole; recordé sus palabras diciendo que debíamos concentrarnos para conseguir equilibrio entre mente y cuerpo.
Así que me concentré, y decidí hacerle un Tumbing con el Quix, porque creía que era el golpe más adecuado en ese momento. Levanté las cadenas con ambos brazos, las tensé y las lancé hacia mi enemigo. Mis cadenas cumplieron su objetivo, y al llegar al soldado, se enroscaron alrededor de su casco y la bola grande le dio un mamporrazo. Pero para mi desgracia, le atizó por la parte de atrás del casco y no en la cara; supuse que poco debió de hacerle aquel golpe, porque de repente, puso la cara más fea que he visto en mi vida y mientras arrojaba el Quix al suelo, me lanzó una de las bolas con todas sus ganas; incluso sacó la lengua para coger fuerzas. Intenté escapar de ella, pero me pilló por la retaguardia atizando mis posaderas, y una vez más, vi estrellas de todos los colores.
Cuando reaccioné me di la vuelta, justo a tiempo para ver como se me acercaba volando la otra bola a la cabeza, que rozó mi horroroso casco antes de llegar al suelo. Me quedé grogui; veía torbellinos y rayos dando vueltas alrededor de mi cabeza. Estaba aturdido y oía los gritos del público como un murmullo de fondo. No podía pensar, y sólo era capaz de mirar a mi alrededor en busca de una solución a aquella horrorosa situación en la que estaba inmerso.
Y una vez más pensé en Manu: ¿Por qué rayos no nos había explicado que hacer, cuando te hace una súper llave el contrario? Seguí mirando hacia todos lados, a ver si encontraba la solución a aquella horrorosa situación. Enfrente de mí en la distancia, localicé a Lukuá haciéndome gestos; creí entender que me decía que me acercase a él e intenté levantarme, pero no lo conseguí. Estaba muy mareado, y seguía viendo rayos y centellas a mi alrededor. De repente vi otra vez a Rambón acercarse a mí. Estiró una mano, me agarró de un brazo y me levantó del suelo, al tiempo que me decía:
—¡Levanta! Aún no he acabado contigo.
—Pues poco te falta… —le dije mientras hacía maravillas para sujetarme en pie.
De pronto me fijé en mi muñeca y vi el pañuelo que Lukuá me había atado en ella. Esto me dio fuerzas e hizo que me mantuviese firme sobre la arena. Vi el Quix en el suelo y decidí ir a por él, pero antes, desenvaine mi espada, apunté al feo soldado que se alejaba de espaldas, y le lancé un rayo de fuego en un brazo.
El soldado empezó a gritar tocándose el brazo, farfulló unas palabras que no entendía, puso la misma cara que pone un león cuando ataca a un ciervo para engullírselo, y acto seguido me lanzó las dos bolas de acero juntas. Por fortuna para mí ya había empezado a correr para recuperar el Quix, y tan sólo me alcanzó la segunda bola en una mano. Me dolió muchísimo, pero creo que gracias al pañuelo que llevaba colocado en esa mano, pude seguir corriendo y recuperé el Quix.
Aproveché el momento en que el soldado estaba agachado recogiendo sus bolas, para escapar de él y acercarme a Lukuá. Llegué cojeando y muy cansando; me apoyé en el muro que rodeaba la pista y vi al gigante corriendo hacia mí. Entonces oí como Lukuá me decía:
—Quédate quieto y descansa un poco. Espera a ver que hace él.
—¿¿¿Esperar a ver qué hace??? ¿Te has vuelto loco? —le dije con la voz entrecortada— ¿Acaso lo dudas? ¡¡¡Echarme otro bolazo!!!
—¡Espera! —repitió Lukuá.
—¡¡¡Muévete de ahí!!! —me gritó el soldado.
—¡No te muevas, que aquí colocado, no puede lanzarte bolas! ¡Lánzale tú un rayo más! —me ordenó Lukuá.
Ahora lo entendí: Allí colocado no me podía lanzar bolas porque si apuntaba un poco mal y la lanzaba por encima del muro, irían directas al público. Así que apunté con el Quaid para lanzarle otro rayo de fuego, pero mis dedos apuntaron mal y le lancé un rayo de hielo, que golpeó uno de sus gordos mofletes. Ni siquiera se inmutó y otra vez gritó:
—¡¡¡Muévete!!!
Pero en lugar de moverme apunté otra vez con el Quaid, y esta vez sí que le lancé un rayo de fuego que rozó su cara. Puso expresión de dolor, se tocó el gordo moflete con una mano, soltó las bolas de acero y vino a por mí. Al llegar a mi lado me gritó
—¡Te he dicho que te movieras!
A continuación me agarró por los hombros, me levantó del suelo y me lanzó al centro de la pista. Cuando aterricé, comí arena por todos lados y vi todo de color blanco. Intenté levantarme pero mi cuerpo no obedecía órdenes. Seguí un rato tumbado en el suelo hasta que Rambón llegó a mi lado, y me gritó una vez más:
—¡¡¡Levántate!!!
—Ya quisiera yo… —le respondí y volví a hundir mi cara en la arena.
De repente noté como Rambón me agarraba por la espalda y me levantaba. Enterró mis pies en la arena y me sujetó hasta que recuperé el equilibrio. Allí plantado como un pino, sacudí la arena de mi cara y vi al soldado alejarse; Después se dio la vuelta, levantó una mano y me arrojó una bola que fue directa a mi cabeza. Sentí como la tabla que llevaba colocada a modo de casco se rompía, y noté que a ambos lados de mi cabeza caía un trozo de madera. Creo que perdí el conocimiento y fui a parar al suelo.
Un tiempo después, que no sé si fue mucho o poco, me despertó el público gritando: ¡¡¡Rambón!!! ¡¡¡Rambón!!!, y vi al soldado dando vueltas por la plaza con los brazos en alto. Giré la cabeza hacia el otro lado, y divisé a lo lejos a Lukuá levantando los brazos, como si me pidiera que me acercase a él.
—Ya me gustaría ir contigo… —murmuré, y volví a hundir mi cabeza en la arena de aquel maldito lugar.
Escuchando los gritos del público aclamando al soldado Rambón, empecé a susurrar:
—Esto es una injusticia. El soldado es tres veces yo, y encima lleva la cabeza y el cuerpo protegidos. Yo soy un niño de once años, no soy un guerrero…
Pero no tenía voz para empezar a gritar, y si lo hacía, no creo que nadie me escuchara. Ojalá estuviera en casa de Pékuat, con mi amigo Tom, leyéndole un cuento a Sandra…
—¿Un cuento a Sandra? —exclamé de repente— ¡Las palabras del abuelo de Pékuat! ¿Cómo eran las palabras que dijo él en Las Arenas?…… ¿¿¿¿Cómo eran????
Rápidamente limpié mi cara de arena y desenterré mis pies; me incorporé un poco, y haciendo un terrible esfuerzo, crucé los brazos por encima de mi cabeza y empecé a recitar:
“Tierra, mar y aire; juntad toda vuestra fuerza en mi interior, para que al salir de mi cuerpo, el señor Abra… ¡Colungo! y su séquito, sepan que nadie tiene más poder que vos, madre naturaleza”.
Pronuncié estas palabras con los ojos cerrados, pero enseguida los volví a abrir porque se había formado un gran silencio en la plaza. Busqué al soldado y lo vi en el centro de la pista, inmóvil, mirando hacia un enorme torbellino de arena que se le estaba acercando. El torbellino enseguida lo envolvió, y el soldado desapareció de mi vista.
Me levanté bastante animado e impactado ante lo que yo acababa de hacer. ¡Había conseguido formar un torbellino de arena en la plaza! Ahora si me sentía como el Guerrero de Cómit. Me acerqué un poco al soldado y al torbellino de arena, y recordando lo que había hecho el abuelo de Pékuat, preparé el Quix para lanzarle un Tumbing en cuanto se deshiciera el torbellino y consiguiera verle la cara. Un buen rato después, durante el cual la plaza estuvo prácticamente en silencio, la arena poco a poco fue volviendo a colocarse en el suelo. Miré al soldado; estaba inmóvil y todo blanco. Parecía una estatua de arena. Preparé el Quix y le lancé un Tumbing. Me salió perfecto. Las cadenas se enroscaron en su cabeza y en sus hombros y finalmente, la bola le dio en toda la cara. A continuación, decidí mandarle un chorro de aire que lo empujara y lo tirara al suelo. Apunté con el Quaid hacia su barriga, apreté el botón azul, y salió un chorretazo de aire que retiró la arena de su cuerpo, pero también lo mandó al suelo. Por último le disparé un rayo de fuego que, como mínimo, le calentó la barriga. Y una vez más me acerqué a él, recuperé el Quix, y se lo lancé con todas mis fuerzas encima. La gran bola de acero le golpeó de nuevo en toda la cara, que al momento se le puso negra como una uva. Rambón cerró los ojos y se quedó inmóvil, medio enterrado en la arena.
Momentos después el público empezó a aplaudir al tiempo que gritaba “¡Óscar! ¡Óscar!”. No podía creer lo que estaba oyendo. Me giré un poco y vi a Lukuá aplaudiendo y gritando ¡Óscar! ¡Óscar!
—¡Sí! —pensé— ¡Lo he conseguido! ¡Soy un Guerrero! ¡¡¡El Guerrero de Cómit!!!
Volví a mirar al soldado Rambón que estaba tirado en el suelo, quieto como una estatua. No movía nada de su cuerpo.
Un buen rato después mi adversario seguía sin moverse, y entró en la plaza un carro tirado por dos caballos y conducido por dos soldados. El carro se paró al lado de Rambón y se bajaron los dos soldados; Uno de ellos abrió la tabla trasera del carro, y los dos tiraron de Rambón por los pies hasta que estuvo cargado en el carro. A continuación, condujeron a los caballos hasta situarse bajo el palco de Colungo. Colungo estiró un brazo, y enseñó el pulgar de la mano derecha hacia abajo. Seguidamente empezaron a sonar trompetas y el carro salió de la plaza por donde había entrado hace unos momentos.
A continuación se acercaron a mí otros dos soldados y me indicaron que los siguiera.
—¿Dónde está el que te entrena? —me preguntó uno de ellos.
—¡Ahí! —respondí señalando a Lukuá.
Nos acercamos a él y los soldados le dijeron que nos acompañara. Lukuá se colocó a mi lado y me dio una palmadita en la pierna, al tiempo que me susurraba “Enhorabuena, Guerrero de Cómit”. Yo sonreí echando mis hombros hacia atrás. Caminamos un poco tras los soldados, paramos bajo el palco de Colungo y empezamos a subir unas escaleras que conducían al mismo. Entramos y nos situamos todos delante de Colungo. Los soldados hicieron una reverencia y Lukuá que también la estaba haciendo, me pellizcó una pierna para que yo también me doblase. Después los soldados se apartaron y nos dejaron frente a Colungo, que en ese momento tenía una pata de un animal en sus manos.
—¡Dios mío! —pensé— ¡Me va invitar a comer eso!
Pero no. Al momento se lo llevó a su boca, le arreó un mordisco y lo dejó en una fuente que tenía a sus pies. Con restos de grasa en sus manos, me acercó una para que se la chocase. Yo hice una reverencia y le di mi mano, notando la suya asquerosamente pegajosa.
—Felicidades, petit porc. Has derrotado a Rambón. Ja ja ja…
—Gracias Grandísimo Señor —respondí, y dudando de si debía hacerlo o no, hice otra reverencia.
—Y felicidades a ti también, petit petit porc —le dijo a Lukuá, que también hizo una reverencia al tiempo que daba las gracias.
—Bueno, pues ya sabes el premio por vencer a un soldado: Un Bote de Cola Mágica y una Flor del Tiempo —dijo Colungo, al tiempo que ordenaba a un soldado que le acercara una.
El soldado asintió con la cabeza y caminó hacia la parte de atrás del palco; un buen rato después se acercó de nuevo a Colungo, pálido como una hoja de mi libreta del cole. Tosió, cogió aire, y habló con voz temblorosa:
—Grandísimo, guapísimo y excelentísimo Sr. Colungo: Se han acabado las flores…
No había acabado de hablar, cuando le interrumpió Colungo gritando rojo como un tomate:
—¿¿¿Cómo qué se han acabado??? ¿¿¿Has mirado bien, burro pirado???
El soldado bajó la cabeza y dijo un minúsculo “sí”. Colungo se levantó del sillón, como si hubiese saltado un resorte bajo sus posaderas. Se acercó al soldado, se echó un tremendo eructo en toda su cara y le asestó una buena bofetada.
—¿Cómo qué se han acabado las flores? ¿Te has olvidado de plantar flores nuevas o te has olvidado de reponerlas en la estantería? —le preguntó al tiempo que le asestaba otra bofetada en el otro moflete.
—Yo no me he olvidado de nada, excelentísimo y grandísimo señor. Yo no estaba aquí en el último combate, por tanto, yo no supe que se habían acabado las de la estantería.
—Sí sí, ya, pero…. ¿¿¿Por qué no revisaste antes de empezar el combate???? —le gritó Colungo al tiempo que le arreaba un pisotón.
—Porque llegué con el tiempo justo. Estaba enfermo en cama cuando fui llamado para darle protección a usted, mi grandísimo señor.
—¡¡¡¡Encima!!!! ¡Fuera de mi vista! ¡Vete a la bañera de desinfección ahora mismo! El agua hirviendo, matará todos tus gérmenes. ¡Fuera! ¡Ya!
—¡Sí señor! —dijo el soldado al tiempo que hacía una reverencia y empezaba a desplazarse marcha atrás por el palco.
—¡Un momento, pirado! —gritó otra vez Colungo.
El soldado se quedó quieto.
—¡Dígame usted, grandísimo!
—¿Y la cola? ¿También se ha acabado la cola?
—¡No, grandísimo señor! He depositado el bote sobre la mesa que está a su lado.
Miré hacia allí, y vi un pequeño tubo sobre la mesa que el soldado indicaba.
—¡Está bien! ¡Fuera de mi vista!
El soldado siguió desplazándose marcha atrás por el palco, hasta que desapareció de nuestra vista.
—¡Soldado! —gritó Colungo a otro de los soldados allí presentes— ¡Ve al almacén y busca otra flor del tiempo! ¡Hazlo inmediatamente!
—Sí, excelentísimo y guapísimo señor Colungo —exclamó el soldado, mientras hacía reverencias y salía del palco.
—Tomad asiento en las gradas que aún tardará en volver, petit porcs —nos dijo Colungo a nosotros—. Oiréis trompetas cuando regrese. ¡Fuera de mi vista inmediatamente!
—¡Sí señor! —dijimos Lukuá y yo, al tiempo que íbamos haciendo reverencias, y salíamos marcha atrás del palco; Colungo se postró de nuevo en el sillón, y continuó comiendo la pata de animal que tenía entre sus manos.
Cuando ya estábamos de vuelta en las gradas, nos sentamos en un sitio muy próximo al palco, vacío de gente que pudiera entablar conversación con nosotros y descubrir quién era yo en realidad.
—Bueno muchacho, sólo nos queda esperar… —susurró Lukuá, recostándose un poco hacia atrás.
—Ya… —respondí— ¡Qué remedio!
—Oye, ¿cómo has hecho eso último? —me preguntó.
—¿El qué?
—Lo del torbellino de arena.
—¡Ah! —respondí, muy orgulloso de que Lukuá me preguntara como hacer algo a mí— Repetí algo que hizo el abuelo de Pékuat con el señor Abralungo.
Lukuá saltó hacia delante con cara de susto.
—¿Has hablado con el abuelo de Pékuat? ¿Dónde?
—¡No no no… ! —respondí sonriendo— Lo leí en un libro de su casa que cuenta la historia de su abuelo.
—¿De verdad?
—De verdad…
—¿Y por qué yo no conozco ese libro?
—¡Y yo qué sé! ¡Qué pregunta!
—Ya… —dijo Lukuá y se quedó pensativo mirando hacia el suelo— Oye, ¿y dónde está ese libro?
—Ya te lo he dicho… En casa de Pékuat…. —respondí bostezando, un poco cansado de tanta pregunta y de la pelea que acababa de tener.
—Pero en casa de Pékuat, ¿dónde?
—¡Ay, Lukuá! Te estás poniendo un poco pesado con tanta pregunta: En las estanterías de la sala, ¿te vale?
—Sí…
—Cuando regresemos, lo buscas y lo lees antes de acostarte, ¿eh? —le propuse, dando por zanjada la conversación.
Miré a mi alrededor. Las personas que había por allí, estaban unas comiendo y otras durmiendo la siesta; como nosotros no teníamos comida, opté por dormir un poco, así que me acomodé como pude en la grada y cerré los ojos.
De repente un ruido me despertó. Entreabrí los ojos, y vi a Lukuá encima de mí dándome golpes en la cara.
—¡Despierta! ¡Despierta! ¡Ya han sonado las trompetas!
—¿Qué trompetas? —pregunté aún medio dormido.
—¡Las trompetas que anuncian que ya está aquí la flor del tiempo! ¡Debemos ir al palco! ¡Vamos!
Yo me estiré, froté mis ojos y eché un vistazo a mi alrededor. Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que ya no había nadie por allí. Estábamos completamente sólos en aquel horroroso sitio, y el sol ya no estaba sobre nuestras cabezas. Pensé esto último otra vez, y recordé que debíamos volver a la burbuja gigante antes de que oscureciera.
—¡Lukuá! ¡Lukuá! ¡El sol! —le grité asustado, mientras me movía como podía tras él.
—El sol sigue ahí; no se ha ido… —me contestó, y siguió subiendo por las escaleras.
—Pero debemos regresar antes de que oscurezca… —le recordé casi llorando.
—Ya lo sé chiquillo, y regresaremos. ¡No te preocupes!
Dijo esto y terminamos de subir los últimos escalones. Casi no podía mover brazos ni piernas de lo que me dolía. Respiré profundamente, sentí dolor por todo mi cuerpo, e hice un último esfuerzo para acceder al palco y salir de allí lo más rápido posible. Entramos en él, pero tan sólo nos esperaban dos soldados y una mesa, donde había colocados una flor como la que nos había dado Pékuat tres días antes y el bote de la cola.
—Buenas tardes —dijo Lukuá—. El grandísimo Colungo ordenó que recogiéramos la flor del tiempo cuando sonaran las trompetas.
—Sí —contestó el soldado y de nuevo se quedó en silencio.
—Pues ha eso hemos venido —insistió Lukuá.
—Sí —contestó el otro soldado.
Lukuá y yo nos miramos. Después Lukuá miró al cielo, y habló por tercera vez:
—Hemos venido a recoger el Bote de Cola Mágica y la Flor del Tiempo. ¿Quién nos la entrega, por favor?
—El señor Colungo, claro —respondió un soldado sin inmutarse.
—¿Y dónde está el señor Colungo?
—¡Durmiendo la siesta!
Noté como Lukuá tensaba la cara y juntaba ambas manos. Las levantó, las posó sobre sus mejillas, y volvió a hablar:
—¿Y a qué hora se despierta El Grandísimos de su siesta?
—No sé —respondió el otro soldado sin cambiar su expresión.
—¿No sabe cuánto puede tardar?
—¡He dicho qué ni lo sé, ni me interesa!
De repente Lukuá abrió los ojos de par en par, los miró con cara de enfado y exclamó:
—¡Porqué hemos de regresar a nuestro pueblo, y de noche no es aconsejable viajar por el Secuana, como usted bien sabe!
Los soldados se miraron, levantaron los hombros y sin decir nada, miraron de nuevo al frente.
Una vez más Lukuá resopló, se miró a los pies, me miró a mí, y con un tono de voz aún más fuerte, volvió a hablar:
—Disculpen, nobles soldados: ¿Nos acompañarán ustedes a Lutecia cuando sea noche navegando por El Secuana? ¡Qué valientes!
Al oír a Lukuá decir esto los soldados se miraron entre sí de nuevo, pero esta vez con cara de susto. Uno le dijo algo al oído al otro, y un momento después salía del palco. Nos quedamos un buen rato esperando y yo me asusté cuando me fijé en el sol, y vi como casi estaba tocando el horizonte. Después regresó el soldado corriendo y gritando:
—¡Rápido! ¡Muévanse! ¡Debemos embarcar antes de que anochezca!
—Disculpe —dijo Lukuá—: ¿Quién nos entrega la cola y la flor?
—¡Yo mismo! ¡Toma! —respondió, agarrando la cola y la flor y casi tirándolas en mis manos.
Introduje el bote de cola y la flor del tiempo en la bolsa del Quix y el Quaid, y empecé a correr tras Lukuá y los soldados. Llegamos rápidamente al lugar donde estaba la embarcación que antes nos había conducido hasta allí. Montamos en ella, los soldados nos colocaron la lona por encima, y empezaron a remar a toda velocidad. Y llegamos a Lutecia cuando el sol ya rozaba el horizonte.
—¡Bajaros! ¡Ya! —gritó un soldado
—¡Si señor! —respondió Lukuá al tiempo que tocábamos suelo.
En cuanto se libraron de nosotros empezaron a remar enérgicamente en dirección a la isla de Colungo, y enseguida los perdimos de vista.
—¡Vaya con los soldados valientes! —dijo Lukuá entre risas— ¡Venga! ¡Apuremos el paso qué se nos está haciendo tarde!
Buscamos las escaleras que conducían al parque y subimos por ellas. Abrimos la puerta, la atravesamos y la cerré yo con mucha fuerza, para que todos los males de las Arenas de Lutecia se quedaran fuera de la Ille de la Cité.
—¡No puedo correr! —protesté— Me duele mucho una pierna…
—Espera un momento… ¡Buscaré por ahí un palo que te sirva de apoyo! —dijo Lukuá al tiempo que empezaba a correr.
Instantes después regresaba a mi lado, trayendo con él un palo bastante largo y gordo que me hizo sujetar.
—Prueba con esto a ver si te ayuda a caminar.
Cogí el palo, lo agarré con el brazo colocado sobre la pierna que más me dolía, y empecé a caminar con él, apoyándolo en el suelo al tiempo que doblaba la pierna.
—¿Qué tal ahora? —preguntó Lukuá.
—Bueno, no es como mi pierna pero me podrá servir para conseguir ir un poco más rápido.
—Muy bien, Óscar. Pues venga, apuremos el paso que enseguida el sol nos dirá hasta mañana.
Obedecí a Lukuá y corrí por Lutecia todo lo rápido que pude. Enseguida estábamos sanos y salvos entrando en casa de Pékuat.

—¡Sandra! ¡Tom! ¡Ya estamos aquí! —grité en cuanto entramos en casa.
—¡Óscar! —respondió Sandra mientras se colgaba de mi cuello— ¡Pensé que no volvías!
—¿Cómo no iba a volver? ¿No te dije que volvería a tiempo?
—Ya, pero has tardado mucho… —me dijo mirándome con los ojitos todos rojos.
—¡Sandra! ¿Has estado llorando? —le pregunté mientras la abrazaba.
—Lloró un poco, sobre todo cuando se nos quemó la carne que te preparamos en la chimenea, pero yo le dije que un poco churruscada te gustaría más, ¿verdad? —dijo Tom que estaba regresando del patio.
—¡Hola Tom! —exclamé al verlo llegar— ¡Claro que me gusta la carne chamuscada! ¡Tenías que ver lo que comía Colungo…..!
—¡Hola Óscar! —me contestó y se acercó a darme un abrazo— Has ganado, ¿verdad?
—¡Sí! ¡He ganado! Mirad mi Bote de Cola Mágica y la Flor del Tiempo —les dije muy orgulloso mientras los sacaba de la bolsa que llevaba colgada en un hombro.
—¿¿¿Has ganado un bote de cola y ahora te puedes desplazar en el tiempo y en el espacio??? —me preguntó Tom abriendo los ojos de par en par.
—¡Sí muchachos! ¡Óscar ha estado increíble en las Arenas! ¡Teníais que haberlo visto! —contestó Lukuá muy sonriente.
En ese momento, Sandra y Tom se abrazaron a mí, y yo me sentí como si creciera un metro hacia arriba. Me puse a observar la flor, y de repente me di cuenta, de que ésta tenía cuatro hojas en lugar de tres.
—¡Oye Lukuá! ¿Por qué mi flor tiene cuatro hojas y la de Pékuat sólo tres?
—Porque supongo que lo has hecho muy bien, o porque el soldado se ha equivocado y te ha traído una flor de cuatro pétalos.
—Pensé que sólo había flores de tres pétalos…
—¡No no! —dijo Lukuá— Hay flores de tres, cuatro y cinco pétalos. Tú has conseguido la de cuatro. ¡No está nada mal!
—¿Eso quiere decir que me puedo desplazar a cuatro sitios? —pregunté intrigado.
—Puedes desplazarte a cuatro sitios durante cuatro días —contestó Lukuá—. Pero no por la flor, sino por la cola mágica que te permitirá inflar cuatro globos y sumergirte en ellos.
—¿Y hasta qué año viajaré?
—Pues no lo sé…— contestó Lukuá.
—Pero yo soy muy joven y no tengo mucha experiencia en la vida, así que a lo mejor, el Buryuá me lleva al pueblo de al lado unos meses después, ¿verdad?
—No lo sé muchacho, pero los humanos os desplazáis más años que nosotros porque vosotros vivís menos tiempo, así que no sé hasta donde te llevará el Buryuá, pero… ¡Oye! ¡Prueba y saldrás de dudas!
—¡Claro! —exclamó Tom.
—Ya… ¡Pero Lukuá! —cambié de tema— ¿Qué ocurre si inflo una burbuja y no encuentro a nadie con quien hacer el intercambio?
—Lo más probable es que encuentres a alguien; encontrarás a un gnomo con quien cambiarte.
—¿¿¿Un gnomo??? Pero yo sólo he visto gnomos aquí. No creo que en mi pueblo haya gnomos.
—Si que hay gnomos, sí. Lo que pasa es que no se dejan ver. Estoy seguro de que en tu pueblo viven muchos gnomos, pero no los conocéis porque si se supiera de su existencia, probablemente los capturarían y no serían bien tratados.
—¡Anda! ¡Qué pasada! —gritó Tom.
—Una verdadera pasada… —puntualicé yo—. Pero… ¿Y si no aparece nadie?
—Aparecerá alguien. ¡Siempre ocurre! Y si no, esperaras hasta que la burbuja empiece a deshincharse, momento en el que deberás salir de ella.
—¿Ya está? ¿No pasa nada más? —insistí.
—No. No pasa nada, sólo que has perdido una gota de cola mágica.
—Ah… Vale… —respondí, no muy convencido con lo que acababa de oír— ¡Oye Lukuá! Tengo cola mágica para desplazarme a cuatro sitios, ¿verdad?
—Verdad.
—Pero sólo tengo una flor mágica. ¿Cómo me voy a desplazar a cualquier sitio sin una flor, que le indique al del intercambio cuando debe regresar al Buryuá, porque se ha acabado su tiempo por ahí fuera?
—Porque a la flor volverán a salirle los cuatro pétalos. Ella te marcará el momento en que puedes volver a inflar el Buryuá y marcharte de expedición, y supongo que ella también se encarga de que aparezca alguien con quien intercambiarte, porque que yo sepa, nadie ha inflado el Buryuá y ha tenido que salir de él sin intercambiarse por otro. Pero cuando te vayas de expedición, serás tú el que lleve la flor del tiempo. Recuérdalo. El gnomo sabrá que debe regresar al Buryuá cuando empiece a oír un pitido en sus oídos.
—¡Anda! ¡Qué guay! —dijo Tom.
—¡Alucinante! —exclamé— Oye Lukuá, ¿Y a todos los sitios a los que vayamos ocurrirá lo mismo con el tiempo? ¿Pasará más despacio el tiempo para los humanos que para los gnomos?
—No te confundas, muchachito. No pasa más despacio el tiempo para los humanos que para los gnomos; lo que pasará más despacio es la vida en el pueblo del que salen los humanos, que la vida en el pueblo que dejan atrás los gnomos. Nos hemos enfrentado a Colungo y lo hemos conseguido: Un día en el pueblo al que llegan los humanos viajeros, representa una hora o unos minutos en el pueblo del que salen. Como nos movemos más rápido que vosotros y además vivimos más años, nos pareció justo el reparto, porque de otra manera, no encontraríamos a nadie que aceptara la propuesta de intercambiarse por nosotros en el Buryuá.
—¡Anda! ¡Es cierto! Nos lo contó Pékuat. Ya no me acordaba… No lo entiendo muy bien, pero bueno ¡Oye! ¿Y dónde está Topo? —pregunté a Tom y Sandra al echarlo en falta.
—Ahí fuera —dijo Tom señalando hacia el patio—. Se ha hecho muy amigo de la cabra.
Al oír a Tom decir esto, todos nos echamos a reír. Cuando nos tranquilizamos, Sandra me ofreció el trozo de carne que habían frito, mejor dicho, chamuscado en la chimenea. Lo miré y estaba bastante negro, pero con el hambre que tenía, me dio igual su color y me lo zampé con un trozo de pan. Después, Lukuá llenó cuatro vasos con zumo y nos invitó a todos a brindar con él.
—¡Por los Guerreros de Cómit! —exclamó mientras todos chocábamos nuestros vasos.
Bebimos el zumo y Lukuá nos dijo que fuésemos corriendo a cambiarnos de ropa, que enseguida se escondería el sol, y antes de ello había que cruzar el Buryuá. Fuimos todos a la habitación, y al quitarme la ropa y ver mi cuerpo magullado, de nuevo sentí mucho dolor. Sandra se me acercó muy asustada y empezó a acariciarme:
—¡Óscar! ¿Qué te han hecho?
—No te preocupes, Sandra, que esto se curará.
—¡Qué fuerte! ¡Cómo estás! Pues a ver qué dices en casa… —se le ocurrió decir a Tom.
—¿Qué dice de qué? —le preguntó Lukuá mientras se acercaba a nosotros.
—De los moratones que tiene encima. Como no diga que Topo se le tiró encima y le dio con un palo…. ¡No sé qué va a contar!
—Tom, cámbiate de ropa y deja de dar consejos —le ordenó Lukuá—. Y tú Óscar, vete cambiándote que enseguida regreso con un aceite que te eliminará las heridas.
—Vale… —contesté— ¿Pero regresarás a tiempo?
Lukuá no me contestó porque ya había desaparecido de allí. Nos cambiamos todos de ropa, y me fijé que Tom estaba pasando serios apuros al subirse los pantalones.
—¿Qué te ocurre Tom? ¿Por qué estás todo colorado? —le pregunté disimulando la risa.
—¿A mí? —respondió levantando las cejas— ¡Nada!
—Pues menos mal que es un chándal y no lleva cremallera, que si no, habría que romperla. Ja ja ja…
Cuando estuvimos todos cambiados de ropa, apareció Lukuá por la puerta con un bote en su mano. Me pidió que me levantara la camisa y que me bajara los pantalones. Una vez más en ese día me sentí ridículo, pero Lukuá me extendió por todo el cuerpo el líquido de aquel bote que traía con él, y enseguida me sentí como nuevo. Después me miré, y comprobé que los moratones y heridas estaban desapareciendo de mi cuerpo. Cuando dejé de alucinar ante lo que estaba viendo, le pregunté:
—¡Oye! ¿Qué es eso que me has echado?
—Una loción que limpia y abrillanta todo.
—¡Anda! —exclamó Tom— ¡Como el detergente de mamá!
—¡Qué comparación más estúpida, Tom! —le dije—. Oye Lukuá, ¿Me puedo llevar una de esas lociones a mi pueblo?
—¡Nooooo…! Ya te he dicho que no se pueden mover cosas de otras épocas. ¿Qué contarías de ella? ¿De dónde la has sacado?
—La esconderé… —fue todo lo que se me ocurrió alegar en mi defensa.
—Ya, hasta que algún día te la vean o se la enseñes a alguien. Ese secreto no lo podrías mantener por mucho tiempo, así que se queda aquí conmigo. ¡Bueno chicos! ¡Ya estáis

listos para partir!
Regresamos todos a la sala con la ropa de nuestro mundo ya puesta. Mi cuerpo estaba perfecto, y ya me movía ágilmente. Tan sólo me encontraba un poco cansado, pero ya descansaría esa noche en mi cama. Tom se acercó a buscar a Topo al patio y lo metió en casa; al verlo tan desmejorado, pregunté a los demás:
—¿Y qué diremos que le ha pasado a Topo?
—¡Lukuá! —dijo Sandra— ¿Por qué no le echas de esa crema que le has echado a Óscar?.
—¡Ahora mismo! —respondió Lukuá mientras se acercaba a Topo, y lo rociaba con la loción salvadora.
Un momento después, Topo se levantó del suelo y empezó a dar saltitos y mover su cola.
—¡Qué bien, Topo! ¡Ya estás curado! —le dijo Sandra al tiempo que lo acariciaba.
—¡Caray! ¡Pues sí que es buena esa crema! —gritó Tom.
—¡Venga muchachos! ¡Hora de irse! —dijo Lukuá indicándonos la puerta que debíamos coger.
Nos estábamos acercando a ella, cuando nos gritó:
—¡Un momento! ¡Quietos ahí!
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—¿No queréis llevaros monedas de oro a casa?
—¡Sí claro! —respondió rápidamente Tom.
—¡Sí sí sí! —gritamos Sandra y yo al tiempo.
—¡Pues voy a cogerlas! —gritó Lukuá acercándose hasta el patio.
Al momento regresó, empujando la caja de cobre donde las habíamos guardado después de limpiarlas.
—¡Aquí están! —exclamó señalando la caja.
—¡Pero no nos podemos ir con todo eso! Llamaremos demasiado la atención —comenté al tiempo que nos imaginaba por el pueblo arrastrando esa tremenda caja.
—¿Cómo qué no? —protestó Tom—. Con todo eso seremos los más ricos del pueblo; bueno, ¡Los más ricos del mundo! ¡Mi madre va a alucinar!
—¿Y qué le vas a contar? ¿Y qué dirás en el pueblo cuando te vean llegar con el cofre del tesoro? ¿Qué te has hecho pirata y lo has encontrado en una isla? —le pregunté intentando que reflexionara un poco sobre lo que estaba diciendo.
—¡Oye! Esa no es mala idea…. —contestó Tom asintiendo con la cabeza.
En cuanto oyó Lukuá esto, se sacó el gorro y le aplicó dos gorrazos a Tom.
—¡Tenía que hacerlo! ¡Te lo has ganado! ¿Cómo vas a decir semejante cosa? No os llevareis la caja entera, os llevareis unas pocas monedas envueltas en un trapo de tela. Escondedlas en casa, e idlas sacando poco a poco, cuando lo creáis oportuno, pero poneros antes de acuerdo para decir donde las habéis encontrado. ¿Seréis capaces de hacerlo? ¿Inventariéis alguna buena explicación?
—Sí, no te preocupes. Yo me encargaré de inventar algo creíble, y hasta entonces, nadie hará nada con las monedas, ¿verdad Tom?
—Verdad… —me respondió.
Después Lukuá cogió tres paños, los extendió en la alfombra y colocó un buen puñado de monedas encima de cada uno. Unió los cuatro extremos de cada paño en el centro, les hizo un nudo, y nos entregó un paquetito a cada uno. Los metimos en nuestras mochilas y yo también guardé el bote de cola y la flor del tiempo. Después caminamos todos juntos hacia la puerta.
De repente, Sandra se abrazó a Lukuá y empezó a darle besos. Lukuá se rió y se limpió la cara después del ataque de besos que acababa de recibir. Tom le dio un corto abrazo, una palmada en la espalda y, bajando la cabeza, enseguida se separó de él; yo supuse que estaba llorando y no quería ser descubierto, así que no dije nada. Finalmente, me acerqué yo a despedirme. Me abracé a él, y enseguida me empezaron a caer lágrimas por los ojos.
—Lukuá, ¿Te volveremos a ver? —le pregunté secándome las lágrimas para que Sandra no las viera.
—Claro que sí, muchacho. Ahora que tenéis la cola del tiempo, podéis hacerme una visita cualquier día, ¿eh? —me respondió Lukuá y noté su voz un poco temblorosa.
—¡De acuerdo! ¡Volveremos! Si llega nuestro Buryuá hasta aquí, volveremos —afirmé tajante mientras me separaba un poco de él.
Después, estiré mi mano para que la chocara conmigo y sellar el pacto.
Juntamos las manos, y me di cuenta de que aún llevaba colocado el pañuelo de la suerte que me había dejado.
—¡Lukuá! —le dije mientras intentaba desatarlo de mi muñeca— ¡Casi me llevo tu pañuelo!
—¿Ese pañuelo? Puedes quedártelo. Lo compré en la tienda de Pope.
—¿Pero no era de un antepasado tu…?
—No. No era de un antepasado mío; pero te di algo que te hizo coger confianza en ti mismo, que era lo único que te faltaba para vencer al soldado. Así que no te lo quites y llévatelo a tu mundo; y cuando tengas miedo en alguna situación, tócalo y acuérdate de mí y de la experiencia que pasaste conmigo, y de la que saliste hecho un campeón…. —decía emocionado Lukuá, hasta que de repente reaccionó—: ¡Venga! ¡Vamos que se hace tarde!
Cruzamos todos la sala, y Lukuá nos abrió la puerta por la que llegaríamos hasta el Buryuá.
—Bueno Guerreros de Cómit, yo me quedó aquí… —nos dijo cuando nosotros ya la habíamos cruzado.
—¿No nos acompañas? —le preguntó Sandra.
—No, no, no.… Ya sabéis el camino. Sólo debéis atravesar el pasillo y abrir la puerta del fondo. Me ha encantado conoceros. Sois unos grandísimos guerreros. ¡Qué tengáis mucha suerte en vuestra vida! —exclamó al tiempo que cerraba la puerta.
Los tres nos quedamos allí quietos, en silencio, mirándonos unos a otros. Yo tuve una extraña sensación que nunca antes había notado. Me sentí vacío y no me apetecía hacer nada en ese momento. Supongo que los demás se sentían igual, porque allí nadie decía ni hacía nada, hasta que Topo empezó a ladrar.
—¡Guau, guau, guau! —repetía insistentemente señalando hacia la puerta.
Al oírlo y verlo, reaccioné:
—¡Vamos! ¡Debemos salir antes de que se haga de noche!
Así cruzamos todos el pasillo corriendo, abrimos la puerta azul y accedimos al Buryuá que nos había llevado antes hasta allí.
—¡Bueno chicos! —exclamé intentando animar un poco la situación—: ¡Aquí estamos!
—Sí… —respondió Sandra sin demasiado ánimo.
—¡Han vuelto los Guerreros de Cómit! —exclamó Tom con una pequeña sonrisa en su cara.
Sonreí ante el comentario, y me fijé que había las mismas puertas que tres días antes estaban allí colocadas.
—¡Cojamos la puerta roja a ver si Pékuat está por allí!— ordené, al tiempo que cogía a Sandra por la mano y empezábamos todos a caminar— ¿Qué aventura viviríamos si hubiésemos cogido otra puerta?
—No sé, pero otro día podemos probar por la naranja, que tiene buena pinta…..— me respondió Tom.
Enseguida llegamos a la puerta roja. La atravesamos, y llegamos al Buryuá más pequeño. Eché un vistazo al exterior, pero Pékuat no estaba allí; bueno, ni Pékuat ni nadie, porque por allí no se veía nada que se moviese. Tan sólo se veían árboles y rocas. Acabábamos de regresar al Bosque de los Gnomos de Cómit.
—¡Chicos, aquí es de día! —exclamó Tom.
—¡Claro! Porque aquí ha pasado muy poco tiempo, ¿recuerdas?
—Sí, sí, claro.
—¡Pékuat! —dije yo— ¿Dónde te has metido?
—¿Y qué pasa si no vuelve? —me preguntó Tom.
—Pues no lo sé… —le contesté pensativo.
—Pues volveremos atrás a coger otra puerta, y listo —se contestó Tom asimismo.
—Sí, claro; y nunca más volveremos a Cómit. ¡Gran idea! —le dije, y seguí pensando que haríamos si Pékuat no regresaba.
—¿Y por qué no salimos sin más? —volvió a decir Tom.
—Porque no podemos… —contesté ya un poco aburrido de tanta pregunta.
—¡Claro que podemos! Busco por ahí algo con lo que romper la burbuja, hago una raja y salimos —sugirió Tom, mirando hacia el suelo en busca de un palo.
—¡No podemos porque nos borraríamos! —le contesté rápidamente, antes de que le hiciese un agujero a la burbuja.
—¿Nos borraríamos? ¿Y eso?
—¡Porque eso decía Pékuat que le pasaría si no le dábamos el relevo rápido! ¿Recuerdas? —le contesté subiendo el tono de voz, ya cansado de tanta preguntita.
—¡No! No recuerdo nada de eso…—me respondió subiendo los hombros.
—¡Pues eres un guerrero sin memoria! O puede que Lutecia te haya borrado la memoria… —le dije un poco mosqueado con el despiste de Tom, y volví a mirar hacia el exterior en busca de Pékuat.
— ¿Y a qué hora hemos quedado? ¿Le estará pitando un oído ahora? —me preguntó de repente Sandra.
—No sé…
Y al momento me entró un cierto temor, porque realmente no habíamos hablado nada de la hora. Bueno, poco podíamos hablar porque Pékuat no tenía reloj. Tan sólo esperé que el reloj de la oreja le funcionara bien.
De repente, Topo empezó a ladrar mirando hacia fuera. Todos miramos hacia el mismo sitio, y para mi alegría, vi a Pékuat con su mascota a su lado.
—¡Pékuat! —gritamos los tres al unísono.
El enanillo se acercó a nosotros con una gran sonrisa.
—¡Hola muchachos guerreros! ¡Me alegro de veros a todos sanos y salvos! ¡Y tu mascota también está! La habéis recuperado, ¿eh?
—¡Sí! —respondí— Y eso que estaba en manos de Colungo.
—¿Sí? —se extrañó Pékuat.
—Sí, y también he luchado con un soldado en Las Arenas, y he ganado un bote de cola y una flor del tiempo —le dije muy orgulloso.
—¡Anda! ¡Qué sorpresa! ¿Has luchado? —dijo abriendo los ojos de par en par.
En ese momento, Topo empezó a ladrar como un loco mirando hacia Trips; el pobre animal se escondió detrás de Pékuat, pero de poco le sirvió, porque casi no lo tapaba y Topo no paraba de ladrar.
—¡Topo! ¡Cálmate qué son amigos! —le sermoneé, pero Topo no dejó de ladrar hasta que Trips se acercó a nosotros, le dirigió una gran sonrisa, y mi perro se sentó como un tonto en el suelo moviendo el rabo.
—¡Vaya! —se rió Pékuat— Parece que Trips ha encandilado a tu mascota. ¿Pero de verdad qué has luchado en Las Arenas?
—¡Sí! —contesté con una gran sonrisa.
Después miré hacia los dos animales, y sí, realmente Trips había calmado a Topo que ahora estaba emitiendo pequeños aullidos.
—¿Y tú? ¿Qué has hecho ahí fuera? —le preguntó Tom.
—He conocido vuestro pueblo bastante bien, y después me he acercado a conocer otras regiones. He estado en una, donde toda la población era muy oscura.
—¿Cómo “muy oscura”? ¿A qué te refieres? —dije yo.
—Gente con la piel muy oscura, casi negra.
La gente de piel oscura está en África, pensé, así que le pregunté:
—¿Te has ido hasta África?
—No lo sé, pero la gente era toda muy oscura, y algunas mujeres llevaban huesos y paja en la cabeza. ¡Una locura!
—¡Pues sí que has viajado! —le dije perplejo, imaginando la gran distancia que había recorrido.
—A lo mejor ha estado en una fiesta de disfraces… —se le ocurrió decir a Tom.
—¿Fiesta de disfraces? —repetí pensativo, y decidí cambiar de tema— Bueno Pékuat, ¿abres ya el Buryuá?
—Sí claro, pero antes… ¿Podrías contarme como fue tu lucha en Las Arenas?
—Te lo contará todo Lukuá que estuvo en el combate. Te contará todo cuando llegues. ¡No te preocupes!— respondí lleno de orgullo.
—¡De acuerdo! ¡Hagamos pues el intercambio!
Inmediatamente, extrajo de su bolso la aguja “rompe burbujas”, hizo un gran salto y la clavó en la cima del Buryuá, por el que descendió mientras le hacía una raja; guardó la aguja en el bolso, agarró su mascota y accedió al interior de la burbuja. Cuando estuvo a nuestro lado, nos dijo:
—Me alegro mucho de haberos conocido, Guerreros de Cómit. A ver si volvemos a vernos de nuevo.
—Nosotros también nos alegramos de haberte conocido, y seguro que nos veremos de nuevo. Lo presiento.
Le di una palmadita en la espalda y ordené a Topo, que estaba ensimismado mirando a Trips, y a los demás que saliesen de allí.
En cuanto salimos la raja se cerró. Pékuat abrió la puerta roja y desapareció tras ella. Momentos después, el Buryuá empezó a encogerse emitiendo un pequeño pitido, hasta que se hizo minúsculo y se evaporó.
—¡Bueno chicos! —comenté mientras cogía una buena bocanada de aire— ¡Nuestra aventura ha terminado! Vayamos al cole.
—¿Y Topo? —preguntó Sandra— ¿También va al cole?
—Topo se va para casa, ¿verdad Topo?
Topo se dio una vueltecilla alrededor mía, y acto seguido echó a correr hacia el interior del bosque.
Nosotros corrimos tras él y rápidamente llegamos al estanco del señor Ruiz, que afortunadamente, en esos momentos estaba atendiendo a unas niñas y no miraba hacia fuera cuando pasamos por allí delante. En este punto nos separamos de Topo: Él continuó corriendo hacia casa y nosotros hacia la escuela.
—Oye, ¿Qué diremos en el cole? ¿Por qué llegamos tan tarde? —me preguntó Tom cuando ya nos estábamos acercando.
—Bueno… —enseguida se me ocurrió una excusa—: Diremos que Topo vino detrás de nosotros, se clavó algo en una pata, y tuvimos que volver con él a casa para hacerle las curas.
—¡Ya! ¡Eso os valdrá a vosotros! Pero a mí me preguntará para que fui yo a tu casa, si soy veterinario.
—Pues tú fuiste con nosotros para llevarlo en brazos, porque no podía andar y nosotros no podíamos con él. ¿De acuerdo?
—Sí. Eso suena mejor —respondió Tom tajante y continuamos la carrera.
—¿Y qué diremos en casa? —preguntó esta vez Sandra.
—En casa nada. No diremos nada de nada, ¿entendido los dos?
—Sí —contestaron al unísono.
—Pero ni en casa, ni a nadie nunca jamás. Si alguien sabe esto que nos ha pasado, o nos tomarán por locos, o me robarán la cola mágica y la flor del tiempo. Así que esta aventura queda sólo para nosotros. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo! —respondieron otra vez al unísono.
Seguimos caminando y nos cruzamos enseguida con unas niñas cambiando cromos de la colección “Berta va a la moda”.
—Pues sí que hay niñas con esa colección de cromos —pensé en voz alta, recordando a las otras niñas que habíamos visto en ese mismo punto tres días antes, cambiando sus cromos de la misma colección.
—Sí, y ellas también llegarán tarde al cole —dijo Sandra con voz de cansancio.
Y un poco más adelante, cuando ya casi estábamos llegando al cole, vimos a Nicolás, Eduardo y Jaime corriendo en dirección al cole.
—Y mira quienes van ahí arriba y también llegan tarde al cole —dijo Tom mientras los señalaba.
—¡Qué raro! —exclamé— Hace tres días cuando nos separamos de ellos, también estaban corriendo y teni…
—¡Pues si que deben de estar cansados! —me interrumpió Tom— ¡Llevan tres días corriendo! Ja ja ja…
—¡No Tom! —le corregí— Recuerda que aquí sólo han pasado tres horas.
—¡Da igual! —respondió— Estarán cansados de todos modos porque son muchas horas corriendo, ¿eh? Ja ja ja…
—Esto es muy extraño… —susurré dudoso.
—¿Qué has dicho? —me preguntó Tom.
—Que esto es muy extraño.
—¿Qué lleven tres horas corriendo? Hombre, algo raro sí que es, pero como ellos son bastante raros…
—¡No Tom! —le grité, ya que no podía creer que Tom no viera nada extraño en la situación—: ¿Recuerdas la mañana cuando nos fuimos de Cómit?
—Sí, la recuerdo.
—¿Recuerdas que pasamos por el estanco del Sr. Ruiz, y no nos vio porque estaba atendiendo a dos clientes?
—Sí. Yo lo recuerdo —dijo Sandra.
—Y yo —comentó Tom sin mayor interés.
—Muy bien. Igual que estaba ahora. ¿Y con quien más nos cruzamos? Con unas niñas cambiando cromos de la colección Berta va a la moda.
—¡Sí! —gritó Sandra— ¡Como ahora!
—¡Exacto! ¡Como ahora! ¿Y quién nos adelantó a toda velocidad para llegar antes a clase?
—Nicolás, Jaime y Eduardo… —dijo Tom que ahora ya prestaba un poco más de atención.
—¡Otra vez exacto! Los mismos que van corriendo ahí adelante.
—¿Y eso que significa? —me preguntó Sandra.
—Pues creo que significa que no han pasado tres horas; a lo mejor han pasado tres minutos o tres segundos. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero no tanto como Pékuat y Lukuá nos habían dicho que pasaría. Pero bueno, ¡Ya estamos de vuelta en casa! —exclamé sonriendo.
—¿Tres minutos o tres segundos? —repitió Tom— Pero Lukuá nos había dicho que por cada día que viviéramos allí aquí pasaría una hora.
—Sí, yo también lo recuerdo —le confirmé a Tom.
—¿Y entonces? ¿Qué ha pasado?
—Pues no lo sé….
—¡Qué extraño! ¿Qué ha ocurrido?
—No sé. Sí que es extraño, pero no sé que ha podido ocurrir.
—Pues sí que es raro esto… ¿Qué habrá ocurrido?
—No lo sé, pero no les des más vueltas, que fuera el tiempo que fuera ya estamos de vuelta en Cómit.
—Ya. Pero…. ¿Por qué dijo que estaríamos tres horas fuera y en realidad sólo estuvimos tres minutos? —siguió preguntando Tom, poniéndose un poco pesadito.
—Ya te he dicho que no lo sé… Lukuá habló de un intercambio de días por horas, o incluso por menos tiempo, así que supongo que el tiempo transcurrido aquí fue bastante menos que tres horas.
—¿Por qué dijo tres horas, si era mucho, que digo, muchisisímo menos tiempo? —preguntó por tercera o cuarta vez Tom, haciendo caso omiso de mi último comentario.
—¡Qué no lo sé! —afirmé tajantemente— Está claro que han pasado menos de tres horas, pero ¿Qué más te da ahora? Mejor para nosotros que no tendremos que inventar ninguna explicación.
—Ya… ¡Pero esto es muy extraño! —sentenció Tom.
—¡Por Dios, Tom! Después de lo que acabamos de vivir, ¿¿¿Qué es tan extraño ahora??? —le pregunté gritando, ya cansado del monótono tema con el que salía ahora Tom— ¿Qué se haya equivocado Pékuat o Lukuá?
—Sí, eso es lo extraño. Que se equivoque alguien de la misma raza que Lukuá, que todo lo sabía y no se equivocaba nunca.
—¡Pues vete a buscarlo y le preguntas! ¿Quieres la cola mágica?
—¡No no no! Tanto tanto tanto, no me intriga el tema —respondió rápidamente Tom—. Pero le preguntaré si nos vemos de nuevo…
—Sí, le preguntaremos… Lo único que se me ocurre pensar es que Pékuat haya confundido horas con minutos. Sería bastante normal; al fin y al cabo, ¡No tiene reloj! Ja ja ja —reímos todos mientras ya entrábamos en el cole.
Yo estaba realmente feliz, por la aventura que acabábamos de vivir como Guerreros de Cómit, porque el tiempo parecía haberse detenido durante nuestra ausencia, y porque llevaba colgadas en mi hombro unas cuantas monedas de oro, y cuatro viajes más hacia otras épocas y lugares del mundo.

 

FIN

Por si te apetece decirme algo… 😃

Si quieres 😀

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